Me sumergí, dejé flotar mis manos y mis pies. El envase redondo, vacío y amarillo "miel de piu" daba vueltas. Escuché el rugir de los caños de escape, en la rotonda de Punta Iglesias, los desacordes formaban una antimelodía. Todos dormían, todos menos yo, es un decir. En la mesa de luz tenía papel y lapicera. Comencé a escribir ya sin escuchar los ruidos de la calle. El mar estaba cerca sin embargo tampoco lo escuchaba.
Si yo fuera Cortázar escribiría sobre las mancuspias, me encantan las mancuspias. Hoy que estoy con este ánimo rozando casi al vacío ¿Usted no entiende doctor? No entiende que me tomaría un cóctel de estrellas, pero de estrellas en serio, después voy a escribir la receta, la sé de memoria (aquello del espejo en la ventana y atraparlas de a una hasta que se reflejen en un vaso de agua). Esas estrellas que brillan en el cielo, esas de en el campo las espinas y en el medio de mi pecho una patada al vacío, a la nada y a todo.
No se preocupe doctor, hoy no soy ni lycopodium, ni veratrum, ni qué sé yo, sólo que sé que tenía razón, perdón por la cacofonía, André Breton. Sé que sigue vigente para mi aquello del paraguas y de la máquina de coser. Y aunque no lo intenté ni lo busqué cada paso que doy me lleva hacia ahí. Perdón Antonin Artaud, perdón porque te enamoraste de Van Gogh y mandaste a la mierda a Breton y yo vengo a escribirle loas. Y a mí que en una época se me había ocurrido hacer collages de relojes de pie con cabeza de mujer y sillas con alas de pájaro y mujeres con infinitos ojos me ocurren estas cosas tan increíbles que quisiera escribir sobre mancuspias y nada más. Claro que yo no soy Cortázar. Por lo menos si escribiera sobre mancuspias la extrañeza no sería tanta. Porque después de escribir un cuento me siento como si hubiera vomitado un conejito y tengo ganas de pintar el aire con aerosoles rojos, amarillos y azules, sí, como los fauves, perdón Miguel Angel, mi profesor de pintura, tan indignado él y yo que no puedo esfumar, no puedo dar matices, no puedo esfumar, no puedo, no puedo.
Sus dientes eran amarillos del color de la nicotina, y el alquitrán, iba a decir como la publicidad, qué mal nos hace verla y oirla. ¿Una sola? repitió con expresión idiota, qué otra palabra! Sí, le insistí. Y después de entregármela a cambio del dinero no sé por qué tenía dinero en mis bolsillos jamás los llevo en ellos cuando sueño, en realidad tampoco tenía cartera ni nada que pudiera identificarme, me pregunto si realmente estaba ahí, me señaló la puerta de entrada a la sala con un dedo en dirección a ella. El dedo índice era gordo y nudoso y tenía uñas como jamás había visto, uñas de pájaro, rarísimas. Parado en la puerta de entrada estaba un hombre joven de uniforme oscuro, más oscuro que el azul ultramar. Desconfío de los uniformes. No sé quién dijo y lo leí hace poco que "uniforme" quiere decir "una forma". Es decir que los hombres que los usan se agrupan en "una sola forma" ¿pero por qué diablos lo hacen? Y los demás, los que no entran en "una sola forma" de alguna manera temen o si no temen se sienten excluidos de eso, eso que significa el uniforme. En este caso ignoro de qué forma era ese hombre. Quizás jamás lo sepa. El hombre una-sola-forma tenía los ojos cerrados como los ciegos y sonreía con la linterna
en la mano. Cuando estuve a su lado extendió la mano y le entregué la entrada. En realidad ni yo sabía para qué entraría allí. De qué se trataba la película, cómo había llegado hasta ahí. No miré para comprobar mi apariencia y vi que estaba vestida de gris. La sala apenas iluminada rodeaba el escenario semicircular. Sobre el escenario había gente que caminaba y arrastraba con mucho esfuerzo paredes de utilería. ¿No será todo de utilería? Me pregunté. El director, tan bajito él, vestido con jeans, era, no sé quién era, podía ser Dios, el demonio o vaya a saber quién. Tal vez un gran director o un simple director. Perdón por los adjetivos pero durante muchos años donde trabajaba me decían hay que suprimir los adjetivos, suprímalos, suprímalos. Ahora en lugar de decir linda vida digo vida y nada más. Había algunas personas sentadas en las butacas. Muchas mujeres. Y asientos vacíos. El hombre de la entrada, el de los ojos cerrados me indicó que me sentara cerca de la escena. Ahora voy a ver la película pensé y una mujer sentada detrás de mi me contestó aquí no vamos a ver ninguna película. Aquí se hace teatro y tiene que esperar. ¿Qué era lo que tenía que esperar? El desconcierto crecía. Miraba a mi alrededor y solo veía mujeres cuchicheando en grupos de a dos y de a tres. No podía oirlas. Los hombres del escenario iban de un lado al otro con las paredes falsas ¿eran falsas? Y el director, hablaba, gesticulaba, daba órdenes que yo no entendía. Pero el lugar tan extraño había llegado a mí en no sé qué coordenada. Einstein por favor salvame, salvame de estas dimensiones ¿por qué no nos quedamos como antes? ¿por qué tenemos que saber cosas que si nadie las descubre pensamos que no existen? Mejor fingir que no sabemos nada. Enseguida vino el hombre de los ojos cerrados y me exigió con fastidio mi entrada. Está equivocado el asiento me dijo, tiene que correrse a otro lugar e iluminó con la linterna una butaca alejada.. Sin duda era una situación difícil. ¿Por qué habiendo tantos lugares libres me pedía que me corriera? Voy a perder el espectáculo pensaba. Sin embargo el espectáculo no comenzaba. ¿No empieza? Pensé y una mujer de atrás me contestó: --tenga paciencia, ya va a comenzar. Cuando tenía veinte años y quería que el mundo estuviera hecho a mi medida mi padre me dijo con fastidio los jóvenes no saben esperar. Y ahora me pregunto ¿es que había que esperar algo? El director leía ahora unas hojas, supuse que eran libretos y me alegré. Supuse que por fin ocurriría algo. Pero no pude ver lo que sucedía porque otra vez el hombre una-sola-forma me exigió que me corriera. La sala permanecía en penumbras, había un murmullo intenso del que no hubiera podido descifrar una sola palabra y sólo el semicírculo del centro estaba débilmente iluminado por reflectores. Me pregunté si el espectáculo era ése, los hombres arrastrando las paredes, el director que fingía leer. Y tuve la sospecha de que alguien filmaba al público. Como cuando era chica y volvía de la casa de tío Enrique. Entonces creía que todos mis movimientos eran filmados por una cámara secreta y oculta manejada por tío Enrique. Así que debía hacerlo todo en forma estereotipada pero sentía satisfacción en hacerlo así, ya que si jugaba la cámara registraría mi juego, mis gestos y ya no sería tan en vano todo. En aquél tiempo creía también en aquella frase: "nunca seré tan feliz como cuando tenía siete años" inventada por mí a los siete años para hacerme creer a mí misma que era muy feliz. No sé cuánto tiempo habré pasado ahí dentro pero la escena de cambiarme de lugar se habrá repetido innumerables veces. Después de tantos cambios de lugar ocurrió algo que llegó a interesarme. El director hizo una seña con la mano y salieron volando montones de mariposas. La sala se llenó de esos insectos que parecían tan inofensivos. Los espectadores se levantaron casi al mismo tiempo e intentaron salir de la sala. El hombre de la entrada corría con la linterna en la mano. Al salir miré al hombre una-sola-forma y comprobé que sus ojos seguían cerrados. No sé qué sucedió luego con las mariposas. El recuerdo del aleteo me siguió durante varias cuadras. Caminé luego por la zona de facultades. Desde Córdoba y Uriburu hacia Santa Fe. Si bien cuando salí de la sala era de día al llegar ahí el cielo era oscuro y hacía frío. Ignoraba los motivos por los cuales había llegado a ese lugar. En cada bar me detenía y miraba por la ventana hacia adentro. Había muchos libros en los estantes. Qué bien, pensé. Qué bien que hayan instalado bibliotecas en los bares. Cuántos chicos estudiaban ahí adentro. Pero yo no tenía tiempo para entrar. Pregunté la hora. Debía encontrarme con alguien. Pasé dos o tres veces por la confitería "El trébol". ¿Cuántos litros de agua mineral habré tomado ahí antes de las ecografías? El lugar había cambiado. Dentro casi era todo nuevo y no había lugar. Las mesas estaban ocupadas por estudiantes muy jóvenes. Entonces busqué un teléfono público. Sabía que a esa hora, precisamente a esa hora tenía que hacer un llamado. El ruido de la calle era infernal, autos, autos y autos, bocinazos, rugidos de motores. Delante de mí, en la fila para hablar por teléfono había tres personas. Ignoraba a quién tenía que llamar. Pero era un deber, una ley, qué sé yo, una obligación esa de llamar por teléfono. Ignoraba el motivo de mi llamado pero igual esperaba. La situación tan absurda parecía casi natural. Yo la aceptaba. Cuando llegó mi turno recordé algo y me fui. Caminé y caminé por Uriburu. Después me di cuenta que caminaba en círculo, alrededor de la misma manzana. Cuando llegué a casa me dormí enseguida. No sé cuánto habré dormido. Al despertar fui directamente a la puerta de calle y la abrí. Las cabezas de un tigre y un león vivos se asomaban, los cuerpos enormes se ocultaban detrás. La cerré de inmediato, a la puerta, quiero decir. Me senté a meditar si los había imaginado, sentí la extrañeza de haberlos visto. Eran los animales más bonitos que había visto nunca. Tenían un pelaje sedoso, rojizo. No me atrevía a abrir la puerta por temor a que entrasen. Luego sonó el teléfono. Miré el reloj digital. Los puntitos verdes se movían cada vez más de prisa. El teléfono seguía sonando. Cuando por fin pude incorporarme y levantar el tubo una voz preguntó: ¿Arcadia? Tardé en responderle que no, que estaba equivocado. Pensé si las fieras no estarían por ahí sueltas. ¿Arcadia? repitió la voz. Con mi voz seca y recién levantada intentaba decirle que no. Le corté. Estuve dando vueltas durante un rato sin atreverme a abrir la puerta. Ha pasado algún tiempo de esto. No he vuelto a encontrarme con el tigre y el león. Sé que están sueltos en alguna parte.
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