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REVISTA TRIPLOV
de Artes, Religiões e Ciências
nova série | número 52 |
junho-julho | 2015
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EDUARDO LIZALDE
«Retrato hablado de la fiera» y otros poemas |
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EDITOR |
TRIPLOV |
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ISSN 2182-147X |
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Contacto: revista@triplov.com |
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Dir. Maria Estela Guedes |
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I. RETRATO HABLADO DE LA
FIERA
2
El tigre
Hay un tigre en la casa
que desgarra por dentro al que lo mira.
Y sólo tiene zarpas para el que lo espía,
y sólo puede herir por dentro,
y es enorme:
más largo y más pesado
que otros gatos gordos
y carniceros pestíferos
de su especie,
y pierde la cabeza con facilidad,
huele la sangre aun a través del vidrio,
percibe el miedo desde la cocina
y a pesar de las puertas más robustas.
Suele crecer de noche:
coloca su cabeza de tiranosaurio
en una cama
y el hocico le cuelga
más allá de las colchas.
Su lomo, entonces, se aprieta en el pasillo,
de muro a muro,
y sólo alcanzo el baño a rastras, contra el techo,
como a través de un túnel
de lodo y miel.
No miro nunca la colmena solar,
los renegridos panales del crimen
de sus ojos,
los crisoles de saliva emponzoñada
de sus fauces.
Ni siquiera lo huelo,
para que no me mate.
Pero sé claramente
que hay un inmenso tigre encerrado
en todo esto.
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3
Lo
he leído, pienso, lo imagino;
existió el amor en otro tiempo
Será sin valor mi testimonio.
(Rubén Bonifaz Nuño)
Recuerdo que el amor era una blanda furia
no expresable en palabras.
Y mismamente recuerdo
que el amor era una fiera lentísima:
mordía con sus colmillos de azúcar
y endulzaba el muñón al desprender el brazo.
Eso sí lo recuerdo.
Rey de las fieras,
jauría de flores carnívoras, ramo de tigres
era el amor, según recuerdo.
Recuerdo bien que los perros
se asustaban de verme,
que se erizaban de amor todas las perras
de sólo otear la aureola, oler el brillo de mi amor
—como si lo estuviera viendo—.
Lo recuerdo casi de memoria:
los muebles de madera
florecían al roce de mi mano,
me seguían como falderos
grandes y magros ríos,
y los árboles —aun no siendo frutales—
daban por dentro resentidos frutos amargos.
Recuerdo muy bien todo eso, amada,
ahora que las abejas
se derrumban a mi alrededor
con el buche cargado de excremento.
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4
Que tanto y tanto amor se
pudra, oh dioses;
que se pierda
tanto increíble amor.
Que nada quede, amigos,
de esos mares de amor,
de estas verduras pobres de
las eras
que las vacas devoran
lamiendo el otro lado del
césped,
lanzando a nuestros pastos
las manadas de hidras y
langostas
de sus lenguas calientes.
Como si el verde pasto
celestial,
el mismo océano, salado como
arenque,
hirvieran.
Que tanto y tanto amor
y tanto vuelo entre unos
cuerpos
al abordaje apenas de su
lecho, se desplome.
Que una sola munición de
estaño luminoso,
una bala pequeña,
un perdigón inocuo para un
pato,
derrumbe al mismo tiempo
todas las bandadas
y desgarre el cielo con sus
plumas.
Que el oro mismo estalle sin
motivo.
Que un amor capaz de
convertir al sapo en rosa
se destroce.
Que tanto y tanto, una vez
más, y tanto,
tanto imposible amor
inexpresable,
nos vuelva tontos, monos sin
sentido.
Que tanto amor queme sus
naves
antes de llegar a tierra.
Es esto, dioses, poderosos
amigos, perros,
niños, animales domésticos,
señores,
lo que duele.
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II.
GRANDE ES EL ODIO
1
Grande y
dorado, amigos, es el odio.
Todo lo grande y lo dorado
viene del odio.
El tiempo es odio.
Dicen que
Dios se odiaba en acto,
que se odiaba con fuerza
de los infinitos leones azules
del cosmos;
que se odiaba
para existir.
Nacen del
odio, mundos,
óleos perfectísimos, revoluciones,
tabacos excelentes.
Cuando
alguien sueña que nos odia, apenas,
dentro del sueño de alguien que nos ama,
ya vivimos el odio perfecto.
Nadie
vacila, como en el amor,
a la hora del odio.
El odio
es la sola prueba indudable
de la existencia.
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2
Y el
miedo es una cosa grande como el odio.
El miedo hace existir a la tarántula,
la vuelve cosa digna de respeto,
la embellece en su desgracia,
rasura sus horrores.
Qué sería
de la tarántula, pobre,
flor zoológica y triste,
si no pudiera ser ese tremendo
surtidor de miedo,
ese puño cortado
de un simio negro que enloquece de amor.
La
tarántula, oh Bécquer,
que vive enamorada
de una tensa magnolia.
Dicen que mata a veces,
que descarga sus iras en conejos dormidos.
Es cierto,
pero muerde y descarga sus tinturas internas
contra otro,
porque no alcanza a morder sus propios miembros,
y le parece que el cuerpo del que pasa,
el que amaría si lo supiera,
es el suyo.
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Bellísima
Y si uno de esos ángeles
me estrechara de pronto sobre su corazón,
yo sucumbiría ahogado por su existencia
más poderosa.
Rilke,
de nuevo
Óigame usted, bellísima,
no soporto su amor.
Míreme, observe de qué modo
su amor daña y destruye.
Si fuera usted un poco menos bella,
si tuviera un defecto en algún sitio,
un dedo mutilado y evidente,
alguna cosa ríspida en la voz,
una pequeña cicatriz junto a esos labios
de fruta en movimiento,
una peca en el alma,
una mala pincelada imperceptible
en la sonrisa…
yo podría tolerarla.
Pero su cruel belleza es
implacable,
bellísima;
no hay una fronda de reposo
para su hiriente luz
de estrella en permanente fuga
y desespera comprender
que aún la mutilación la haría más bella,
como a ciertas estatuas.
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Poema
Todo poema
es su propio borrador.
El poema es sólo un gesto,
un gesto que revela lo que
no alcanza a expresar.
Los poemas
de perfectísima factura,
los más grandes,
son exclusivamente
un manotazo afortunado.
Todo poema es infinito.
Todo poema es el génesis.
Todo poema nuevo
memoriza el futuro.
Todo poema está empezando.
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El gato
Se sabe legendario y mágico
Nos mira siempre como a sus inferiores
desde las grandiosas tinieblas
milenarias
de Keops o de Karnak, donde era venerado
e inmune a toda terrenal ofensa.
Uno puede admirarlo sobre un mueble
mullido
o una consola
sorteando sin romperlos frascos de
cristal
y otros endebles ornamentos y espejos,
avanzando entre ellos como un soplo
de seda y fuego.
O bien, podemos verlo sobre el borde
pétreo
de un muro en el jardín,
ejecutando largos y estremecedores
conciertos de inmovilidad
con estatuarias dotes sobrenaturales.
Se puede uno topar con él en un estante
–a riesgo de un zarpazo–
confundido entre los bibelotes
de armiño o lana,
o acurrucado en la vitrina de un museo
junto al tranquilo cuerpo disecado
de un felino congénere o cómplice
remoto.
En la casa, cuando se halla esculpido
en uno de esos trances de asombrosa
quietud,
suele fijar en nosotros, como un dardo,
su gélida mirada
por un tiempo sólo registrable
con uno de esos artefactos fílmicos
de acción continua
aptos para observar el crecimiento
de una planta o una flor.
Sus fosfóricas pupilas
–eso suele decirse–,
son un túnel de luz hacia el infierno.
Uno siente al verlas de reojo
que si intentara sostener la vista sobre
ellas
durante dos minutos temerarios
podría llevarlo a enloquecer de pronto,
sufrir algún masivo infarto
o derrumbarse, sangrando por los ojos,
al pie de alguna de esas domésticas
deidades.
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Eduardo Lizalde
(México, 1929). Poeta, narrador y ensayista. Estudió Filosofía y música
en la Universidad Nacional Autónoma de México. Es uno de los grandes
exponentes de la poesía mexicana del siglo XX. Actualmente dirige la
Biblioteca Nacional de México. Entre sus libros destacan: La mala
hora en (1956), Cada cosa es Babel
(1966), El tigre en la casa (1970), La zorra enferma
(1974), Caza mayor (1979), Tabernarios y eróticos (1989),
Rosas (1994) y Otros tigres (1995). En 1984 le fue
concedida la beca de la Fundación John Simon Guggenheim. Su obra ha sido
distinguida con importantes galardones como: el
Premio Xavier Villaurrutia en
1969, el Premio Nacional de
Poesía Aguascalientes en 1974, el
Premio Nacional de Lingüística y Literatura en 1988, el
Premio Iberoamericano de Poesía
Ramón López Velarde en 2002, el Premio Internacional de Poesía
Jaime Sabines-Gatien Lapointe, en 2005, el Premio Internacional Alfonso
Reyes en 2011 y el Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca
en 2013.
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© Maria Estela Guedes
estela@triplov.com
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