Leonor Mauvecin

ROLANDO REVAGLIATTI
Leonor Mauvecin responde ‘En cuestión: un cuestionario’ de Rolando Revagliatti


“Me gustaría sentarme con Bernardo Soares en un café
de la Rua dos Douradores y conversar”
 


Leonor Mauvecin nació el 8 de diciembre de 1950 en Córdoba (donde reside), capital de la provincia homónima, la Argentina. Es Licenciada en Letras Modernas por la Universidad Nacional de Córdoba (1972). Ha sido Profesora en nivel medio de Lengua y Literatura durante el lapso 1975-2003. Coordinó talleres literarios, cursos de perfeccionamiento docente, ciclos de poesía, etc. Dictó seminarios y conferencias en numerosas instituciones públicas y privadas.

Ensayos de su autoría fueron incorporados a libros y cuadernos y es la responsable de compilaciones de cuentos y poemas. Fue incluida, entre otras, en las siguientes antologías y libros colectivos: “Poesía de Córdoba siglo XX”, “Café de los sueños”, “La tierra del conjuro”, “Heptagonal”, “Mujeres poetas en el país de las nubes”, “Escrituras de mujer”, “Palabras de poeta”, “Antología de la Fundación Argentina para la Poesía”, “Palabras descalzas” y “Luna de pájaros”. Publicó el libro de cuentos “La casa del aire” y los poemarios “La huella de la tarde”, “La piel de la serpiente”, “La caja de madera”, “La casa del amor y de la muerte”, “El libro de Elena” y “Almanaque”.

 


 1: ¿Cuál fue tu primer acto de “creación”, a qué edad, de qué se trataba? 

LM: Empecé a escribir a los ocho años, estimulada, seguramente, por mi padre, un amante de la poesía. Había en casa una gran biblioteca donde se podía encontrar un universo diverso y apasionante. Mi padre era ingeniero, pero tal vez su verdadera vocación era el arte en la arquitectura y la política. Los grandes poetas de su generación inundaban la casa cuando él los recitaba con su hermosa voz y su prodigiosa memoria. Así Almafuerte [Pedro B. Palacios], Leopoldo Lugones, Gabriela Mistral, Arturo Capdevila, Rubén Darío, Joaquín Castellanos, Amado Nervo y su admirada poeta Delmira Agustini era el sabroso alimento que desde muy pequeña recibí a diario.

La biblioteca para mí era el refugio privilegiado de la casa en la montaña en Rio Ceballos, una localidad de nuestra provincia de Córdoba: de allí extraía los libros que leía a horcajadas en uno de los árboles del jardín donde acomodaba unos almohadones marrones del escritorio de mi padre. Mi madre, hija de padre irlandés y madre vasca, aportaba su dosis de fantasía contando historias de duendes y fantasmas.

En fin, mis primeros poemas versaban en especial sobre la naturaleza; el primero, a los ocho años, fue éste:

 

Pajarillo que cantas

que cantas en la ventana.

Pajarillo que cantas al amanecer.

Pajarillo que cantas cuando sale la luna.

Pajarillo que cantas al atardecer.

 

Pajarillo que tu canto se oye

como brisa alegre al nacer el sol

tu canto es precioso

tu canto es la vida en mi corazón.

 

Pero el poema que, creo, fue el primero en acercarme a una poesía algo más profunda fue a los nueve años; lo escribí con motivo de la muerte de mi abuelo, Pedro Mauvecin:

 

Agonía 

Se abre una puerta con un fondo negro.

A lo lejos, se ven otras puertas

se van abriendo una tras otra.

 

Al fin

se ve una gran puerta

que vacila en abrirse.

 

En ese instante, un pájaro blanco llega.

¡Es el símbolo de la vida!

 

Cuando se abre la puerta

desvanecido por un profundo sueño cayó.

 

Y ahora… yo no tengo abuelo. 

   

2: ¿Cómo te llevás con la lluvia y cómo con las tormentas? ¿Cómo con la sangre, con la velocidad, con las contrariedades?

 

LM: La lluvia es una bendición del cielo; amo los árboles y en tiempo de sequía sufro por ellos. Córdoba es una provincia con largos períodos secos, por eso la lluvia es una fiesta.

Las tormentas me hacen sentir parte del gran misterio del universo, el sonido de la naturaleza, azotada por los vientos, me parece una melodía que no sabemos interpretar, pero conmueve. En mi casa de infancia, a la que llamé “Casa del Aire”, así se titula mi libro de cuentos, había un enorme cedro que movido por el viento raspaba las paredes y convertía las habitaciones en una caja de música.

La sangre no me asusta, para mí es el símbolo de la estirpe, del origen. Es esa línea invisible que nos une a aquellos seres que nos engendraron a través del tiempo. Pero también es esa línea invisible que nos une a los seres vivos y nos dice: somos todos iguales, todos merecemos el mismo respeto, porque la sangre “siempre ha sido colorada”.

La velocidad no me gusta; si bien soy una persona de movimientos rápidos y trato de hacer las cosas lo más ligero que puedo, la velocidad me asusta, la relaciono con el accidente en la ruta, la inconsciencia y la falta de consideración.

¿Las contrariedades? Bueno, la vida es una sucesión de circunstancias, ya lo dijo José Ortega y Gasset: en ellas hay de todo, momentos de felicidad y momentos de tristeza. Pero puedo agradecer a la vida que muy pocas, y no graves, contrariedades he sufrido. Debo a mis padres el optimismo y la alegría de vivir. Mi padre recitaba esos versos de Amado Nervo: “¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!”

 

3: “En este rincón” el romántico concepto de la “inspiración”; y “en este otro rincón”, por ejemplo, William Faulkner y su “He oído hablar de ella, pero nunca la he visto.” ¿Tus consideraciones? 

LM: La inspiración. Seguro que como dice Faulkner no la he visto, pero la he sentido. Si bien William Faulkner tiene seis libros de poesía, él era fundamentalmente un narrador y ese tema de la inspiración, como una construcción espiritual, responde más al poeta.

Yo también escribo cuentos y estoy trabajando en una novela, pero me siento más poeta que narradora, y creo que la inspiración llega cuando las palabras me buscan insistentemente y me obligan a atraparlas y volcarlas en la página. Es un acto que surge de las entrañas, que responde a las fibras más íntimas, donde la realidad me atraviesa como un relámpago y arrasa como una tormenta. El pensamiento racional se esconde para dejar libre al subconsciente. Así entiendo yo la escritura poética, es la conmoción extraña y a veces dolorosa de la inspiración.

En cambio, cuando escribo un cuento o trabajo en mi novela, busco datos, sopeso y dejo que mi pensamiento reflexivo actúe con más detalle.

 

4: ¿De qué artistas te atraen más sus avatares que la obra? 

LM: Poco me fijo en las biografías de los autores, me interesan las obras. Es allí donde ellos están verdaderamente. Cuando busco sus datos biográficos es para ubicarlos en la época y poder valorizar aspectos de sus trabajos literarios. Me indignaron siempre los profesores que se ocupaban más de los chismes de la vida de los escritores que de sus obras. Sin embargo, considero importante la fecha de nacimiento, es un dato fundamental para reconocer las circunstancias, como diría Ortega y Gasset, en que ese autor vivió y que seguramente dejaron marcas en sus producciones. Solía decir a mis alumnas que la literatura es como una máquina en el tiempo, que nos permite resucitar las auténticas voces del pasado y del presente, sin intermediarios.

 

5: ¿Lemas, chascarrillos, refranes, proverbios que más veces te hayas escuchado divulgar? 

LM: Lo que siempre repito, o repite mi esposo, quien memoriza ajustadamente algunos versos que recitaba su suegro:

“Nunca hieras, el hombre cuando hiere, tortuoso intento de matar delata.” (de “Melpómene”, de Arturo Capdevila)

 

“Lágrima blanca honor del ser humano/ que se desborda de nuestra alma llena”

“La sangre roja mana del presente/ Y es sólo corporal; la sangre blanca/
De allá del fondo de la vida arranca,/ Y el fondo de la vida es inmortal.”
(de “El temulento”, de Joaquín Castellanos)

 

 6: ¿Qué obras artísticas te han —cabal, inequívocamente— estremecido? ¿Y ante cuáles has quedado, seguís quedando, en estado de perplejidad? 

LM: Entre otras, “Las meninas”, de Diego de Velásquez, esa idea magnífica que constituye una verdadera metalepsis, la obra dentro de la obra. Velásquez se retrata pintando la misma obra que vemos (1656), lo que curiosamente se repite en “Don Quijote de la Mancha”, de Miguel de Cervantes, cuando en el bosque, cerca del Ebro, los duques de Tibaldi reconocen a Quijote y Sancho Panza porque han leído la novela (1615), y en “Hamlet”, de William Shakespeare, se representa la misma pieza teatral dentro de la pieza teatral (1603), autores que no se conocían y crearon en épocas cercanas.

“El jardín de las delicias”, de Jheronimus Bosch (el Bosco), del 1500-1505, pintura que sigue sorprendiendo por la gran creatividad que despliega, por los diferentes significados que muestra, por lo avanzada de esa imaginación. Francisco de Goya, en especial sus Caprichos. René Magritte con su pipa, que no es una pipa; y también su obra “La isla del tesoro”. “La persistencia de la memoria”, de Salvador Dalí. En Arquitectura, la antigua Grecia: el Partenón me emociona hasta las lágrimas. Las antiguas construcciones precolombinas me han dejado perpleja hasta ahora.