En la desmemoriada y decaída cultura argentina surgen todavía algunas voces que dan cuenta de lo mejor de nosotros. Y esas voces no son las de figuras repetidas en las pantallas, las escasas revistas, o las páginas de los más prestigiosos suplementos de los diarios, por el contrario vienen de rincones distintos del país, y a menudo carecen de la debida repercusión en las grandes ciudades. Entre ellas destaco la del poeta correntino Oscar Portela, voz escondida y silenciada, hace tiempo recluida entre los palmerales y las aguas de su provincia natal. Esa voz, a pesar de todo, se deja oir contra la estulticia y la barbarie de este tiempo atroz, en esporádicas publicaciones provinciales.
La poesía de Oscar Portela es intensa, esencial, reveladora. No recoge el ruido de las calles ni la pasajera atracción de la feria bulliciosa; nace de la interioridad profunda del hombre, esa interioridad que se relaciona con el destino y lo sagrado.
Por eso su decir toma el aire del canto, del llanto, de la elegía. Se lanza en versículos entrecortados, de ritmo irregular pero sin embargo fiel a una música interna, para decir la angustia de estar vivo, la trágica certidumbre del tiempo, los vislumbres de la eternidad. El combate con el Ángel, configurado en uno de sus poemas, es la instancia decisiva que ha marcado al poeta con una iniciación indeleble. Desde allí le es irrenunciable recordar a vivos y muertos, proclamar la orfandad de la criatura humana, reconocer la fuerza augural de su propio canto.
Portela se mueve en un mundo donde toda cosa visible se desmorona; persigue, sin embargo, el rastro de lo permanente. Sabe que su misión es la fidelidad a ese rastro, que se manifiesta en el mundo y más allá de él, en su palabra. Está destinado a auscultar incesantemente su propio corazón para ofrendarlo en las aras del sacrificio. Dotado de una lucidez espectral, se reconoce como oficiante en un final de época que tiene visos de catástrofe.
La palabra de Oscar Portela se eleva como una salvaje plegaria, mezclada de blasfemia, para decirnos el despojo y la destrucción que se inician en su propio cuerpo . Construye un arca para la salvación del mundo, como lo proponía el cristiano Dostoievsky. Intenta nombrar los restos del naufragio, tender el exorcismo de la memoria para impedir que el viento final arrase con lo que queda de humanidad sobre la tierra. Tal el contenido de estos poemas que nos avasallan y acongojan, pero también nos iluminan.