Mi abuelo y mi abuela
tenían un caminar maduro.
Ella, pausada en el galope;
él, acelerado y discurrido.
Caminaban, mirando la última huella
que había dejado el animal de turno.
Ella seguía el paso del hombre
como una secuencia natural.
El río de mi abuelo
y de mi abuela
no se parece al Guadalquivir
ni al Guayas.
Es un río de piedra que desciende
sobre las sendas
que faltan por conocer
y adentrarse.
Mi abuela nada tiene que ver
con la abuela de Perencejo.
Perencejo no tiene esos senderos
ni ese paso seguro y lento.
El abuelo de Fulano
no conoce el camino que mi abuelo guarda
en el bolsillo:
sendero extraviado
entre la menta y el "king" sin filtro
que olían sus pantalones.
Mi abuelo se parece a los astros.
Mi abuela es un astro.
Mi abuelo se parece a mi abuela
y los dos a las estrellas.
Nada tienen del Guayas ni del Guadalquivir.
Ni de los viejos Fulano y Perencejo.
Los miramos
a través de las radiografías de sus huellas.
Miramos sus sendas como esfinges
que heredamos para practicar la fe.
Nada tienen que ver con mis zapatos torcidos.
Caminaron, los dos, el valle hasta la muerte.
Son un río que esconde a las aguas
debajo de las piedras.
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