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Fotografía del autor
por Spiritus Dlv,
en el lugar de la
presentación, Cenit7, Buenos Aires.
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CARLOS
BARBARITO
Falla
en el instante puro
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Lectura del autor
para la presentación de
Falla en el instante
puro, Cenit7, Buenos Aires, 12 de mayo de
2016.
Dice Borges que no hay nada en el universo que
no sirva de estímulo al pensamiento. Mota de
polvo o galaxia, todo sirve. Pero hay cosas que,
por motivos de ardua o difícil explicación,
preferimos y otras que desechamos. Cosas con las
que nos sentimos identificados, a gusto. Hay
quienes prefieren lo dulce, otros lo amargo y
otros lo salado. Si bien –siguiendo la misma
dirección- no hay nada que no sirva como
material para la construcción de un poema, cada
poeta elige –o es elegido por- esto y aquello y
deja a un lado o expulsa esto y aquello. Un
poema –verdad de Perogrullo- está hecho con
palabras pero cada cual escoge algunas, las que
mejor lo representan, las que se adecúan a
cierto clima y tono personal. En mis primeros
poemas aparecen, entre otras, la palabra
hueso
y la palabra
caballo.
Sobre
todo éstas. Luego, de a poco, fueron
desapareciendo para ser reemplazadas por otras.
Y, siempre, desde que recuerdo hasta ahora, la
palabra agua,
y sus manifestaciones y
derivados, tal vez relacionados con experiencias
y relatos oídos en la niñez: las inundaciones en
mi ciudad natal, Pergamino, aquellas grandes
tormentas que amenazaban con derribar la vieja
casa de la calle Zeballos. Y siempre, desde el
primer poema, un único asunto, o uno de los
pocos asuntos que aparecen en mis poemas: el
tiempo. A veces imperceptible, a veces notable,
el tiempo, tema que me fascina y me preocupa,
incluso me aterra. El tiempo que madura, el
tiempo que pudre. El tiempo que conduce,
inevitablemente, a la muerte. El tiempo que trae
nacimiento, novedad.
Mi primer poema habla del mar. Hablaba
–corrijo-, porque lo extravié, acaso
deliberadamente, poco después de escribirlo. Lo
diré de modo poético:
lo arrojé al fuego.
Su destino fue más prosaico –convengamos. ¿Por
qué el mar que en ese momento yo no conocía? Tal
vez fue el anhelo de conocerlo al menos
literariamente. Tal vez fue la influencia de mi
padre literario:
Julio Verne. Tal vez fue
la imprevista lectura de un profesor de música
de El mar
de Borges, en mi primer año de
escuela secundaria. Esa mañana, o tarde, llovía
–siempre llueve en mis mejores, y peores,
recuerdos-. En mi memoria, o en mi imaginación,
me veo levantando la vista del papel y caminando
hacia la puerta del patio, me veo abrir la
puerta, a pocos pasos una lluvia copiosa y
densa. ¿Por qué un poema si hasta ese día todas
mis lecturas eran novelas de ciencia-ficción y
aventuras? Creo que nunca podré responder a esta
pregunta. Supongo que se trató de la única
alternativa ante mi eterna ansiedad: el poema es
breve y pareciera que otorga
veloz
satisfacción –eso creía yo en aquellos años
de cachorro-. Luego supe que eso no es verdad y
que el oficio de poeta exige todo y paga mínimo
salario, a veces no paga nada. Alguien podrá
preguntar: ¿entonces por qué? No lo sé, tal vez
porque no conozco otra posibilidad ante
acechanzas como el dolor, la muerte, la locura;
tal vez porque es un medio, el único que
conozco, consciente de cierto pasaje del
Evangelio: vemos en espejo,
de conocer el
universo; tal vez porque desde siempre hay una
voz, interna que mi imaginación supone externa
(un travieso duende o demonio juguetón) que me
dicta el primer verso y me deja con la tarea de
completar el poema –yo jamás desoigo esa voz
aunque me traiga cansancio-.
Quien se aboque a la tarea de conocer mi letra
manuscrita se encontrará con un problema casi
imposible. Digo
casi
porque hay ciertas
dedicatorias en mis libros y poco más. Tal vez
nada más. Ahora me sonrío para mis adentros al
preguntarme quién podría emprender esa tarea y
para qué. Sí, mis primeros poemas fueron
escritos con lapicera, preferentemente trazo
fino, en azul, pero los deseché. O los destiné a
ser publicados en algún desplegable o
cuadernillo que enseguida abandoné en cajas
repletas de papeles. Deben estar allí todavía,
los pobrecitos. Algunos fueron publicados en
alguna revista fuera de Pergamino, dos o tres.
Ya en los ochenta, usé la máquina de escribir y
pocos de esos originales que fueron a parar a
mis primeros tres o cuatro libros sobrevivieron.
A partir de cierto momento ya no hubo papel como
soporte, a excepción de los poemas de este libro
que presento ahora –impresos y anillados- y,
fuera de la poesía, una carpeta con las
conversaciones con Roberto Aizenberg, corregidas
por él mismo con tinta roja. Cuando era un niño
mi letra era delicada, cada trazo preciso y
perfectamente legible; luego, con los años, todo
lo opuesto. El resultado de emplear el teclado,
de escribir poco y nada con lápiz o lapicera. En
raras ocasiones, ante la necesidad de escribir
algo en plena noche, en momentos en que no
dispongo de computadora, escribo a mano un
poema, en todo o en parte, que desecho apenas
copio en pantalla. El resultado: dolor en la
mano.
Por último, una frase de Keats:
No sé nada,
no he leído nada.
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Y de mí qué se embarca, qué ruta emprende…
…It looked as if a night of dark intent
Was coming, and not only a night, an age…
Ro
bert Frost, Once by the Pacific
Y de mí qué se embarca, qué ruta emprende;
de mi mano, torpe música ciega
y una herida en el aire que exhalo.
Ignoro el pasado y el porvenir de la estrella,
qué se oculta bajo la tierra que piso,
por qué lo que se busca queda siempre
del otro lado.
Estoy solo. Estás sola.
El perro acude y nos lame las manos.
¿Acude o se trata de un sueño?
Dejo una marca en la madera.
Ésta, con la punta del cuchillo.
¿Dejo una marca o lo sueño?
Sí, hablábamos de remotas constelaciones,
de súbitos prodigios, de lluvias extrañas;
pero sobrevino el silencio y fue espeso,
se hizo la tiniebla en pleno día
y ya no hubo razón para rarezas y milagros.
Y no pudimos vestirnos.
Y no pudimos desnudarnos.
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Se detuvo y dijo: un corazón en cada cosa. Y…
Se detuvo y dijo:
un corazón en cada cosa. Y
siguió empujando su carretilla cargada de pasto
más allá del amplio jardín junto a la casa;
mientras duró la voz, un instante,
por el aire, traídos desde la infancia,
tábanos, moscas, mariposas
y el tiempo de regreso al día
anterior a la primera lluvia,
la vida despojada de todo peso
en dirección a los nidos,
en cada nido un ave que regurgitaba.
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In
tra
du
ci
ble,
in
clu
so para un demonio…
A Susana Wald y Ludwig Zeller
Intraducible, incluso para un demonio
y más allá del lento agotamiento
de las lámparas, único, permanece.
¿A qué flujo o reflujo,
entonces, encomendarlo
y hacia qué polo sonoro
o con sordina dirigir el magnetismo?
No saber, jamás, si razona
o desvaría, si expresa
una vía de lava, un encuentro de amor,
si anda bajo soles errantes,
bajo la tierra, sonámbulo,
si alcanza la orilla,
si se configura como nube o vértebra,
si habla de yescas,
rayos, traiciones, esquinas,
amparos, intemperies, escudos.
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¿Esto fue todo? ¿Y ahora?…
¿Esto fue todo? ¿Y ahora?
¿Una larga conversación silenciosa
con la única, constante figura del tedio?
¿Para qué entonces la casa, sus aleros,
la claridad intangible en el dorsal de las
horas,
el antepecho, las ropas recogidas
antes de la tormenta, el esmero del cartógrafo
ante la precariedad del mundo:
materia que no gana densidad, fluye
por un instante y, luego, prescribe o se
disocia?
¿Con qué hilos tejer la novedad,
al menos una sombra casi música,
al menos una línea de tiza en el asfalto,
al menos un instante sin tutela ni desdicha?
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Cu
anto hubo perdió su lengua y garganta…
Cuanto hubo perdió lengua y garganta
y es polvo que flota, musgo
que pierde adherencia en los muros;
cuanto hay tiembla como una llama,
no se atreve a infiltrarse en el ámbar
que envuelve como a un insecto
la necesaria porción de belleza.
Te amo-
dice – el mundo
exhibe cuerno y colmillo,
atiende cada pregunta
desde un despacho estrecho y oscuro;
el paño frío no mitiga la fiebre
porque la fiebre huyó de la frente
y se concentra donde no puede ser alcanzada-;
el cometa cae sobre una terraza:
se oxida el vino en su cripta,
quien lo bebe dice:
por favor, tu mirada lunar en el día,
tu
mirada solar en la noche.
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Está escrito en la losa, en la vara, en la
argamasa…
Está escrito en la losa, en la vara, en la
argamasa,
en el oficio, en la ceguera, en el hambre,
en la cortina que se agita y en la que se rasga,
en el antiguo bosque y en la jornada lluviosa,
en la boya que flota, en la espera,
en el zorro que persigue a su presa
y en el zorro disecado junto a la ventana;
en el primer tambor y en la última trompeta,
en el olor a madera de roble, en la dársena más
olvidada,
en el mal y en la cura, en la sal y en la
escama,
en la piedra verde, en la piedra roja, en la
piedra blanca,
en el viento del este, en la cola del cometa,
en el amor, en el veneno, en el metro patrón,
en sílabas, acechos, escarchas, cúpulas:
No
hay vida después de la vida.
Siempre hay muerte después de la muerte.
Y es Tiempo, no Amor, lo que juzga. |
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"Falla en el instante
puro", de Carlos Barbarito (Botella al mar,
Buenos Aires, 2016)
Diseño de Laura Dubrovsky.
Producción gráfica e impresión: Bauhaus
gráfica, Buenos Aires.
Prólogo de Eduardo Espina.
Fotografías de Liliana Gelman y María de
la Vega. |
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