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Foto: Baristo Lorenzo
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VÍCTOR MONTOYA................... |
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Reflexiones de un escritor |
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1. El
autor y la obra |
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El autor es su obra. A través
de ella refleja su vida, lo que piensa y lo que siente. Cada uno de sus
personajes es un fantasma que le brota desde el fondo del alma. El
escritor, además de esconderse detrás de lo que escribe, está diseminado
entre los personajes de su obra; ellos cargan a cuestas los pedacitos
del autor, ellos son los portavoces de su fuero interno y ellos realizan
las aventuras que concibe en la imaginación, aunque ninguno acabe siendo
su retrato más perfecto. Basta leer una obra literaria para identificar
al autor que se refugia detrás de las páginas impresas, pues los
personajes literarios, como las obras de arte, son simples medios que
canalizan los pensamientos y sentimientos de su creador.
La literatura, aun sin llegar
a ser demasiado intimista, está revestida de la personalidad secreta
del autor, quien habla con la voz prestada de sus personajes; de otro
modo, el escritor estaría condenado a sobrevivir con toda la carga
emocional e intelectual que le pesa en la vida y la conciencia. La
literatura, en el fondo, es una suerte de válvula que permite airear los
sueños y las pesadillas.
No es casual que el escritor,
que crea una obra en sus instantes de mayor lucidez intelectual,
obedezca a impulsos interiores y a la necesidad de expresarse mediante
la palabra escrita, pues el mismo hecho de escribir constituye un acto
que se desata desde la intimidad, con la esperanza de hacer ecos en el
pensamiento y el corazón de quienes se identifican —consciente o
inconscientemente— con las sensaciones y experiencias que le transmite
el autor. Además, si la literatura es una forma de conocimiento,
entonces debe tratarse de conocer al autor a través de su obra,
penetrando en sus tinieblas, descubriendo sus sueños y fantasías. Ésta
es la fuerza de la literatura, la fuerza de la ilusión, la fuerza del
sueño. Ya que si el hombre es todavía capaz de alimentar sus ilusiones,
si es todavía capaz de soñar, entonces es un hombre libre. |
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2. Las
preferencias |
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De entrada, y sin perder
fuerza ni autoridad moral, debo manifestar que no creo en los autores
que escriben con trivialidad e indiferencia; por el contrario, prefiero
la literatura que está escrita con pasión y hasta con dramatismo, y
prefiero a los artesanos de la palabra escrita que crean sus obras
impulsados por una necesidad vital; algunas veces, por subvertir el
orden establecido por los poderes de dominación y, otras, porque no les
queda más remedio que escribir para sobrevivir a su propia realidad.
No creo en la literatura por
la literatura, en eso de que es lo mismo escribir sobre el filamento de
un foco que escribir sobre las grandes pasiones humanas. Tampoco creo en
los escritores a sueldo, en quienes se someten a los dictados de una
corriente de moda y actúan como peones de la industria editorial, que
convierte al escritor en un “slogan de marketing” para satisfacer
la demanda de los consumidores y amasar jugosas ganancias a nombre de la
literatura; prefiero a los autores que escriben sobre los temas que les
dicta el corazón y en la literatura de quienes tienen un compromiso con
su realidad y su tiempo. |
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3.
Persecución y censura |
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Sé que la literatura es una
forma artística que puede transgredir las normas establecidas en una
sociedad desigual y competitiva, quizás por eso, las clases dominantes
han intentado reducirla a un mero “estetismo”, pues temen que se
convierta en un instrumento tan reivindicativo como es el púlpito o la
tribuna parlamentaria. De ahí que las instituciones del Estado, casi en
todas las épocas y lugares, han perseguido a los escritores que se han
declarado partidarios de las fuerzas del cambio; sobre ellos se han
dictado censuras y condenas de muerte, aunque la historia ha demostrado
que las grandes creaciones literarias pertenecen, frecuentemente, a los
sujetos que fueron rechazados por su actitud contestataria. No obstante,
las grandes obras de nuestra civilización, que empezaron como obras
marginales o subversivas, se han convertido, con el transcurso del
tiempo, en el vivo testimonio de un pasado oscurantista y retrógrado,
que censuraba la fantasía y la libertad de expresión del artista.
Asimismo, los poderes de
dominación tienden a acallar a los escritores rebeldes y a cuantos se
identifican con la causa de los desposeídos. La prensa burguesa se
empeña, una y otra vez, en desconocer su existencia y en quebrantarles
la cerviz. Los escritores que se niegan a ser escribanos de los dueños
del poder, corren el riesgo de ser silenciados y, en consecuencia,
marginados del debate y de las corrientes avaladas no sólo por las
instituciones culturales, sino también por los regímenes de turno, que
convierten a los escritores en una suerte de lacayos al servicio de sus
intereses, anulando de este modo su independencia de crítica contra
quienes, amparados por la ley del más fuerte y la impunidad, cometen
atropellos de lesa humanidad. |
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4. El
compromiso social |
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Estoy consciente de que la
literatura no cambia el curso de la historia ni la conducta esencial del
ser humano, ya que de poseer esta virtud, el mundo sería un paraíso y el
hombre habría dejado de ser el lobo del hombre. Sin embargo, así la
literatura no tenga el poder de transformar las bases estructurales de
una sociedad decadente ni la conducta —casi siempre— desastrosa de la
gente, al menos nos permite testimoniar las vicisitudes de nuestro medio
y nuestro tiempo.
El escritor, como cualquier
otro ciudadano preocupado por los acontecimientos políticos que sacuden
los cimientos de la sociedad en que vivimos, no está eximido de asumir
un compromiso social, sobre todo, cuando se vive en un mundo de
vertiginosas transformaciones. El escritor no es ajeno a su realidad
desde el instante en que intenta describir o explicar lo que sucede en
su entorno y, por decir de otra manera, desde el instante en que trata
de convertir en palabras todo lo que ve, oye o siente.
El escritor, impulsado por su
gran sensibilidad social, es un individuo capaz de inclinarse
instintivamente hacia las grandes causas humanas y ser consciente de las
injusticias, y por mucho que viva como Don Quijote —el caballero de la
triste figura, el loco soñador que luchaba contra los molinos de viento
en defensa de sus nobles ideales— no abandona sus convicciones de
justicia y libertad: libertad política frente a las tiranías, libertad
de crítica frente al fanatismo de cualquier secta política o religiosa,
libertad moral y exaltación de los derechos del corazón frente a los
prejuicios sociales, sexuales y raciales, libertad de creación frente a
los preceptos esquemáticos del pasado y el presente.
En la actualidad se discute
con calor si es legítimo o no que el artista, como tal, se inhiba de
tomar partido en las contiendas políticas e ideológicas. Los llamados
defensores de “el arte por el arte” se enfrentan a los paladines
del “arte comprometido”, arguyendo que el arte está al margen de
la problemática social, sin considerar que el escritor, aun sin llegar a
ser un personaje importante e influyente en la vida de la sociedad, es
un individuo cuya obra está ligada a una época y a un contexto
determinados. Por eso mismo, no existe escritor que esté enteramente
desvinculado del acontecer sociopolítico de su tiempo y de su medio.
A lo largo del siglo XX han
fracasado varias corrientes ideológicas y alternativas de gobierno.
Empero, no entiendo por qué el fracaso de ciertas ideologías
totalitarias tenga que ser un obstáculo para asumir un compromiso con el
destino de los desposeídos y, en concreto, de los pueblos que requieren
del concurso de quienes se consideran “trabajadores de la cultura”.
En lo que a mí respecta, no
tengo ningún motivo, ni interno ni externo, para renunciar a mis
principios ideológicos ni dejar de sentirme un escritor comprometido con
la causa de los marginados. Yo escucho el eco de mi conciencia y sigo
los pasos de mi corazón, pues a estas alturas de la historia no es lo
mismo ser que no ser. Es decir, prefiero tomar partido por quienes están
abajo y hacer que mi literatura, aun no siendo tan magnífica como la de
Homero, Cervantes o Shakespeare, sea un modesto aporte en el ámbito
social, un modo de comunicar mis pensamientos y sentimientos al mayor
número de lectores. Sé que no es tarea fácil, pero tampoco imposible. |
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5.
Entre la soledad y el romanticismo |
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Creo que desde muy joven me
sentí atraído intuitivamente por la vida de los personajes que son
distintos a los demás. No es extraño que sienta un respeto profundo por
la personalidad de Greta Garbo, quien vivió y murió rodeada por una
aureola de misterio que constituyó la constante de su vida. “La
Divina” nos enseñó que el silencio, a veces, tiene más palabras que
el discurso sobre el silencio; más todavía, siempre me imaginé que los
escritores solitarios son diferentes a los demás, incluso en su forma de
hablar, caminar, sentarse y beberse una copa de trago, ya que tanto el
estilo de sus vidas como sus obras exaltan la soledad y el laberinto sin
salidas, donde habitan los seres destinados a vivir entre las brumas del
olvido, alejados de una sociedad hecha a golpes de espectáculo y
publicidad.
Admiro a los escritores
periféricos que, además de poseer el coraje de quitarse los chalecos de
fuerza que les impone su entorno social, toman el camino de la soledad,
quizás porque les resulta más cómodo o, simple y llanamente, porque
padecen de la “fobia de ágora”, pues incluso al final de sus
vidas deciden enfrentarse a la muerte como caballeros solitarios, y,
aunque algunos de ellos no dejan ni siquiera un testamento para la
posteridad, prefieren que hasta su entierro sea un acto absolutamente
privado, sin discursos ni ceremonias a su memoria.
Cómo no admirar la vida y
obra, entre otros, de Kafka, Joyce, Vallejo, Pessoa, Onetti, Rulfo y
Saenz, si fueron seres que escribían al margen de los dictados
literarios de su época y hasta poseían una personalidad distinta a la de
sus contemporáneos. No cabe duda, eran seres que vivían obsesionados por
el silencio y el olvido; eran tímidos, introvertidos y muy poco dados a
la espectacularidad. Y, sin embargo, nunca los consideré seres “asociales”;
por el contrario, los imaginaba solitarios y solidarios a la vez, ya que
el hecho de llevar una vida retraída y dedicada al quehacer literario no
implica estar incapacitado para interpretar el dilema del hombre
moderno: la elección entre la libertad y la esclavitud, la tristeza y la
alegría, el odio y el amor, el deseo y el deber.
No es casual que, en mis
horas de soledad y silencio, me identifique con el espíritu romántico
del siglo XIX, con esa suerte de tristeza, melancolía, ansiedad y
nostalgia, entre otras cosas, porque no estoy de acuerdo con una
sociedad injusta y competitiva, cuya rigidez y convencionalismos hacen
que resulte, si acaso no imposible, difícil vivir inmerso en ella; mas
no por esto el escritor deja de ser un hombre intrépido cuya vida es,
unas veces, una constante lucha con el mundo que le rodea y, otras, con
la realidad conmovedora de su mundo interior.
En cualquier caso, no tengo
nada que reprocharles ni cuestionarles a los escritores románticos; por
el contrario, admiro su gran desprendimiento de amor y rebeldía, ese
desasosiego constante que expresa la fuerza de su tristeza y su hondo
sentimiento de soledad, como en el caso de Keats, Bécquer y Lord Byron,
éste último, un romántico por excelencia, cuya personalidad rebelde e
impetuosa influyó decisivamente en los escritores modernos; primero,
porque su obra expresa lo que sentía su corazón -casi siempre emocionado
por el soplo del amor- y, segundo, porque su vida era el reflejo de su
forma de combatir contra todo lo que se tiene por verdad inmutable en el
terreno de la creación artística.
Sé de sobra que el
romanticismo es una actitud ante la vida, un modo de ser y de actuar en
la sociedad, no sólo porque este tipo de escritor sea un hombre
solitario y silencioso al que arrastra un destino fatal, sino también
porque en la profundidad de su personalidad, como en el de sus
personajes literarios, se esconde un hombre generoso y tierno, que sueña
en el amor y la libertad, aunque la tristeza y decepción lo llevan a
buscar el aislamiento y la soledad, donde la naturaleza, en el mejor de
los casos, resulta ser su única amiga y confidente. Por eso mismo,
siendo la soledad una de las piedras de toque de esta corriente
literaria, no es raro que el romántico vea reflejada la melancolía de su
espíritu a la hora del ocaso, en la hojarasca del otoño, en la
desolación de la luna y en los cielos constelados de la noche. Ya se
sabe que unos sucumbieron en el campo de batalla, otros en duelo,
algunos se suicidaron y unos pocos enloquecieron. Pero ninguno se
arrepintió de lo que hizo. Cada cual asumió con responsabilidad sus
actos, quizás porque vivían enamorados de la muerte y creían en la paz
de la soledad y los sepulcros. |
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6. La
libertad de creación |
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Rechazo las escuelas
literarias, las reglas a las que debe someterse la obra literaria, y
propugno el vuelo libre de la fantasía, dejando que las ideas se
desplieguen contra toda clase de tiranía personal o literaria; más
todavía, si la crítica del arte y la literatura están sujetas a los
lineamientos trazados por las superestructuras del poder. Ya manifesté
que prefiero a los escritores que escriben a espaldas de las corrientes
literarias de moda y los dictados de una casa editorial. Estoy
convencido de que el verdadero escritor no escribe tanto sobre los temas
que le solicitan, sino sobre los temas que eligen a su escritor. De modo
que todo artesano de la palabra escrita, cuya fantasía no puede estar
sometida a las normas dictadas por las modas literarias, debe darle
rienda suelta a su capacidad creativa, ejerciendo su vocación con
absoluta libertad, lejos de las cadenas políticas o religiosas que
intentan atar sus pensamientos y sentimientos. El escritor, sin obedecer
a normas ajenas a su personalidad, debe escribir a partir de su propia
convicción y cosmovisión, sin que por esto se sienta el ombligo del
mundo.
El escritor es libre de
manipular con los recursos de la imaginación y el lenguaje. En este
contexto, y sin necesidad de cuestionar los postulados del “realismo
social”, es tan literatura lo que hace Uslar Pietri, quien se siente
particularmente atraídos por la figura del dictador, que las novelas del
llamado “realismo mágico” de García Márquez o cualquiera de las
obras experimentales de Julio Cortázar. De ahí que la afirmación de que
un escritor que separa su vida de su obra sea un mal escritor, apenas es
una verdad a medias, pues la literatura es un territorio libre, donde
todos tienen la opción de exponer a los santo-demonios de su
imaginación; eso sí, sin dejar de obedecer los dictados del corazón,
que, al fin y al cabo, es el único juez capaz de decidir lo que está
bien y lo que está mal.
Estoy convencido de que el
verdadero escritor, sin dejar de preocuparse por los problemas que
aquejan a la colectividad, es un ser que habla en primera persona, no
tanto por egocentrismo —o egolatría— como por exponer a trasluz las
razones y sinrazones de su fuero interno, sin que por esto se levanten
barreras entre la expresión íntima del autor y la expresión del
sentimiento colectivo.
Ahora bien, si a esta forma
de escribir se denomina “intimista”, entonces qué se dirá de los
escritores como Dostoievski, Kafka, Proust o Joyce, cuyas obras son
consideradas cumbres en la literatura universal. Pienso, sinceramente,
que sin esa vivencia personal, sin ese testimonio existencial, no
hubiese sido posible la existencia de estos escritores, cuya lucidez
intelectual los llevo a reflejar, mejor que nadie, la realidad
conmovedora de su medio y su tiempo. |
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Víctor Montoya
(La Paz, Bolivia,
1958). Escritor, periodista cultural y pedagogo. Vivió desde su infancia
en las poblaciones mineras de Siglo XX y Llallagua, al norte de la
ciudad de Potosí, donde conoció el sufrimiento humano y
compartió la lucha de los trabajadores del subsuelo.
En 1976, como
consecuencia de sus actividades políticas, fue perseguido, torturado y
encarcelado durante la dictadura militar de Hugo Banzer Suárez. Estando
en el Panóptico Nacional de San Pedro y en la cárcel de mayor seguridad
de Chonchocoro-Viacha, escribió su primer libro de testimonio
Huelga y represión
(1979).
Liberado de la prisión por
una campaña de Amnistía Internacional, llegó exiliado a Suecia en
1977. En Estocolmo, donde fijó su residencia, cursó estudios de
pedagogía en el Instituto Superior de Profesores y ejerció la docencia
durante varios años. Dirigió las revistas literarias PuertAbierta
y Contraluz. Es miembro de la Sociedad de Escritores Suecos y del
PEN-Club Internacional. Dictó conferencias en China, España, Alemania,
Suecia, Francia, México, Venezuela y Estados Unidos. Su obra está
traducida a varios idiomas y tiene cuentos en antologías
internacionales. Escribe en publicaciones de América Latina, Europa y
Estados Unidos.
Entre sus libros, que abarcan
el género de la novela, el cuento, el ensayo y la crónica periodística,
destacan: Días y noches de angustia (1982), Cuentos violentos
(1991), El laberinto del pecado (1993), El eco de la
conciencia (1994), Antología del cuento latinoamericano en Suecia
(1995), Palabra encendida (1996), El niño en el cuento
boliviano (1999), Cuentos de la mina (2000), Entre tumbas
y pesadillas (2002), Fugas y socavones (2002), Literatura
infantil: Lenguaje y fantasía (2003), Poesía boliviana en Suecia
(2005), Retratos (2006) y Cuentos en el exilio (2008). |
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