REVISTA TRIPLOV
de Artes, Religiões e Ciências


nova série | número 49 | dezembro-janeiro | 2014-15

 
 

 

 

PEDRO SEVYLLA DE JUANA

Três poemas longos
e um conto breve

 

 

EDITOR | TRIPLOV

 
ISSN 2182-147X  
Contacto: revista@triplov.com  
Dir. Maria Estela Guedes  
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UM.- Pequeno dilúvio no Brasil

 

Con una pluma de cálamo partido, el hombre

desguarnecido

se defiende, polvo en agua desleído, tinta viscosa

surgida de su frente. 

Es una pluma solamente, y la blanca superficie en flecha, en daga

la convierte; la palabra que perfilo es un ciprés

lanzado contra el cielo para desaguar sus rebosantes recipientes.

 

Recoge rayos el Sol, envaina su soberbia, retrocede

y huye ante ejércitos de nubes

embutidas en armaduras prietas, amazonas sobre

corceles infernales que hostigan una cólera densa. 

Llueve la negrura que tizna el horizonte, los confines

se diluyen en gris oscurecido, se agita el dios de la borrasca

 y parpadea resplandores, visos perversos

que lejanías agigantan, cristales transitados por gotas laterales

en una tarde de verano bien bastarda. 

 

Van siendo las seis y el campamento

-levantado en el seco álveo de un torrente- en círculos

de piedra aviva el fuego, y con la tranquilidad de quien

 ignora los peligros, apura faenas diferidas por el breve asueto

o desata recuerdos de los tiempos idos. 

Planchas de hojalata forman techos y paredes, 

cascotes de algún derribo, tablas rotas, frágil refugio

destinado a expulsar a la intemperie. 

 

El viento lo avisa, un olor a crisantemo marchito

viene del Norte cargado de presagios: se han callado

 los grillos

y los inquietos gorriones revolotean en círculo.  

Presto el altar, la ofrenda desconoce los designios; procesiones

de nubes llegan al lugar de los hechos, siguiendo

el orden inmutable del aviso.  

Las temperaturas elevadas, carentes de paciencia,

perforan la colina de los vientos;

los indómitos valles desdibujados centellean, y desde lo alto

de las nubes altas, ordenadamente se dispone la tragedia. 

 

Descubre el ojo torvo en solitaria cabalgada, el temor oculto

de los campos a las ingratas sementeras; por doquier el mal augurio,

 por doquier la herida abierta, por doquier la muerte presentida,

insospechada y, sin embargo, manifiesta. 

Urgidas galopadas de las piernas, la primera gota inaugura

el desconcierto, cauta avanzadilla de sus compañeras,

las que ocultan el sol agazapadas, esperando instrucciones

 más concretas. 

Son millones,

y una sola es vida en el desierto, añadidura del mar no desbordado;

una gota no es peligro, ni diez juntas,

 ni mil veces un vaso. 

Con cuatro nubes enconadas se forma una tormenta,

tres tormentas caben en un valle, son tres los valles

convergentes, y treinta y seis

las nubes que acumula la gran nube resultante. 

 

Por allá resopla la galerna,

toneladas de agua, millones de metros cúbicos, 

una fortuna si se reparte en el lugar de la carencia: tierra reseca

 y cuarteada, balbuciente agricultura,

fréjoles, tubérculos, hierba agostada y mustia, 

alimento que salva de la muerte salvando de la hambruna.  

Apedrean las nubes con oro la puna y la sabana,

cientos de millones de onzas, pasto para un millón de vacas. 

¡Agua va!, y las treinta y seis nubes, y la nube total,

el universo entero, las líquidas esferas, abren

las compuertas y en menos de una hora

cae con destructor impulso el agua de todos los planetas.

 

Los pies no encuentran suelo,

se disuelve la tierra, todo es líquido, y su fuerza

de arrastre, arrastra rodando y rodando las piedras. 

 

Las ramas se desgajan de los árboles,

se tronchan los tallos de las plantas, el dios de la muerte

exige un centenar de víctimas y el dolor

de las supervivencias desgarradas. 

Hay familias abajo, personas de todas las edades, borbotones

de ternura, animales, enseres, útiles de pesca,

aperos de labranza, amor a la Naturaleza inmensurable.

 

Se vuelve contra el hombre el ajuar diario,

arrasa arrasado y es espada; es martillo, es estaca, es mazo;

es hacha violenta, es hiriente navaja. 

Resisten los valientes derrochado brío, 

agonizan tratando de remediar el abandono,

alentando a los vivos y a los muertos.

 

Huyen los cobardes y se salvan solos. 

 

Trócase la tierra en pegajoso limo, los leños y las piedras

se hacen presa, sujeción de mares bien nutridos;

y en el momento que la fatalidad elige,

suelta el incontenible contenido. 

 

Exaltados relinchos de caballo, de las gargantas

escapan fugitivos;

los bramidos de toro ensangrentado, y los conmovedores

gritos

expresan el abatimiento compartido. 

Es abrumadora la impotencia, y tras el momento eterno

que dura la congoja, ultrajan los heridos

a quien ha dictado la sentencia. 

La muerte forma manojos con los cuerpos:

 manos asidas a los brazos, brazos aferrados

a los cuellos,

cuellos unidos a los labios, y los labios

 mordiendo a la vida el amor enamorado.

 

Troncos abiertos en canal

se hacen cimientos, y soportan el peso de los muros

derribados, de los precipitados techos.  

Las astillas, incisivas como alfanjes,

y los árboles arrancados de cuajo, son armas para el descomunal

gigante que vomita el agua de los siete mares

sobre el insignificante hormiguero humano

acostumbrado al abuso de lo grande. 

 

Cuando el cielo aclara su color y el temporal amaina,

ofreciendo evidencias quedan los despojos: cabezas aplastadas

por piedras inocentes, extremidades presas bajo escombros, 

vientres hinchados sobre desnutridos vientres, cuerpos

oprimidos rebozados en el lodo.

 

El lodo, el lodo, el lodo;

el lodo desprende de su seno improvisado, 

la expectativa de encontrar algún respiro, y el hedor

de los restos putrefactos. 

Los cadáveres preferidos por el agua, 

son arrastrados río abajo, hasta el delta

que acoge en la ensenada, el barro y la madera,

los cantos rodados.  

La tierra amanece devastada: la batalla despareja

-sólo un bando- ha dejado un esplendor corito, cubierto

 por miembros descarnados,

de imposible retorno a los caminos. 

 

En el cauce yermo de las vacías torrenteras, en los meandros

de los ríos secos,  levantan los parias de la tierra, 

sus pobres campamentos,

sus frágiles viviendas. 

 

 

DOIS.- A economia de mercado  

Corteza, manto y núcleo,
traslación y rotación, la Tierra va perfeccionando

su rutina
entre inestables equilibrios y juegos malabares.
Perro atado al árbol, ramal que se enreda y desenreda;
habiendo recorrido en círculo o en elipse
cinco mil millones de años,
no puede impedir nuestro planeta

que a economia de mercado,
eufemismo do dinheiro canibal, soltándolo del amarre

espacial,
lo convierta en marioneta de su dedo,
nuevo centro del girar inacabable.

Con su solo influjo, a economia de mercado originou
a deriva dos continentes;
con su sólo influjo mueve,
a intervalos medidos,
las placas tectónicas; y con su solo influjo
aviva volcanes y seísmos, aparentes catástrofes naturales
que a mesma economia de mercado aproveita para arrancar

uma boa talhada.

En los tiempos de Pangea el Algarbe acariciaba
los cayos de Florida, y el peñón de Ifach penetraba
en las tierras vírgenes de la Guinea africana.

La unión hacía fuertes a los espacios todos,

e a infatigável
economia de mercado, nada podê contra elles
.
Fue entonces cuando,
persiguiendo soluciones, acuñó el dicho:

“separa y vencerás”, obrando en consecuencia.
Empuje, arrastre y obstinación,

fuerzas centrípetas y centrífugas: a enviones

consiguió
separar los territorios hermanados.


Y hay más:

nas noites escuras do trópico,

servindo-se de escravos insatisfeitos, a economia

de mercado arranca el magma del puro núcleo,
y lo lleva a la corteza para venderlo de madrugada
en lonjas clandestinas

subastado al alza.

A economia de mercado tem pressa, e acelera

o passo

do Universo;de modo que cuanto ocurría en milenios
ahora ocurre en décadas.
Se producen así múltiples desequilibrios
que a economia de mercado

assenta a bom preço.

 

Mientras,

lo que ha de morir

muere y alimenta a lo vivo,
a sua vez pasto, sem consciência ou consciente,
da economia de mercado y
de suas malfeitorias,
algunas de dominio público

y otras más, ignoradas
por desconocidas: silencio de muchos.

 

TRÊS.- No princípio foi Valdepero 

Alcancé Valdepero, un puntito en el imposible mapa

del Universo infinito,

cuarenta y tres kilómetros cuadrados

de tierra de labor y pueblo antiguo:

puerta de la muralla medieval, doscientas casas

de piedra, adobe y ladrillo

fuentes de San Pedro y la Atalaya,

iglesia, ermita y castillo.

 

Mi impaciencia nació -mediado marzo de mil

novecientos cuarenta y seis-

un mes antes de lo considerado saludable;

y a punto estuve –hola y adiós-

de morir en ese instante.

 

Aprendí a caminar entre animales de tiro

y aperos de labranza. En simple

precaución quedó el miedo a las llamas

danzarinas del hogar,

caño infernal de la estufa,

horno de Florentín: leña del monte

y pan dorándose, territorio de Canene.

 

Van pasando los años en reata,

atadas las cabezas a las colas;

y mi entrada en la Casa Grande,

cada día se distancia más del ahora.

 

Escalador en la pendiente de la edad

subo aún,

sin saber cuándo haré cumbre.

Quedo a expensas de los aliados fieles

que me impulsan en la conquista de los días:

el deseo de vivir, el optimismo, ese ejercicio metódico y diario,

la recreación imprecisa del pasado y las valiosas

medicinas que el médico considera

imprescindibles:

confianza en la humanidad futura  y amor enamorado.

 

Brisa fresca, ventarrón en ocasiones, vienen

los nietos buscando mi mano

para llevarme a sus nuevos sitios viejos,

cambiarme la forma de mirar la vida y,

algunas veces,

hasta la forma de verla, ilusionándome.

 

Sentados en rueda les cuento Valdepero

y escucho lo que digo

como si fuera uno más de los oyentes.

Vuelvo a ser infante atendiendo en mí a mis abuelos:

fuelle de la fragua, carbones ardientes, hierro al rojo,

yunque soportando martillazos indebidos;

o par de mulas ignorante

de avanzar arando, sembrando, segando, acarreando, trillando,

recogiendo la cosecha; verano ardiente,

avidez del agua en el botijo ya mediado.

 

Valdepero, era, les digo y me digo:

empuje y habilidad: extremidades, torsos,

cuerpo y mente purriendo, mango alargado de la horca,

colocando los brazados de nías en las redes,

varales multiplicadores de la capacidad

del carro.

Era la fuerza de los brazos y la espalda,

subiendo ochenta kilos de trigo a la panera,

sacos de yute, cuatro

cuartos rasos, media carga.

 

Valdepero era, a mis ojos,

la solidez pétrea de los páramos ásperos,

la debilidad caliza de las laderas grises

enfrentada a la impertérrita erosión,

y la parda fertilidad de la tierra llana

cruzada de arroyos.

 

Era Valdepero,

el día a día rutinario y las temidas

irregularidades llegadas de improviso.

El temor agobiante y la esperanza

desdeñada, desdeñosa;

trabajo agotador y el complemento

de la economía: pasar con poco, ajustar

las necesidades a la posibilidad,

huir del despilfarro como de la peste;

aquella peste que diezmaba

la población de los corrales, esparciendo

los cadáveres por el camino de Ices

allá en los molederos: pasto de las aves,

insalubre carroña.

 

Las mulas francesas, los machos

burreños y los asnos: actores secundarios,

compartían cuadra, pesebres contiguos,

paja de trigo y granos de cebada.

El cerdo, trece arrobas de compromiso,

engordaba a ojos vistas con harinas

densas y unos pocos cuidados.

 

Liebres, raposos, pardales, tordos,

pigazos, encinas, chopos, barbechos,

trigales encañados, amapolas, mielgas

matacandiles de flor amarilla,

cielo azul y blanco:

ahí tenéis mi acuarela, digo

a los nietos: mi dibujo grabado al fuego,

al ácido sobre la memoria arrugada.

 

Confites y bautizos, bodas de tres días:

la alegría henchía el pecho en cualquier

ocupación, repitiendo la boca

unas canciones oídas en la radio de válvulas.

El calendario venía salpicado de fiestas:

vírgenes y santos, cofradías, dulzaina,

pasodobles, pasacalles,

meriendas de lechazo, tortas de jerejitos,

Matar la Vieja, celebrando el hecho de

encontrar vivas un año más a las ancianas,

y el tan esperado día de las Rosquillas.

 

Enmudecieron él órgano de la iglesia:

hasta callado, hermoso.

Nos quitaron su música abierta

ladrones anónimos, pesadilla

sufrida en mis noches inquietas.

 

Enseñanza y ejemplo, el bien y el mal

torcían los caprichos y guiaban el paso.

Don Roque Mediavilla, el maestro; y el cura don Jesús

Fernández Pinacho, salieron a despedirme

cuando partía yo hacia el internado,

tres de octubre 1955, de imposible olvido.

Colchón sobre el carro de varas,

portaplumas lleno, cartera de piel, incer-

tidumbre, colegio de la salle, recelo.

Patio, torreón, dormitorio y clases:

allí, tiempo y espacio, empezó mi exilio.

 

Era, en la reiterada evocación, Valdepero

un espacio de infranqueables bordes

un nido protector y protegido

la vida renovándose

en cauces terciados de contingencias.

Era el desarrollo de destrezas humildes:

labrar profundos los barbechos,

sembrar evitando la maleza, roturar

baldíos, comprar tierras, incrementar

las propiedades para hacer de los hijos

nuevos labradores, dependientes,

también, del cielo: agua o sequía,

pedrisco, centellas incendiarias;

y la venta del grano a precio conveniente.

 

Nostalgia de lo captado por los sentidos

alerta: sonidos, colores, olores y sabores,

tactos. Fuerte deseo de llenar el hueco

que me incompleta y mueve a completarme:

mi añoranza es esa aspiración de regresar

a un futuro imposible, y a las vicisitudes

vividas, vívidas, que se sucedieron.

Haciendo recuento, sigo relatando,

las realidades aunadas a las fantasías,

a mis nietos, los cinco que ya tengo:

Judith, Óscar, Sergio

Adriana María y la pequeña

Naia.

 

Atardecer de Viernes Santo, Oficio

de Tinieblas, matracas y carracas.

Dos catervas exaltadas coincidían

en el cruce de la calle Rica con

la calle Mayor.

¿A quién buscáis? gritaba una de ellas,

respondiendo la otra: A Jésus.

¿Qué Jesús? El Nazareno.

¡Dadle fuego! Y un infierno sonoro

de golpazos y desgarros disonantes

inundaba la noche que se iba

adueñando de aleros y ventanas.

 

Junto a los trilleros, que paraban

en casa desde tiempo inmemorial,

personaje admirado fue Julián, el hojalatero:

componedor de sartenes, cazos y cazuelas; estañador

con quien partí, invitado yo, su mendrugo de pan

y su sardina arenque.

 

Buhoneros, gitanos, quincalleros,

carros de toldo, mulas secas: trotamundos

en mil rutas repetidas.

Relatos surgidos de su boca que, al entrar

por mis oídos, poblaban la cabeza

e inquietaban la mente alumbrando

la imaginación despierta.

Uno de los vales de pan -tahona de Diocle-

para que comieran, tomaba yo de la caja

de zapatos donde los guardaban mis padres.

 

Memoria tengo de la señora Meregilda

vecina lejana por vieja, sola y pobre;

alimentada de gallinas muertas y barbojas,

quizá berros. Daba un poco de miedo

a los niños, y algo de pena.

 

Vi bajar de la Montaña, carretera de

Santander, antiguo Camino Real,

tranquilas, imperturbables y flemáticas,

exóticas yuntas de bueyes.

Vi desplegar sus artes en el callejón

de Castaño a copleros,

comediantes y vendedores de cacharros,

que el alguacil anunciaba haciéndolos saber.

Mi exilio se fue configurando

en las distintas andaduras posteriores:

cerca y lejos, imaginarias y reales.

 

Y en mi alejamiento de emigrante,

el inventario de recuerdos,

esmerilado por el olvido,

va acortándose presto un día y otro.

Así que parece lo prudente apuntarlo hoy

mejor que mañana, les digo a mis nietos,

los cinco

que ahora tengo.

 

 

QUATRO.- Esmeralda 

Los caballos llevaban en volandas el carro; las ruedas apenas tocaban el suelo. Para las gentes del camino solo eran una ráfaga de viento. Pero eran dos yeguas alazanas, enganchadas en reata, tirando de un carruaje ligero. Eran, un joven de cabellos largos sobre el pescante, y una mujeruca en el interior, que ya ni miraba el paisaje. Sí, pasaban como una exhalación de vez en cuando, de manera imprevisible.

Cheveaux, vite, vite: decía el muchacho al erguirse mientras chascaba en el aire el látigo.

Paraban al anochecer en espacios utilizados por gitanos y quincalleros: restos de fogatas rodeados de piedras negruzcas, alguna prenda raída, bolsas sin fondo. Mientras preparaba algún alimento, la madre le observaba pasear inquieto repitiendo las frases oídas a diario: estuvieron aquí, ayer se fueron, este pañuelo es el que regalé a Esmeralda cuando nos conocimos.

Amanecía y ya tomaban café acompañado de los cookies guardados en una caja bellamente decorada.

La madre sabía que el hijo, mirando al infinito, iba repitiendo mentalmente tres palabras encadenas: Esmeralda, aimer, route.

Nos vamos -decía el muchacho animoso: llegaremos a Champlate, allí estarán. Cheveaux, vite, vite.

La mujeruca lo oía a diario como si fuera la primera vez. Sin extrañarse de tanta esperanza infundada, quizá, porque ella buscó desesperadamente a su hombre de trinchera en trinchera, sabiendo que había muerto el primer día de batalla, e ignorando aún, que iba a tener una copia viva del amado para continuar buscándolo.

 

  Pedro Sevylla de Juana nasceu em plena agricultura, lá onde se juntam La Tierra de Campos e El Cerrato, Valdepero, província de Palencia, em Espanha; e a economia dos recursos à espera de tempos piores ajustou o seu comportamento. Com a intenção de entender os mistérios da existência, aprendeu a ler aos três anos. Para explicar as suas razões, aos doze se iniciou na escrita. cumpriu já os sessenta e sete, e transita a etapa de maior liberdade e ousadia; obrigam-lhe muito poucas responsabilidades e sujeita temores e esperanças. Viveu em Palencia, Valladolid, Barcelona e Madrid; passando temporadas em Genebra, Estoril, Tanger, Paris e Amsterdã. Publicitário, conferencista, tradutor, articulista, poeta, ensaísta, crítico e narrador; publicou vinte e dois livros e colabora com diversas revistas da Europa e América, tanto em língua espanhola como portuguesa. Trabalhos seus integram seis antologias internacionais. Reside em El Escorial, dedicado por inteiro às suas paixões mais arraigadas: viver, ler e escrever. www.sevylla.com
 

 

© Maria Estela Guedes
estela@triplov.com
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