Una mañana de mayo de 1979, en compañía de el hamaquero, enigmático personaje de la ciudad de Medellín, mezcla curiosa de artesano, estudiante, aventurero, místico, vagabundo, hombre de letras, etcétera; esa clase de personajes que hoy en día sólo encontramos en la provincia apartada de los grandes centros urbanos, emprendí una larga caminata por las afueras de la ciudad en busca de la Amanita muscaria, el hermosísimo hongo púrpura, jaspeado de blanco, que encontrara Alicia en el País de las Maravillas y que siguiendo las singulares instrucciones de la oruga del narguile, producía el efecto extraordinario de aumentar o reducir desproporcionadamente la estatura del que lo comiera en una mínima parte.
Muy pronto nos internamos en un sombreado y profundo bosque de pinos, reserva forestal de alguna compañía maderera de la región, y no tardamos en contemplar, en toda su singular, exótica belleza, al objeto de nuestra búsqueda. Nos hicimos a una buena provisión de él y regresamos a la casa del hamaquero, situada en El Picacho, una de las siete colinas que se levantan alrededor de la ciudad. Ese mismo día al caer la tarde, maceramos una prudente cantidad del hongo alucinógeno y lo bebimos mezclado con leche y panela -a falta de miel de abejas- tal como lo indica cierta receta consignada en Los Vedas para la ingestión del soma, la bebida sagrada de los brahmanes de la india antigua.
Los efectos no tardaron en producirse. El hamaquero sintió el deseo urgente de salir de la habitación en penumbra donde acababamos de tomar el hongo y se dirigió al corredor de la casa campesina. Yo caminé al baño. Me había sentido mareado y pensé que el hongo me haría vomitar pero no fue así. Salí de la casa y me dirigí al sitio donde se encontraba el hamaquero…Tuve entonces conciencia de que escuchaba de manera desacostumbrada y asombrosamente nítida todos los sonidos y las voces que hasta esa altura llegaban de la ciudad, resplandeciendo a la distancia en la falsa pedrería de las primeras luces del anochecer.
- Es como si estuviera allá abajo, en alguna de esas casas lejanas escuchando la conversación de un vecino…Creo que el hongo comienza a hacerme efecto.
– Me dije en voz alta… en un eco de mis propios pensamientos.
Entonces el hamaquero que inicialmente parecía compartir conmigo la misma, insólita experiencia auditiva, comenzó a sentirse mal y doblándose repentinamente en arcadas se deshizo en un mar de vómito…
Por mi parte no tardé en sucumbir a una relampagueante perdida de conciencia. Mi propio yo había de pronto desaparecido. Cuando volví en mí, sentí un pánico inenarrable y comencé a correr alocadamente por la casa buscando agua para empaparme completamente en ella y conseguir, de ese modo, algún dominio sobre la situación, tal como aconsejan hacerlo algunos brujos y chamanes, familiarizados con semejante experiencia. Desafortunadamente en la pileta no quedaba una sola gota de agua. Abrí la llave del grifo: ¡NADA! (en medio de la confusión olvidé que cada noche el hamaquero acostumbraba cerrar la llave del tanque de agua en la parte trasera de la casa). Desesperado volví a la habitación donde habíamos tomado la bebida alucinógena y me tendí sobre la estera, en la oscuridad, resignado tal vez a una muerte segura (El lector no debe olvidar que para el común de la gente la Amanita muscaria comparte la mala fama de aquellos hongos venenosos y de efectos mortales, como sucede con la Amanita phalloides o la Amanita virosa, por ejemplo).
Fue en esa parte donde emprendí el más extraordinario viaje – literalmente un viaje por el otro mundo - del que hubiera tenido noticia con anterioridad. En primer lugar descendí a un pozo profundo (¿la tumba? ¿el sepulcro?)… el peculiar olor de la tierra húmeda me rodeaba por todas partes. Pensé condolido en mi propia muerte. En el miedo y la incertidumbre que sobrecogerían al hamaquero al encontrar mi cadáver la mañana siguiente.
Este pensamiento me impulsó a levantarme haciendo acopio de fuerzas, y me dirigí tambaleando a la habitación vecina donde se hallaba el hamaquero. Lo vi tendido en el piso en un charco de vómito, pero, curiosamente, su estado no me pareció de gravedad. Regresé a mi habitación y a mi vez caí sobre el piso, incapaz de un solo movimiento. Toda mi vida retrocedía como las escenas de una película y comencé a vivir otras vidas inimaginables… Era como si reviviera vidas pasadas o ajenas, como si alguien hubiera enchufado a la pantalla de mi mente el software de cada una de mis células conteniendo toda la información genética y las imágenes vívidas de mis antepasados… Si, viajaba por otras vidas, otros mundos, me encontraba exactamente en el bardo, ese estado que describen con lujo de detalles terribles, las páginas crepusculares del Libro Tibetano de los Muertos.
Esta experiencia del vuelo mágico y la resurrección, indecible en la medida en que las palabras no terminan por perseguirla, acosarla, merodearla como una jauría acezante a su presa fugitiva, la sobrecogedora presa del sinsentido… Es la misma que intenté comunicar – sin lograrlo por supuesto - en un poemita de mi libro El dado virgen… Y la traigo a cuento porque puede inscribirse en un orden de ideas semejantes al que se despliega como un laberinto memorioso en la obra del poeta y escritor inglés Robert Graves. Para la fecha yo conocía su obra cumbre La diosa blanca…donde Edipo vuelve a descifrar los acertijos de la esfinge y Merlín por un momento consigue escapar de la cárcel del poema en el que lo hechizara Viviana…La bruja de la montaña, la diosa blanca, el eterno femenino.
Ya en ese hermoso libro Graves había mostrado claramente el papel esencial que a través de los tiempos jugaron ciertos alucinógenos en los antiguos cultos y religiones de la naturaleza, hasta el punto de identificar – anticipandose al célebre etnomicólogo norteamericano Gordon Wasson, su amigo personal - el enigmático Soma de los Vedas, el Nectar y la Ambrosía de los griegos, el Maná de los hebreos del Sinaí y otros pueblos semitas… bajo la encarnación exótica, edénica del hongo rojo, la amanita matamoscas o falsa oronja, crecida a la sombra de los bosques de abedules y pinos en amplias zonas del globo terrestre…Brebaje que proporcionaba a los brujos y poetas de todos los tiempos la inspiración y la embriaguez del paraíso perdido.
Ahora con la publicación del conjunto de ensayos reunidos bajo el título de Los dos nacimientos de Dionisos ( Seix Barral, Barcelona. España.1980) Robert Graves se constituye sin lugar a dudas, en la brújula que señala para algunos de sus lectores modernos – poetas en tiempos de penuria - la vuelta esperanzada a los orígenes de la poesía, el retorno a la magia y la experiencia visionaria implícitas en el mito poético. Porque contrariamente a lo que suelen pensar algunos diletantes actuales de la poesía, ésta siempre trasciende el juego verbal y entraña – por el contrario - una experiencia extática e intemporal, donde el hombre, el poeta, cesa de sentirse separado del insondable universo que le rodea. Esta gozosa certidumbre es la que trae a nuestros aciagos días Robert Graves…Él retoma el hilo de Ariadna de lo maravilloso para conducirnos de nuevo al corazón laberíntico del mito poético en cuyo ruedo de sangrante arena el minotauro racionalista nos ofrece su fiesta brava, su última tarde de toros, traspasado por la espada amorosa de la poesía.
A partir de entonces el pentagrama y el sello salomónico nos revelan su escondrijo o secreto: la resurrección de la carne y las bodas místicas, en las que toda sabiduría reside en la indulgencia y el ilimitado amor de la mujer. Los hombres aprenden de nuevo las reglas del cortejo amoroso de la danza y el canto de los pájaros. Los derviches giran - a imitación de los astros y planetas - sobre los cuadros blancos y negros de su ajedrez adivinatorio. En la cima del monte Sión, en un ala del templo de Asera, la gran diosa cananea, Salomón compone nuevamente El cantar de los cantares, para nuestros profanos oídos modernos.
El genio arrebata a los poetas a través del techo del mundo, en una quinta dimensión, donde el pasado y el futuro se confunden en el presente, el eterno presente de la inspiración lírica y erótica. Entre tanto, asistimos a las rondas báquicas de Dionisos-Tlaloc: un macho cabrío o un sapo vestido de obispo, como en el sabath de las brujas, que conduce del brazo a las vírgenes locas hasta el círculo mágico del baile y la embriaguez .Tras el ágape del pan y el vino viene luego la ingestión de la carne de Dios celebrada en los misterios Isíacos y Eleusinos y en las cofradías secretas de Mayas y Aztecas. El resultado último de dicho ágape parece ser una prolongada visión del paraíso: Visión o vivencia que prescriben, como promesa a alcanzar, todos los cultos y religiones antiguos.
Difiero, sin embargo, de Robert Graves que insiste en el estado de gracia necesario para merecer el paraíso… ¿Por qué el cielo y no el infierno? Su idea del paraíso me parece en ocasiones contaminada por un vestigio de la ética puritana de su país de origen, ya que olvida que habitualmente sus muchos caminos pasan necesariamente por el infierno o la muerte…Y esta última –hasta nueva orden- continuará siendo el maestro, el gurú de la humanidad. Por supuesto, hablo de la muerte que sirve a la llama de la vida: su inextinguible esplendor.
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