Y hace ya tiempo, demasiado tiempo que me escapé de la mano que trazaba mi fidelidad a un camino -que creía trazarlo-, y era ella misma un trazo terriblemente grave, asombroso, no menos lúcido que “las atroces divinidades de la tierra” de Gustav Meyrink, un rostro envejecido por el día o la visión del hielo sobre las aguas de Virginia Woolf.
¿Cómo escribe la poiésis su biografía ficcional de eterna desterrada (mascarilla de supliciante) en la cueva? ¿Qué ilusoria fatalidad la lleva a concebir este mundo? Cuando mi mano dibuja la letra está fundando un orbe: se recrea, sólo al principio, la irrevocable voluntad del “es”, la primera pregunta sobre el deseo y su presencia. Después vendrán las aguas, mucho después.
El universo concentrado en el dibujo empieza por acecharnos: es decir el irisado desdoblamiento desde la materia a la materia, errátil, primordialmente ávido por autoconocerse, por desplegar su condición caníbal, hunde sus uñas en la creación del cuerpo.
...Desde la más antigua sumersión, me asombró el hambre de las palabras, ese hambre húmeda, tensionada, ligada a la omnipresencia de la ferocidad. ¿Pero qué idioma, Bizancio, me llevará a concebir la palabra inocente? (Diario, New York, mayo de 1994).
Desde ese mismo instante inaugural, la ficcionalidad de las metamorfosis del mundo abrirá incontables caminos al simulacro de lo irreal. Los griegos hablaban de “tháumata”, los romanos de “mirabilia”. La escritura, entonces como largo laberinto de intensidades, muestra su corazón doble: tiempo y memoria en duelo circular, memoria y tiempo traicionándose insobornablemente hasta el error, hasta la apotesis del error: el crimen.
¿Quién?
¿Quién el errante que salga de mí
cayendo en los barrancos del mundo
aún antes de haber llegado a su casa?
La perdida corona en el parque, la pérdida
haciendo sombra a todo el abandono
en los lagares de abandono antiquísimo
son ahora guijarros de universo. (de “La temida verdad del
hombre músico”).*
En esta creciente sumatoria e implosión de cronologías, ¿quién puede establecer fronteras entre las máscaras del yo personal y las del universo, desdeñando de antemano para este último categorías axiológicas demasiado evidentes? Ni siquiera para el ojo avizor de Berkeley y sus núcleos de conciencia, satisfacen dichos límites. Cito al Borges de “El Aleph”: “...Gradualmente, el enigma concreto que me atareaba me inquietó menos que el enigma genérico de una sentencia escrita por un dios. ¿Qué tipo de sentencia (me pregunté) construirá una mente absoluta? Consideré que aun en los lenguajes humanos no hay proposición que no implique el universo entero; decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la tierra. Consideré que en el lenguaje de un dios toda la palabra enunciaría esa infinita concatenación de los hechos, y no de un modo implícito sino explícito, y no de un modo progresivo sino inmediato (...) Sombras o simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje son las ambiciosas y pobres voces humanas, todo, mundo universo.”
Obolos, jardines, frontispicios,
ángeles de yeso, teorías, planeta oscuro,
cuerpos descompuestos, una flor en Birmania,
la voz del criminal que inventa al hombre
que ha de matar, el mismo dolor de la agonía,
un lenguaje del porvenir prescindiendo de las
/letras,
de los comunes lazos que unen la palabra
/y el objeto,
del impreciso objeto.
No hay ojos de dios en este vasto manicomio.
Mi calavera y yo
recorren los caminos del Gran Basural
que es su memoria.
(de “La sed multiplicada”).*
El nombre, objeto por sí mismo, se dirige hacia lo que es pérdida: su fuerza consiste en su transcurrir, la acción sucede a pesar de las prohibiciones. Alegoría del viaje, milenaria conciencia de la inmolación de otro idioma.
“Huida a lo traslúcido, a toda suciedad de simulacro, como a través de las nervaduras de una gema distinta (siempre distinta), precipitada al infierno del iris. Nos han expulsado tantas veces del castillo, que nadie ya advierte nuestra huida, la furia del guardián, la nostalgia de las goteras en la celda, la lluvia enlodada contra los muros. Y vuelven la humedad, la sangre de la mano asesina, las piedras mojadas. Hay una careta china en el centro de una prisión altísima de ladrillos sin más presencia que la mía, sin más visitante que yo.”
(Diario, Ronda, España, febrero
de 1993).
El intento de regresar a los cuerpos que hemos sido, de invocarlos según nuestras escasas reglas, plantea un irisado tour de force en toda poiésis. No necesariamente como podría creerse, el intento remite a la niñez como paraíso perdido. Siguiendo el alto ejemplo de Eliot, o acaso, ¿por qué no?, de Lewis Carroll, sólo deberíamos concebir la poesía girando desde todas partes, suprimiendo la abstrusa linealidad, hoy en boga más que nunca en este comienzo de siglo. ¿Por qué, entonces, no elaborar una genealogía y una gramática del cuerpo acorde con esta concepción especular?.
Alguna vez emergí de aquel jardín como de un mapa,
un mapa ciego roído por el humo
más exacto que yo (que la decorosa sombra que
/acompaña a la piel)
y la gota de lluvia manchando este desierto.
¿A cuántos pregunté por la piedad,
con todas esas palabras como nervaduras filosas
codiciando del sueño su labor de asesino?
La invitación entró en la sala con su mueca de pavor,
golpeada y despedazada contra los acantilados.
¿Era mi cuerpo el negro sirviente
que en el margen del río lacera su costado?
¿Era mi cuerpo anterior a la palabra?
(de “La herida interminable”).* III
Sierva de los holocaustos,
anfitrión de todos los que pudren el alma,
a qué venís con el legado que encubre tu especie
y la derrumba.
IV
Este es el Paraíso bajo las aguas,
Nicho de Dios.
XVI
Atravesando un país en que es preciso arder.
XVII
Hiperión,
¿no ves ya a tu padre con su gloria de luto?
He salido de nuevo.
XXIII
Me ordenaron un destino: la desmedida muerte.
Pero al hijo -el inmortal- no podía alcanzarlo,
semejante precariedad ya no estaba en sus planes.
Descubrió que la madre y el padre eran uno.
(de “Asesinato de Adán”,
principios de junio de 1993).*
La indeterminación de los límites del cuerpo y del mundo, asidos a un permanente trastrocamiento de valores donde lo fértil y lo débil, lo árido y lo acuoso, lo masculino y lo femenino, lo interno y lo externo, van desdibujándose, en ocasiones fulminándose, hasta constituirse en nuevos valores -nuevos cuerpos extraños-, bajo las aguas. ¿Cómo buscar precisión ante semejantes fantasmagorías? ¿Qué descripción de la realidad de un texto cuando ambos términos son puestos en dudas? ¿Certidumbre de la paradoja? ¿Infierno o paraíso de la paradoja?
Ahora recuerdo al “Solitario” de Valéry y su resistencia ante el mundo: “La realidad es absolutamente incomunicable”. Aquella paradoja llega definitivamente al solipsismo en el ya citado Obispo de Cloyne cuando escribe, casi murmurando, pero por otro camino, “la existencia de Dios es más evidente que la del hombre”, para seguir justificando su espléndida pero terrorífica doctrina.
Al negar la realidad, correlativamente desaparece la concepción occidental del yo individual o subjetivo -ese fetiche, esa superstición que trae aparejada la otra no menos irreal de “personalidad”-, reemplazándola por sucesivos estados de conciencia. De esta manera, y los mencionaré voluntariamente de manera desordenada, esta línea de pensamiento entraría en relación con el budismo zend, Hume, Berkeley, Shopenhauer, acaso parte de la obra de Flaubert, y los nuestros Macedonio Fernández, Borges y Silvina Ocampo.
Leo el entorno, se diría cuidadosamente. “Le Monde” y “El País” abundan en crónicas de sectarios que secuestran a ciento siete niños en Estados Unidos, en “campesinos rurales analfabetos y primitivos” que intentan -pero no consiguen violar a dos adolescentes de Cantabria (...)
Siempre el fuego más oscuro me sedujo. Como la de aquellas que llevaban en su frente el nombre escrito, un misterio: BABILONIA LA GRANDE, LA MADRE DE LAS RAMERAS (Apocalipsis, 17:5).
(Diario, Madrid, “Residencia de Estudiantes”, 4-III-93).
Llévame hasta el polvo
donde las apariencias se pudren al sol de su congoja.
¿Hablas acaso de migajas para anhelar el plato?
(...)
¿Qué tétrica misericordia en el cuerpo invadido?
Pies hambrientos, criatura del sollozo,
están vendiendo mi sangre en los mercados.
Y me preguntan dónde quedo con el rostro de arcángel,
a qué amparo convoco mi largo destierro por Sodoma.
(de “De inaudita revelación”).*
Desde los años treinta, en que la célebre Escuela de Viena estipuló que la filosofía era una especie de la literatura, hasta llegar a Ciorán (“Hubiera querido sembrar la Duda hasta en las entrañas del globo, empapar con ella la materia, hacerla reinar donde el espíritu no penetró jamás, sacudir la quietud de las piedras, introducir en ellas la inseguridad y los defectos del corazón (...) Como los hombres incuban un secreto deseo de repudiarse, hubiera estimulado en todas partes la infidelidad a uno mismo, hundido a la inocencia en el estupor, multiplicado los traidores a sí mismos, impedido a las multitudes acurrucarse en el pudridero de sus certidumbres”), resulta imposible a estas alturas eludir hablar de la ficción del ser o, en todo caso, del “ser -vaciedad”, como advirtió Nietzsche.
Esta parábola de ciegos planea, mucho menos como memoria histórica que como mutación incesante.
Rehén para hurtar al que no soy, no eres, no serás
debajo de mí.
¿Qué jardín del exceso se acomoda en esta piel?
¿Cuántos se pierden?
(...)
Más que un mundo de sobra,
esta Bizancio que se infama en lazareto
y blanca simiente esparcida
y mano con su arcilla quemando al moribundo,
ni siquiera es el débil, ojos agusanados.
(...)
¿Adónde irán esas aguas, las células de mi brazo?
Un páramo no prodiga ebriedad o escalofrío.
Cubre otra almena la herida
de la piedra que fue carne y escándalo.
Siento a Bizancio altivamente
abriéndose a la gloria miserable de los hombres.
Sueño con Bizancio,
prolijo arrabal de un elegido.
(de “Pavesas”).*
Como los emblemas del espejo del arte de los hermetistas o el ligero pez nadando en medio de la luna, cada texto poético inicia un mito y, a la vez, una ucronía. Esta realidad circundante, espesa e inasible, da cuenta de su ausencia-presencia, ya que el poema es también un objeto, una “cosa” artificial alejada de ese mismo estadio real, de la vida. ¿Acaso no fue Oscar Wilde quien acusó a la realidad como perfecta imitadora de la vida, y al sol como envidioso del arte? Marianne Moore y Williams Carlos Williams, estoy seguro, confirmarían la sentencia, agregándole hermosos detalles. San Juan de la Cruz, retomado luego por Cernuda, halla la sintaxis precisa: “Si sólo un pensamiento vale el mundo”.
Siempre sospeché que ciertas mutaciones en literatura no gozan de plena juventud. Sus entrañas crepitan. Empédocles ya sentía ese desdoblamiento: “Yo también fui una vez un muchacho, una muchacha, un pájaro y un pez” (Diels y Krantz, 31 B 117).
(Diario, París, primavera
de 1994).
Apartamos la fogata de las ilusiones, ese rastro de ardor
cayendo a pedazos como el cuerpo de los viejos
en la antesala que ya sabes.
(...)
¿Cómo repetir mi nombre sin llenarme de horror
en esos días?
¿Cuándo acatar el viento que tiraniza los cadáveres?
¿Cómo demorarme en la usura de dar un calco antiguo
del muerto futuro?
Exploro un tiempo del hambre (...)
(de “Llegada de los invitados”).*
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