Está fuera de toda duda que la nuestra es una época de grandes cambios, de
profundas transformaciones. Los adelantos tecnológicos durante el siglo
pasado fueron asombrosos -o, como diría Ortega y Gasset, estupefacientes-:
pasamos de la luz de gas a las comunicaciones transnacionales, de un modo de
producción artesanal a los inmensos complejos industriales. La
desintegración del átomo y sus múltiples aplicaciones -desde lo bélico a la
medicina-; la invención de nuevos materiales como la fibra óptica; la
reducción en el espacio de almacenamiento de las informaciones que
resultaron chips que contienen millones de datos; la investigación espacial
que permite escudriñar el paso de estrellas muertas hace miles de años; el
desciframiento de la mayoría del genoma humano y las experiencias de
trasplantes de órganos e incorporación de partes metálicas para suplantar
órganos o mejorarlos; el contacto on line entre países muy distantes en la
geografía. la lista de avances cibernéticos queda así sólo esbozada y, con
seguridad, en este mismo instante está siendo aumentada con nuevos y más
complejos y eficaces descubrimientos.
El progreso de la ciencia y técnica es extraordinario, pero ¿qué sucede con
la mente humana, con el corazón? ¿Qué ocurre con sus valores morales, con su
desarrollo interior? Aquí la admiración se vuelve horror: guerras cada vez
mayores, conflictos, masas hambrientas en el mundo entero, revoluciones,
nuevas pestes agregadas a antiguas enfermedades, falta de solidaridad, de
justicia, de humanidad, de amor. Tenemos entonces un universo en profundo
desequilibrio: adelantos que nos instalan cómodamente en este siglo XXI,
acompañados de sentimientos y emociones que nos devuelven a la competencia,
la rapiña, la codicia y el individualismo feroz de los tiempos paleolíticos.
Este mundo asimétrico, fantástico y mortal, ¿qué lugar le reserva a los
seres sensibles, a los creadores, al poeta?
Lejos estamos de la consideración que se dispensaba a los poetas en la
Grecia clásica y mucho más lejos del alto grado espiritual que le reconocían
los druidas. Nuestra cultura los sitúa en un lugar que, en el mejor de los
casos, es el de una figura decorativa y, en el peor, un marginado. Por ello,
la expresión del poeta verdadero será siempre agónica, siempre turbulenta,
al recordar a esa sociedad que lo deja en sus orillas que sus búsquedas son,
en definitiva, las que realmente importan, las que tienen que ver con los
hondones del ser. Este es el caso de Oscar Portela.
Su derrotero comienza con Senderos en el bosque, un poemario publicado en
Buenos Aires en 1977 y continuado después con más de una docena de libros. A
lo largo de todos ellos, se pueden discernir no sólo las distintas etapas de
una búsqueda ontológica sino el trazado de su propia biografía. En una
entrevista que recientemente le realizara el Grupo Némesis, el propio Oscar
dijo que su obra "está atada no a la búsqueda estética sino al modo de
relacionar el interminable duelo de lo vivido." Sin embargo, no se trata de
una biografía anecdótica sino que está llevada en clave de trascendencia, de
sublimación.
En la primera etapa encontramos a un poeta exaltado, embriagado con las
posibilidades de superación humana: en ese momento su cosmovisión se acerca
a la del superhombre de Nietzsche. Las ideas del filósofo alemán, junto con
las de Heidegger, lo nutrirán por largo tiempo y, más tarde, abrevará en
Deleuze, Bataille, Derrida. Vale decir, sus indagaciones se orientan hacia
el lenguaje, el erotismo, el sentido último de la existencia. Este es el
tono que se va a reflejar, entre otros, en Auto de fe o Revocatoria, en Una
ardiente paciencia, en Golpe de gracia.
Claroscuro es, en cierto modo, una suma de toda su trayectoria. Portela lo
definió como "la continuación, la deriva y la sombra de La memoria de
Láquesis." El título mismo nos instala en su atmósfera, una atmósfera
donde fuerzas opuestas luchan sin prevalecer; como en Rembrandt, el gran
maestro holandés, luz y sombra se contrabalancean y sostienen. Una y otra no
tienen otra fuente que el propio existir: de cada ser brota la luz como
relámpago de deseo, como belleza, como proyección de un sentimiento o la
sombra como decrepitud, soledad, desesperación. Cada aspecto contiene a su
opuesto: la sombra puede ser un refugio acogedor y la luz, el sol que
crucifica los sueños y ciega los ojos. La oscuridad puede ser creativa y la
luz, destrucción.
Esa dualidad toma la forma del "yo" y el "otro" en los primeros poemas. El "yo" es aquel que hizo de su "osadía / la escalera que conduce al empíreo".
El "otro" es aquel que tributa a "una sombra", ese otro que, al decir de
Antonio Machado, es "el complementario, / ese que marcha contigo / y suele
ser tu contrario". El yo y su complementario entablan un combate que
adquiere aspectos contrastados: como lucha del bien y el mal, como azul de
la infancia y huevo de la serpiente, como oro del paraíso perdido y detritus
del infierno terrenal. Y, sobre todo, como memoria y olvido, como esfuerzo
por recuperar lo que fue y ya no es. Una y otra vez aparecen las
remembranzas sobre el cuerpo que los años transforman, sobre el amor
extinguido, sobre las cosas que se perdieron. Es el "desierto", un desierto
de pruebas, de tentaciones y también el desierto de la razón librada a sí
misma. La mirada se vuelve entonces al abismo mayor: la muerte. El que "dominó la muerte" ahora clama por la noche, es la noche para ese corazón
colmado de preguntas "que al viento y al sol me había prometido".
Es el claroscuro en que "la sangre coagulada" vuelve a sus orígenes, en que
el poeta solitario espera que la madre regrese "en luminosas mañanas" para
rescatarlo del desierto de la vida desgranada con daños y mermas. ¿Por qué
vivir, por qué luchar? En este punto, Portela entabla un verdadero diálogo
con aquellos que partieron: a ellos les dedica muchos de sus poemas, a ellos
se dirige en sus interrogantes cruciales. "Y esperamos la muerte, / ahora
que dialogamos / asiduamente con la muerte / llevando la corona de los
muertos."
En un tema caro al espíritu medieval, vida y muerte se le revelan como
sueños, como imposturas: "Quédate entre los muertos alma / que muerta estás"
porque somos un "teatro de sombras / del cual estamos hechos, nosotros, /
marionetas, que con la pasión del absoluto jugamos / a desecar el mar".
Movido por la vida, quebrado por las muertes reales y simbólicas, el poeta
busca encontrar el sentido último de sus desvelamientos, de su soledad, de
sus pequeñas dichas, de su desierto. Su instrumento es la palabra y ésta
suele ser moneda falsa, ambiguas denotaciones que flotan sobre hechos
inciertos, que no dicen el nombre verdadero. Aun sabiendo la precariedad de
este refugio, Portela busca en él su morada; allí deja caer sus velos, se
expone, muestra sus llagas, sus vacíos, se despoja de toda máscara que
pudiera tener adherida a su piel, de todo artificio o tatuaje y, al hacerlo,
va encontrando una realidad más firme que la vivida, más fuerte que la
destrucción. Del poso de la duda y la angustia ha surgido el canto que
religa al hombre con los dioses, "el canto humano y celestial, / demoníaco o
santo". En posesión de la palabra salvadora podrá enfrentar la nada y
remontar los tiempos hasta las aguas primordiales, anteriores al caos y la
noche, "las tinieblas más profundas" y el "alba primera"; allí donde
resplandece la belleza de Satán, donde no hay voz ni tiempo, donde se
celebran las nupcias infinitas de los contrarios en la espiral continua de
muertes y vidas.
Dice el poeta en "Bodas de luz": "Un día temprano, súbitamente / florecí con
la luz / ese día la luz nació y se hizo carne, se hizo voz, / se hizo
huella". Las palabras del canto le permiten a Oscar Portela tejer -tejerse-
una nueva piel, una piel donde no se anuló el pasado sino que se ha
convertido en un cuerpo más pleno, un cuerpo que rezuma fe en la conjunción
de sagrado y profano. Un cuerpo de palabras que nos maravilla.
Palabras del artificio para captar la revelación. Lenguaje con acentos de
Rilke o de Novalis pero con el fuego que brota de una percepción única. Por
momentos abrupto, con grietas por donde se deslizan los sentidos y la razón
en un orden rebelde a la lógica, el habla de Oscar Portela nos sacude con la
imprevisible concisión de los poemas zen. Fluido, transparente, cálido, nada
en este lenguaje puede ser alterado sin que se desmorone la estructura que
lo sostiene y que, como en la pintura impresionista, nos conecta con varias
realidades a la vez, con el mundo de los opuestos y con lo invisible que le
da sentido.
Dueño de la palabra que crea, Portela remonta los ríos de la sangre para
cancelarse y "aceptar lo que fue cancelado" si bien tiene la certeza que "el
aliento de lo indecible continúa tras los /cansados pasos" de la sombra que
es, esa sombra que "se consumará" en el nombre del padre. Porque en el
adviento del nuevo nacimiento aprenderá a "transfigurar la muerte. para
mudar el alma / las miradas del alma / y el cuerpo de la vida."
Del mismo modo, como hijo de la tierra que ama, se refiere con dolor, con
pasión al estado en que se encuentra el país; no obstante, su mirada se
carga de esperanza en el llamado admonitor a su patria; "Argentina,¡despierta! / tus raíces aún viven, / no las disperse el viento / ni
diásporas de frío."
Vuelta a los orígenes biológicos en el rescate de las figuras parentales;
vuelta a las raíces que hicieron grande a la patria en el mensaje con que la
exhorta a salir del marasmo que la tiene postrada. En ambos casos, la
memoria como cimiento para la construcción del futuro, pero una memoria
amplia y comprensiva, que perdona sin ceder lugares al olvido. Esa memoria
fuerte es la que queremos para todos. Esa memoria es la que queremos para la
obra de Oscar Portela, nuestro correntino universal.
LEONOR CALVERA |