Revista TriploV de Artes, Religiões & Ciências .
ns . nº 54 . outubro-novembro 2015 . índice




CARLOS BARBARITO

Tres anotaciones

Escritor argentino (Pergamino, 1955). Su obra literaria comprende quince libros de poesía y dos de crítica de artes plásticas. Ganador del Premio Fundación Alejandro González Gattone, Premio Fondo Nacional de las Artes, Premio Dodero de la Fundación Argentina para la Poesía, Premio Bienal de Crítica de Arte Jorge Feinsilber, Premio César Tiempo, Premio Raúl Gustavo Aguirre de Sade, Mención de Honor Leopoldo Marechal, Mención de Honor Carlos Alberto Débole, Gran Premio Libertad, Premio Francisco López Merino, Premio Hespérides, Premio Iparragirre Saria, Mención Plural de México y mención honorífica en el Concurso de Literatura de la Ciudad de Buenos Aires. Figura en el Breve diccionario de autores argentinos desde 1940, en el Inventario Relacional de la Poesía en Lengua Española 1951-2000, de Juan Ruiz de Torres y José Javier Márquez Sánchez, en el ABC de las artes visuales en la Argentina y el Diccionario de autores argentinos. Sus textos sobre arte y literatura y su obra poética están traducidos, en parte, al inglés, al francés, al portugués, al catalán y al holandés.
 
I

Mis padres me obsequiaron –yo tendría siete u ocho años- un diccionario enciclopédico. Lo que me atrajo desde la primera vez, fue una sección dedicada a lo que los editores consideraban las mayores pinturas de la historia. Recuerdo dos, una de la otra separadas por siglos: El rapto de las hijas de Leucipo, de Rubens, y Pescando en Antibes, de Picasso. Me pregunto ahora por el motivo de esa fascinación por obras tan diversas, tan alejadas entre sí en el tiempo, rasgo que aparece desde el principio en mis poemas: lo antiguo y lo nuevo en un mismo espacio, no enfrentados sino vinculados, incluso celebrando matrimonio. Me pregunto ahora si no será un modo de conjurar eso que, desde siempre, me inquieta: el tiempo. Mejor, el Tiempo. Eso que por un lado trae madurez y, por el otro, siega seres y cosas. Acaso el Tiempo sea el único asunto de mi poesía, al que trato desde el comienzo desde diversos ángulos en infinidad de poemas que son, en realidad, eso creo, un único Poema que cada vez afino en procura de una perfección que no se cumple. Hablando alquímicamente, mis labores son una sucesión sin fin a la vista de destilaciones que me conducen a aparentes victorias que, casi de inmediato, se convierten en fracasos. Cocteau habla, en alguna de sus páginas, del fracaso como la única estética posible. No me olvido, claro, de otro asunto: las palabras. En otra oportunidad dije que, siendo yo un niño, pasaba horas buscando, en ese diccionario y, antes, en otro, pequeño y ajado, las palabras más extrañas; sentía que si una palabra era desusada, extravagante, insólita debía contener alguna propiedad mágica. En aquel mínimo diccionario, tal vez el primer libro que llegó a mis manos, alguien, su dueño original, había subrayado las malas palabras, con lápiz negro, pero a mí me interesaban otras palabras, las que nadie usaba en casa ni en el barrio, tal vez nadie en el mundo. Es más, sentía yo una profunda emoción al creer que sólo yo conocía tal o cual palabra, no importaba su significado sino su sonido y resonancia. Entonces, yo era el mago, el hechicero. De esto al poeta, un solo paso…en apariencia, sencillo de dar y, en realidad, arduo, difícil. Casi diez años más tarde escribí mi primer remedo de poema. Y luego de veinte logré algo, alguna cosa. Quiero decir, algo a lo que yo podía llamar auténtico, en el sentido de capaz de sostenerse por sí mismo, sin necesidad de elemento ortopédico, de erguirse sobre sus propias piernas. Pero, claro, eso fue el primer paso, sólo el primer paso; hoy, luego de tantos años, siento que voy por el segundo, sólo por el segundo. ¿A dónde hay que llegar? ¿Hay un lugar al qué llegar? No. Siempre en viaje, siempre de viaje.

II

No recuerdo cuando leí por primera vez la palabra surrealismo. Quizás fue en el quiosco de diarios y revistas junto a mi casa de infancia, en Pergamino. Allí iba yo a leer, todos los días por la mañana –iba de tarde a la escuela-; allí conocí la obra de Roberto Aizenberg –cuando vi uno de sus humeantes me dije esto es, esto es y de ese modo di inicio un proceso que me llevó a su casa, recién en los noventa, y a la elaboración de un libro con conversaciones con él, once años más tarde-; allí supe de una grabadora llamada Aída Carballo; allí viajé por mundos exóticos; allí leí desde historietas hasta artículos sobre la vida en el fondo del mar, la actividad de los volcanes, la fisiología de los astronautas, los eclipses, los minerales… Eran tiempos en los que el mundo era nuevo, lleno de sorpresas y novedades (nunca olvidaré el momento en que encendí el televisor en casa de mis abuelos y, en la pantalla, los Beatles). En medio de esas lecturas, apasionadas, anárquicas, en alguna página, tal vez en esa nota dedicada a Aizenberg, o en el diccionario que me regalaron mis padres, esa palabra: surrealismo. Descubrimiento simultáneo con otros: el cine, las novelas de ciencia-ficción, la música beat, las imágenes de los happenings, un aluvión prodigioso que me llegaba desde mil lugares a la vez, a mí, un chico nacido y criado en una pequeña ciudad de provincia. Borges dijo alguna vez que desde siempre supo que tendría un destino literario. Yo no. Debió pasar mucho tiempo para que yo adquiriera conciencia de que iba a ser escritor. Me pregunto si lo soy, si realmente soy un escritor. Intenté ser músico, pintor, profesor de literatura. Fracasé. Intenté aprender algún idioma. Fracasé. Apenas si logro balbucear alguna cosa en inglés. Incluso, alguna vez pensé en que moriría joven sin haber podido encontrar un modo de expresión. Como leedor del futuro, también, un fracaso. Al comienzo, en mis primeros versos, no tomé en cuenta –inexplicablemente- todo esa maravilla descubierta en mis lecturas. Mis versos eran ceñidos, despojados, acaso grises. No conservo ninguno de ellos. Los extravié o destruí. Manuscritos, todos. Ahora pienso que debiera haber conservado alguno, al menos para rememorar mi letra, el color de la tinta en que escribía. Pero no. Hace poco encontré alguno de mis poemas, de los años setenta, pero ya escritos a máquina. Con otra carga, con más vuelo, a esos poemas, extensos, decidí conservarlos. En ellos, el influjo de lo surreal se manifiesta, aunque de modo larvado, indeciso, pero se manifiesta. Ahora, ¿soy yo un poeta surrealista? No me atrevo a responder a la pregunta. Lo que sí puedo decir es que en ocasiones me acerco al surrealismo –en el sentido de no tener ideas previas, de eludir en lo posible todo control racional- para, en otras, alejarme –recurriendo a lo preconcebido y a la razón- para, luego, en el camino, volver a encontrarme con él. Encuentro y desencuentro que me llevan a un reencuentro, mecanismo complejo, contradictorio, del que apenas puedo dar cuenta. De lo único que estoy seguro es de la inseguridad humana ante el cosmos. Los Evangelios, desde el fondo de los tiempos, lo dicen mejor que yo: vemos en espejo.  

III

¿Por qué insisto en hablar de mi niñez, sobre todo de mis primeras lecturas? Porque allí, en aquellos años y páginas, comenzó a formarse esto que soy –o creo ser-. Yo sentía con todo el cuerpo; el simple ruido de la lluvia me conmovía, me erizaba la piel. A ese Paraíso lo extravié hace mucho y, quizás, escribo en un intento desesperado por recuperarlo. Pero no sólo las lecturas me formaron. No sólo lo libresco me formó. No tuve, hasta mucho después, una biblioteca. No hubo posibilidad alguna de repetir la infancia de Borges que, dijo más de una vez, tal vez nunca abandonó la biblioteca de su casa de infancia. Fue el patio de tierra de aquella casa que parecía venirse abajo con cada tormenta, fue aquel cometa –soñado o no- que mis ojos de niño vieron desde ese patio, fue mi madre con sus relatos nacidos de su gran imaginación, fue aquel eclipse total de sol, fue un poema mecanografiado escrito por un poeta menor chileno, exageradamente romántico, que me obsequió mi abuelo, fue el cine del barrio al que iba con mis amigos cada domingo luego del almuerzo… tantas otras cosas…

 

Carlos Barbarito

 
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