Arrastrando las pesadas cadenas incorpóreas
de la arbitraria angustia vital,
unidas a los grillos presidiarios de múltiples
pesares
y a una debilidad física extrema,
con los zapatos gastados y las ropas raídas
-Heccehomo, Peergynt-
por la calle Elvas entré en Portalegre a medio día.
Viajaba desoyendo los dictados del Destino
sin brújula ni radio, sin cuadrante ni mapa
buscando la tierra del queso y del aceite
manzanas, corcho, nueces y castañas;
y la entidad superior dominada por la furia
dispuso tan calamitosa llegada.
Portalegre es uno de los asentamientos ciudadanos
que el hombre elevó sobre colinas,
subidas y bajadas, algún llano
perfil de hembra exuberante y atractiva.
No sé si fue el sosiego de parques y jardines
la serenidad hallada en Corredoira,
el rumor del agua surgiendo de las fuentes
el magisterio tímido de los museos
la reposada algarabía de Praça da República
o la conmovedora belleza de iglesias y conventos;
ignoro si influyó en mi decisión
la perfecta simetría de la Sé Catedral
la solidez del Castillo y la Muralla
la sincera amabilidad de las personas
y la confortante acogida de la
Biblioteca;
pero de Portalegre hice punto de partida
dando un golpe de timón a la existencia.
Si hubiera llegado tres mil años antes
pastor de ovejas entre alcornoques desnudos
mi memoria hospedaría la jornada inolvidable
aprovechada por el desdichado Lísias
-hijo de Dionisio y nieto bastardo de Zeus-
abatido y esperanzado a partes iguales,
para colocar la primera piedra de Amaia
-Atalaião, Ribeiro de Baco-
iniciando unas obras aún en marcha:
barrios nuevos que se alejan
del centro antiguo y de su frágil armonía
en constante peligro de quiebra.
La hermosa Maia se hizo aldea,
fue creciendo hasta ser villa y ser ciudad
y es hoy la blanca y ocre
Portalegre
urbe de corazón generoso
donde permanecerá mi aliento
cuando muera del todo.
PSdeJ |