REVISTA TRIPLOV
de Artes, Religiões e Ciências


nova série | número 52 | junho-julho | 2015

 

GABRIEL CHAVEZ CASAZOLA


Arte poética

Gabriel Chávez Casazola (Bolivia, 1972). Poeta y periodista. Publicó los libros de poesía Lugar Común (1999), Escalera de Mano (2003), El agua iluminada (2010) y La mañana se llenará de jardineros (2013 en Ecuador y 2014 en Bolivia). Parte de su obra se halla traducida al portugués, italiano, inglés y rumano. Poemas suyos se encuentran incluidos en antologías internacionales y de su país. Ha participado en encuentros, lecturas y festivales de poesía en varias naciones y ciudades de las Américas y en España. Imparte talleres de poesía en universidades y centros culturales. Columnista en periódicos bolivianos y colaborador de revistas internacionales de poesía. Editó una vasta Historia de la cultura boliviana del siglo XX premiada como Libro Mejor Editado en su país en 2009.  Entre otros premios, ha recibido la Medalla al Mérito Cultural del Estado boliviano. En 2013 fue finalista del Premio Mundial de Poesía Mística Fernando Rielo.

 

EDITOR | TRIPLOV

 
ISSN 2182-147X  
Contacto: revista@triplov.com  
Dir. Maria Estela Guedes  
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VUELO NOCTURNO / ARTE POÉTICA 1 

Esa luz que se apaga

no es un imperio

ni una luciérnaga.

 

Antoine lo sabía, lo supo volando sobre la Patagonia.

 

Esa luz que se apaga es una casa que cesa de hacer su ademán

al resto del mundo,

una mansión

 

—una humilde mansión si cosa cabe: todas las casas del hombre

son una mansión, todas las mansiones del hombre una cabaña—

 

una mansión, decía Antoine, que se cierra sobre su amor. O sobre su tedio.

 

Una luz vacilante a la que

—frío al calor—

unos labriegos reunidos

se aferran

 

náufragos que balancean un fósforo

ante la inmensidad

desde una isla desierta.

 
 

LA CANCIÓN DE LA SOPA 

En tiempos de mi abuelo las familias eran grandes

vivían en grandes casas —grandes o chicas, pero grandes,

inclusive diminutas, pero grandes.

 

Comían alrededor de grandes mesas

mesas fuertes, cubiertas o no de mantel largo

pero bien establecidas en el piso.

 

Con cucharas enormes comían la sopa

en los grandes mediodías. La sopa extraída con grandes cucharones

de unas enormes soperas.

 

Se reunían juntos después a oír la radio, a tomar café,

a fumarse un cigarrillo

sin grandes (ni pequeños) cargos de salud o de conciencia.

 

Mamá, bordando a veces y a veces tejiendo,

veía sucederse a los hijos y a los nietos

en un ininterrumpido y gran bordado.

 

Papá, la autoridad papá, llegaba todas las tardes a las 6

montado en un gran auto americano o en un gran caballo

o con un gran estilo

de caminar

para pasar la noche junto con los hijos y los nietos que el

tiempo no había interrumpido,

salvo aquél que enfermó, aquél que se fue

dejando un enigma y una sensación de vacío

—una enorme sensación de vacío—

flotando, con el humo de los cigarrillos,

sobre la sobremesa de la cena.

 

A veces, en esos momentos, papá, la autoridad papá,

dejaba de escuchar los sonidos de la radio y quería estar

solo consigo mismo, simplemente

no estar ahí, tal vez estar corriendo por alguna lejana

carretera con una rubia parecida a mamá cuando no era

mamá, montado en un gran auto americano o en un gran caballo o

con un gran estilo de caminar aún no vejado por el tiempo.

 

Mamá a su vez algunas sobremesas sentía un nudo

en la garganta, un nudo que después salía flotando de su

boca montado en un gran suspiro,

un enorme nudo que se enredaba en el vapor

de su taza de café, con unas

volutas que le robaban la mirada y la hacían desear

estar sola,

simplemente no estar ahí, escuchando los llantos

de las últimas hijas y los primeros nietos.

 

Así fueron los años, vinieron los cafés y los cigarrillos

y un día la gran casa se fue quedando sola, las enormes

soperas vacías, las cucharas mudas

de una enorme mudez que a hijas y nietos nos persiguió

a lo largo de miles de kilómetros de carretera, de cable de

teléfono, de grandes ondas que ya no se miden en kilómetros.

 

Incluso aquél que enfermó, el primero en partir

como cada quien que bebió de esa sopa fue alcanzado por la mudez,

que se metió en su pecho por la gran boca abierta

de un enorme bostezo.

 

Entonces

compró una breve sopa instantánea

y entre sus mínimas volutas

se permitió un pequeño llanto.

 

No podía tomar la sopa.

en su diminuto departamento no había una sola cuchara,

una sola mesa bien fundada, algo

que vagamente pudiera parecerse a la felicidad

y sus rutinas.

 

Entonces pensó en los tiempos de su abuelo o del mío

o del tuyo, cuando las familias eran grandes

vivían en grandes casas —grandes o chicas, pero grandes,

inclusive diminutas, pero grandes

y veían sucederse a los hijos y a los nietos

en un ininterrumpido y gran bordado

con enormes hilos invisibles abrazándolos a todos en el aire. 

 

(de El agua iluminada, 2010) 

 
 

DE LA VELOCIDAD DE LOS FANTASMAS 

En un prólogo leo que un poeta fue prematuramente muerto.

Pero, ¿acaso hay alguien que muere antes de tiempo?

Todos morimos en el momento exacto.

Lo que ocurre es que los muertos jóvenes dejan más cosas pendientes

y tardan mucho en desplazarse

–distraídos y perplejos– para cerrar sus círculos.

 

Sí, los muertos jóvenes viajan muy lentamente

para poder ajustar cuentas:

sé de una muchacha cuyo fantasma demoró largos veinte años

en recorrer a pie la ruta desde Buenos Aires hasta San Lorenzo,

en el norte,

atravesando pampas y cañaverales,

para poder decir adiós

con una vaharada de perfume a un hombre que fue suyo,

y sé también de un piloto, muerto en cierto accidente,

que demoró diez años en llegar a los sueños de su madre

para revelarle en cuál pico de los molestos Andes

se encontraba, congelado y envejecido,

cual la heroína de Horizontes Perdidos en el Tibet,

su exquisito cadáver treintañero. 

 

Los muertos viejos no.

Los fantasmas de los que han muerto viejos llevan los pies livianos

ya casi alígeros de tan inmateriales

(remember A Christmas Carol)

y pueden cerrar cuentas –si aún las tienen– en una misma noche,

en esa misma noche en que los velan.

 

Los muertos niños

los muertos niños no se van del todo

se quedan atrapados e indefensos entre sus juguetes

sin percatarse de que han muerto,

de que algo ha cambiado radicalmente entre ellos y nosotros.

 

Por eso, cuando de noche en tu departamento se encienda algún juguete sin motivo

aparente o si, como en cierto palacete de San Isidro en Lima,

un niño se le aparece a una invitada

de voz bella, con toda naturalidad,

jugando tras del escritorio,

es que allí algún pequeño no ha cerrado su círculo

entre sí mismo y la dura razón de la existencia.

 

Los muertos no nacidos fluyen siempre en el torrente de la sangre de sus madres.

 

(de La mañana se llenará de jardineros, 2013)

 

 

© Maria Estela Guedes
estela@triplov.com
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