MINOR ARIAS UVA
Los monolitos son mapas que brillan
igual que mis manos traslúcidas de estrellas
Minor Arias Uva
Reencuentro
Este rancho Huetar fue abandonado hace siglos.
He llegado a tientas
siguiendo los resplandores de la montaña.
El suelo está apelmazado.
En los bordes, entre el polvo,
observo la piedra triangular.
La conozco,
la tomo con cautela,
aún está cálida.
Giramos en espirales ascendentes,
mis manos languidecen.
Su energía me transforma en aire.
Desde mi fosforescencia,
escucho los cantos,
intuyo los giros de los danzantes,
ciclón de voces y luces.
Somos un anillo de saturno.
Diluido, ondulo en total ingravidez.
La partícula que fue mi punto de partida,
es apenas visible a contraluz.
Escucho el eco del río,
fluyo en la curvatura de sus piedras.
La vieja indígena de pelo blanco
me sostiene la cabeza
y yo sonrío como ahora.
Namasol
Viajamos corriente arriba,
nos escoltan las paredes altas del bosque.
El viejo Silverio no ha pronunciado una sola palabra.
En mi corazón retumba el aullido del congo.
Las cabezas de agua arrastran ceibas y chancos de monte.
Namasol, cerro Santo,
Tome mis tres noches y mis aguaceros,
déjeme entrar en sus laberintos.
He recogido estas piedras,
el viejo dice que son buenas.
Ahora duermo sin ningún pensamiento.
Creo que duermo.
-En ese sonido están todos los conocimientos-.
Arteria ancestral
Las serpientes duermen en la hojarasca,
se percatan de nuestra presencia,
se deslizan sigilosas hacia el barranco.
Una hoja de guarumo vuela
y tapa brevemente el sol.
Hemos llegado al sitio de los entierros.
Entre las raíces de un árbol de baco,
la cúspide de una esfera.
El viejo Lorenzo
saca sus sonajas,
escupe la tierra y canta.
Me embarra los párpados.
Gira la selva fervorosa de sombras.
En el hueco que cavamos
se retuercen las llamas.
Cuando el viejo me da el saquillo con piedras,
son las ocho de la mañana,
son las nueve.
Son las doce de la noche.
El barro filtra la luz.
Oleaje de signos y fronteras,
han llegado los ancestros.
Me lo contó la abuela de dientes amarillos
quien vive sola a orillas del río
Un dragón de dos cabezas salió del mar,
pidió tributo de sangre humana,
arrasó los pueblos y dejó cenizas.
El niño chamán elegido para matarlo,
se alimentó con carne seca,
y con cantos que se guardaron por siglos
en las venas del aire.
Los dragones tienen estrellas en los ojos,
por eso miran profundo
y revientan en magma.
Lo dragones esperan la danza de las hojas.
Conocen el día en que el planeta
será iluminado en su totalidad.
El niño le dibujó con ramas secas la cruz de las cuatro direcciones.
El dragón confundido giró en sus propias espirales.
El niño domador del fuego
lo partió en ocho, lo partió en cuatro,
lo partió definitivamente en dos.
El dragón de ojos múltiples
pudo viajar hacia dos caminos distintos,
y vivió en los fondos marinos
y en la elevación de la cordillera.
Mutación
El rancho es alto
y a fuerza llueve.
Nos estremece la rayería nocturna.
He bebido las sustancias debidas.
Soy el próximo en iniciar la danza.
Escucho mi nombre, lejano, quebradizo.
Soy un jaguar, soy un jaguar, soy un jaguar.
Ojos grandes, patas anchas, piel resistente.
Tengo el rugido del mar.
El tambor guía mis movimientos,
avanzo y crezco, giro y me sostengo
de mis propios reflejos.
Sale el sol,
me observo las plantas de los pies
y las palmas de las manos
quemadas.
-Caminó usted en el fuego con su animal de poder-,
Me dice doña Mauricia.
Desdoblamiento y milagro
Voy corriendo sin zapatos,
entre espinas,
por el fuego.
Sorteando mordeduras de serpiente.
Con este tizón que se apaga a ratos,
cruzo a nado el río amarillo y furioso.
Las luciérnagas
como cuerdas de luz
me van llamando.
Un motivo superior se acelera en mi médula.
He cruzado el Sal Si Puedes de la montaña,
mi miedo es ahora breve capa de ceniza.
En la casa de madera
las candelas extienden
sus hilachas de luz
por entre las rendijas.
El perro café ladra,
mueve la cola entusiasmado.
La partera, tranquila,
está fumando en la puerta.
Me observo ahí,
ensangrentado de amor junto a mi niña madre.
Tengo más para contarle
Nací en los centros caudalosos del bosque,
en la parte alta, donde río no llega en invierno.
Oropéndulas, congos, guacamayas,
chicharras, guacos y grillos,
músicas de sinfonías diversas
En esa paz sostenida
siempre puntilleaba,
como un carbunclo,
el peligro.
Aquella noche,
una serpiente terciopelo se arrodajó a mi lado.
Ese mes cumpliría un año.
En la cama pequeña y baja, de palos redondos,
dos metros envueltos en su quietud
armonizando cuerpo con cuerpo.
Por intuición, mi padre se asomó en la madruga con su canfinera.
Atragantado en su premura,
con el corazón golpeándole la sien,
despertó a mi madre.
Tomó su machete,
y mientras ella le proporcionaba una luz temblorosa,
él dejó cae todo el filo de su miedo sobre el reptil.
Con su mano libre me suspendió bruscamente hacia la vida.
Mi llanto, los gritos de mi madre,
la sangre de la serpiente esparcida como una nebulosa
y papá cortando palmo a palmo,
cada ondulación.
El aguacero furioso también rajaba los pliegues del rancho.
Este es apenas uno de los recuerdos.