La ciudad sorprende desde las luces que la componen, y que son su especie de conjunto de constelaciones. Una ciudad sin nombre debiera estar iluminada día y noche. Hasta podría definirse una ciudad por su cantidad, tipo, distribución, colores y formas de las luces que posee.
Las luces cambian si se ven de cerca o de lejos. Se confunde si son letras, sílabas o nombres completos. Luces agudas, graves y esdrújulas. Las luces de las casas se parecen a las luces de los autos. Las luces de las calles se parecen a las de las luciérnagas.
Una ciudad sin nombre parece incendiada, llena de hoyos negros rodeados de neones, semáforos, carteles luminosos, faroles de las plazas. Al amanecer los hoyos negros se convierten en hoyos blancos. Y la luz del sol es la tachadura de todo nombre, porque las sombras son ya el signo común.
La ciudad posee su propio sistema circulatorio, ramificada en su cartografía pareciera bombear gente de un lado a otro. Lo subterráneo no es siempre prohibido, pero sí misterioso, casi ritual. Arterias y venas con sus paredes llenas de tiempo muerto. Signos y ceremonias bajo tierra como si se tratara de un cementerio vivo, música, gritos, ruido de fierros, pero no hay habla. Grado cero de la voz. El silencio es bullicioso; la soledad es aglomerada.
Cada intervalo está marcado por un emblema de una historia real o ficticia, son como signos terrestres. Unas constelaciones para el día a día que de algún modo son destino. Vuelvo a pensar en la palabra revolución, la veo escrita y metaforizada en cada rincón. Sinónimos y familiares semánticos se cuelan como signos de otro destino. Cada rostro es un signo de una desgracia maravillosa o de una felicidad fatal. Todo lo que es mucho se pliega hacia su fin.
Me da la impresión de que un libro grande, como De la revolución de las nubes, tiene la misma arquitectura que una ciudad, es decir, cada página es una zona, un territorio nómade y que cada letra es una persona que emite un sonido. Entonces al ver a una enorme cantidad de gente uno pudiera escuchar miles de palabras, en todos los idiomas del mundo en el mismo momento. Un palimpsesto oral, coral, de las lenguas y dialectos imaginables. Un libro así de grande es un imperio en ruinas.
Hay personas que son letras y otras que son palabras. No sé como las diferencio, pero lo hago. Sólo con mirarlas lo sé, y mejor aun si las escucho. Debieran enseñar telepatía en las escuelas y luego en la universidad. Seríamos todos más felices, habría menos malentendidos, menos guerras, más frote y más poesía.
La poesía es lo más parecido a la telepatía, pues de algún modo con la primera se hace un ‘mal uso’ de las palabras, pero ya con la segunda las palabras se hacen invisibles. Ambas son un desvío al ruido de la ciudad. De hecho leer es casi una telepatía entre el autor y el lector, es un adentrarse en la mente del otro, silenciosa y furtivamente. Escuchar poesía es subliminal, hablar de poesía es subliminal. Algún día los libros se leerán al revés.
Las ciudades se leen de manera horizontal, vertical, diagonal, es decir de todas formas. La ciudad no es de papel aunque lo parezca por el carácter de su ficción. En blanco como la mente de quien mira los olores de la calle y percibe ese gusto ruidoso en el aire. Todos los colores juntos son un movimiento, por eso el blanco siempre huye hacia donde nada existe pero donde todo está ahí.
Los mapas siempre han sido un misterio, una incógnita de colores políticos en los cuales uno busca similitudes. Los países azules deben ser parecidos entre ellos, al igual que los amarillos y los verdes. Nunca pude resolver esa incógnita. Los mapas en realidad siempre son en blanco y negro, esa es la dicotomía que construye la cultura moderna y todas sus metáforas. La tierra debiera pintarse con colores, igual el cielo, así como se hace en la literatura o el cine, donde lo blanco son sólo las pantallas y las páginas de papel.
De la revolución de las nubes hasta parece el nombre de un hecho histórico, pero lo es de un libro. La historia también pareciera tener colores, las guerras son grises y café, las independencias son siempre celestes o azuladas, las reformas son verdes. La justicia es ciega dicen.
La historia presiente, tiene un sentido de distancia que le permite ir y volver como si no hubiese nada más que ella. Es más que el tiempo, de hecho, hace y deshace con él. No tiene piedad con lo miserable que pueden ser las vidas humanas, con sus minúsculas averías. Camina entre los hombres mujeres niños y ancianos de la ciudad como si fuera más que el aire y la luz del sol. Hace valer lo que es suyo: la representación.
En las ciudades todo pareciera ser fantasmal, o quizá en las ciudades en la cual se es extranjero. Rostros y fachadas de edificios algo tienen de común acuerdo, como si alguna condicionara a la otra. Lo mismo entre árboles y peinados. La sensación de que la geografía es historia personal o que la historia general es anatomía. Lo que las une o separa es su ausencia y una presencia, el modo intermitente de sucederse, el gesto de la mirada sobre la ciudad y el de la ciudad sobre quien camina detrás del tiempo.
Los cruces entre ciudad y mano son como los del deseo y el miedo. La propia escritura sobre la ciudad en la ciudad tienen que ver con su amaneramiento político. Su lenguaje es una palabra por dialecto, no hay lengua común, sólo miradas y nubes barrocas. Toda la arquitectura de una ciudad no es más que la suma de ojos que la construyeron, es decir, es fruto del sacrificio. Una ciudad, un pueblo, una aldea, un caserío son la humanidad de una historia, a la cual no le importa el hombre, sólo el tiempo que éste sobrevivirá allí. |
HÉCTOR HERNÁNDEZ MONTECINOS
(Santiago, Chile, 1979)
Licenciado en Literatura. Doctor © en Filosofía mención Teoría del Arte. Sus libros de poesía editados entre el 2001 y el 2003 aparecen reunidos en [guión] (LOM: Stgo, 2008; Marick Press, Detroit, 2009, en inglés) y [coma] (2ª ed. LOM: Stgo, 2009) comprende su trabajo poético del 2004 al 2006. Además han aparecido los siguientes libros antológicos de su extensa obra: Putamadre (Zignos: Lima, 2005), Ay de mí (Ripio: Stgo, 2006), La poesía chilena soy yo (Mandrágora cartonera: Cochabamba, 2007), Segunda mano (Zignos: Lima, 2007), A 1000 (Lustra editores: Lima, 2008), Livro Universal (Demonio negro, Sâo Paulo, 2008, en portugués), Poemas para muchachos en llamas (RdlPS: Ciudad de México, 2008), La Escalera (Yerba Mala cartonera: La Paz, 2008), El secreto de esta estrella (Felicita cartonera: Asunción, 2008), La interpretación de mis sueños (Moda y Pueblo: Stgo, 2008) y NGC 224 (Literal: Ciudad de México, 2009). Ha sido invitado por su obra poética a Alemania, Argentina, Brasil, Cuba, Chile, El Salvador, Guatemala, Honduras, México y Perú. Desde el 2008 reside en México donde da talleres, conferencias y es editor del sello “Santa Muerte cartonera”. |