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Ganando ahora un inmenso navío... "¿Qué podría decir de mí?/¿Qué podría decir en sueños?", escribe en el comienzo de "Los últimos soles". Sí, me dices también que "hay como un resplandor en torno", y es el resplandor arcangélico de quienes aprendieron a despedirse lentamente de este lado, subrepticiamente de sus pasiones, pero también de sus inte mperies. ¿Qué podría decir, ahora, en unas pocas palabras, de este poeta que bajó hasta los agujeros mismos del abismo para descubrir el exacto paraje donde palabra y silencio vertebran el enigma de un mundo visitado hasta la extenuación? |
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Te sospechamos con tu traje de músico buscador del oro elemental de las vigilias en una pocilga del Perú, o bautizando a la Gran Pájara errante que nos cubre de memorias que poseímos y que abandonamos al alba, navegando siempre hacia todos los tiempos de la sangre en el equívoco cuerpo de tu secreta barca fantasma. Te sospechamos cortajeándote los pies y las manos, como los místicos, para librar de obstáculos a esta travesía tan agria, pero ¿por qué no? tan fascinante. Te sospechamos en aquellos convites inhumanos de Ovidio, aquellos festines desnudos donde las madrastras quieren mezclar ponzoñas negras nada más que con sus manos, sólo para nacer como un súcubo. Sólo para nacer. También alucinado en el reclamo de las grandes aguas sanguinolentas de Saigón o de Ispahan, frente a las pampas maldecidas donde no crecen tamariscos ni florecen las anémonas. La pampa, ese otro mar. Esa otra plenitud del abandono. Desde tu nuevo cielo, no cesa la cacería con su legión de huéspedes y gaviotas olorosas brotando de una gota de lluvia, con sus ferias de brujas y cráteres lunares, con "la misma ardiente música del mundo/oída siempre y siempre y siempre". ¿Cómo vive el corazón, el viejo cómplice, en el otro jardín? ¿Cómo se recuerda? Con la más vasta y dulcísima libertad. Porque eso era Enrique, porque eso lo nombraba: libertad de pensamiento hasta cuando el pensamiento se rechaza, libertad de la noche y del grito, libertad pánica, libertad sin vacilaciones, sin servidumbres, libertad pagana que se ofrece al deseo del amor y al amor del deseo en esta casa deslumbrante. Enrique Molina adhirió irisado y fanático a la invitación del viejo León Bloy: "Es necesario ser mendigos en la puerta de los cementerios. Mendigos vestidos de fuego." René Char escribiría, mientras tanto, en la piel del poema: "Lamer su llaga. La llaga del relámpago." Entonces Tántalo, el siempre rey destronado rozando las almendras prohibidas, buscando el agua primigenia, velado, carnal, inmanente. Tántalo goza en su desgracia porque sabe que detrás de las puertas hay otras y otras y otras. El placer erótico del regreso lo pervierte y sobrevive. No vuelve sobre las huellas (tal es el sentido etimológico de "destino"), salvo que el placer lo guíe en semejante itinerario. Desata el feroz parricidio, el urgente, aunque antes ofreciera -en un banquete a los dioses- la carne tibia del cadáver de su hijo Pélope, rey de Frigia. Tampoco habrá nostalgias de paraísos perdidos ni la conciencia de una escala de estorbos en la busca de la Unidad Primordial. Por todo eso, el amor. Por todo eso, los emblemas de la tempestad y su sobreviviente. Escribe en "Parajes desiertos" del libro "Vida esteparia", aún inédito: "...Donde una piedra cae sin fin/En un mundo desierto/Abriendo en otro reino/Los paisajes en marcha de sus brazos/los lugares insólitos donde todo se pierde en una niebla/De lenguaje de naúfragos." El sobreviviente de la pasión fija en su sola eternidad un instante que es, en la memoria librada de apariencias, todos los instantes. Se adueña de las palabras de "Une saison en enfer" (libro que tradujo en colaboración con Oliverio Girondo), y nos pregunta: "¿No tuve yo alguna vez una juventud amable, heroica, fabulosa, como para escribirla en hojas de oro?" Ni remotamente quiero pensar que Enrique, uno de nuestros poetas fundamentales y fundacionales, se haya convertido, como el sujeto de aquel espléndido texto de 1961, en "Hermano, vagabundo, muerto". Hermano, siempre. Vagabundo también, nómade cayendo hacia lo alto. Pero nunca muerto. ¿Acaso -como lo entrevió Macedonio- no es una falacia la muerte? "Estabas vivo entonces sorbiendo el aire a grandes alas/ fuera de los dormitorios sin domicilio ni constancia/ni orden jerárquico ni comunión ni el suave confort/de la castración ni ojos parapetados tras un muro/de ratas en oficinas negras como vísceras." En la "ciudad innominada de un mar distante" (William Morris dixit), Enrique dibuja sus poemas en blanquísimas sábanas tendidas al sol de un mediodía furioso, abisal, como todos los mediodías en esos extremos del planeta. Dibuja alas para descubrir una inmortalidad, la ardiente inmortalidad del amor al poema.
MANUEL LOZANO |
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Esplendor del alarido "He detestado siempre las presentaciones, acaso por lo que tienen de excesivas y frágiles al mismo tiempo, acaso por su fugacidad. Prefiero los retratos, seguramente porque abren otras puertas más exquisitas y más reverberantes. (¿Quién no se fascina aún por los irisados borradores de esa prerrafaelita extraviada en pleno siglo XX, Edith Sitwell? Son retratos que queman en su vuelo. En cuanto a mí mismo y mi obra, sólo diré que soy un filibustero explorando las napas del abismo, los húmedos sueños de la razón en su delirio, los íntimos aserraderos donde los valores se transmutan y rehacen cada vez. Todo es igual a todo menos uno. Cultivo el jardín como recomendaban Voltaire y Anatole France. Y el jardín deja sus sucesivos tatuajes en mi piel, también sus estigmas. Así aprendo a respirar el esplendor del alarido y sus contraluces. Soy un jardinero arañando universo." |
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