Distante cercanía
Te veo de frente
padre,
sentado en el bar de los
sesenta,
y busco tus pasos rectos
en las huellas de la
nieve.
Las nuevas de un joven
que hablaba del progreso
-Whisky, algo de soda-,
y leía las revistas de
vanguardia.
Era tu nariz el trazo de
la mía:
no había porque temerle
a la sangre
cuando la sangre corre.
Entrabas a la casa,
lejano.
Hacías sonar las puertas
con tu andar tortuoso.
Sabíamos, padre, que
algo tenías de perseguido
que a tu espalda la
curvaban
los múltiples adioses.
Entrabas, con tu bastón
de roble,
y en los pasillos
por el biombo chinesco
un suave olor de
eucalipto impregnaba la casa.
Allí aprendimos que hay
parte de daño,
parte de asceta
tras el digno silencio
de los árboles.
Acreedores. Bancos.
Tipos de sombra adusta.
Pero siempre hubo tiempo
para entrar al cuarto,
a oscuras,
y dejar un billete
doloroso
en la mesa de noche.
Hubo para comprar los
discos
-un rincón para no huir
más-
lejos del ruido y los
escombros.
Y así, mirándote sin
verte.
Sabiendo de ti por la
música
que lenta
llegaba del estudio,
respirándote,
nos enteramos de un
mundo
que era menos cansado.
Pues era la historia un
hacer fila, ¿recuerdas?
y no este fatigar entre
difuntos.
Ahora, a la
distancia, hojeo los libros
de segunda mano.
Durrell, Stendahl,
y tus subrayados a tres
tintas.
Así supe de tu amor por
el paisaje,
que te gustaba el
erotismo
sin ninguna culpa. Que
aquello que te rondaba
era también un cuerpo.
Y el libro abierto,
rumoreando a solas.
Cruzan tus sueños a
caballo
dejando en los rincones
de la casa
algo de niebla,
algo de los aplausos que
ellos, tus amigos,
te supieron aplazar.
Padre, no era esta
tierra de cálculo
un lugar para ti, y
quizás no era para nadie.
Mas nunca olvidaste al
niño de los campos,
eras uno con la noche
cabalgando en Santander.
Te negaste a desmontar
las bestias
cuando tus piernas lo
quisieron.
No hubo muchos abrazos.
Sólo una distante cercanía.
Pero decirte que el café
sigue humeante en la cocina,
como la hoguera que un
ángel prolonga
y las vidas alimentan.
Que tus nudillos
rotundos
siguen golpeando a mi
puerta,
con un pocillo, la
sonrisa de siempre,
y apagas cada una de las
luces.
Tu, padre, y el verde
olor del accidente,
sus calmantes de
eucalipto.
Decirte que era duro.
Que tus caídas nos
dolían hasta los huesos
pero había que mantener
la dureza.
Envidio tus ejemplos de
silencio.
La odiosa calma que no
heredé.
No hubo muchos
abrazos. Tampoco tragos compartidos.
Y sin embargo, lo sé,
habremos de asomarnos a
la misma música
mientras se hilvana la
vida en paralelo.
¿No oyes los barcos, su
aviso en los parlantes?
¿El amplio mar y los
pájaros que vuelan al reencuentro?
Tu con tus planos, la
placas tectónicas. Yo y mis cuadernos,
pero oigámosla, padre,
una vez más,
antes de que una tierra
sin palabras, menos geológica,
blandamente nos reúna.
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