La Peste Escarlata, ¿novela futurista?     

 

RICARDO ECHÁVARRI


Ricardo Echávarri (México). Poeta y ensayista. Es autor de Book of Marvels of New World, or Fabulous America, Pleno Margen, México, 2020.  


En 1912, en la London Review, bajo la forma de “folletín”, el público comenzó a leer La Peste Escarlata, novela (post)apocalíptica, que narra una pandemia futurista del siglo XXI, la cual terminaría con casi toda la humanidad, barriendo así con la civilización occidental. El relato de Jack London es en buena medida profético, al señalar que las plagas de origen bacteriológico serán uno de los mayores peligros que tendrá que enfrentar el mundo moderno.

La trama es sencilla, Granser -antiguo profesor de literatura en Berkeley- narra a sus nietos cómo era la vida antes del año 2013, cuando hace su letal aparición la “peste escarlata”. La asimetría narrativa, el juego del “antes” y “después” es deslumbrante: el puerto de San Francisco Xavier antes tenía centenas de miles de habitantes, ahora sólo quedan cuarenta. Casi como una recreación del colorista Champlain, ahora sus escasos sobrevivientes visten pieles de cabra y sus armas han vuelto a ser el arco y la flecha. La sobrepoblación y su variado mosaico se han reducido a unas cuantas bandas urbanas -los Utah, los Carmelitos “de origen mexicano”, los Santa-Rosan-. Bajo el Golden Gate ya no pasa ni un solo barco y hace décadas que los aviones dejaron de cruzar esos claros cielos turquesa.

En su novela London usa las técnicas de anticipación, provenientes de la novela futurista y la Science fiction. El uso magistral de la prolepsis reconstruye, para el lector, desde un futuro-presente hipotético, los últimos cuadros de una modernidad que sucumbe ante una pandemia que, aunque imaginaria, parece ser la cereza negra de las plagas que han mermado, llevándola a un punto casi de exterminio, a la raza humana. London agrega al Libro de la peste una última página, la más dolorosa, la de la “peste escarlata” (ficcional, inspirada en Poe y Hawthorne), ante la cual palidecen las escenas mórbidas vividas durante la peste negra de Marsella, la plaga bubónica de Londres, la fiebre amarilla de China, el cólera de Corea, la gripe de México. Pese a que London escribe en la época post-Louis Pasteur, y el microscopio ha hecho visibles los microbios y la ciencia médica descubre retrovirales y crea vacunas y antídotos, nada parece haber preparado a nuestra cultura para una plaga global:

La peste es escarlata. Toda la cara y el cuerpo se volvían escarlata en una hora…  Desde el momento de los primeros signos, un hombre estaría muerto en una hora. Comenzó una carrera vertiginosa por encontrar un remedio, una cura, una droga, un suero, que matase los gérmenes en el cuerpo y no al cuerpo”.

         Cuando escribe La peste escarlata, Nueva York contaba con una población de 7 millones, California rondaba los 5 millones, Chicago rebasaba los 6 y la Ciudad de México llegaba al medio millón de habitantes. El tráfico, la múltiple interacción social que implica la vida en  urbes sobrepobladas, creaba el medio ideal para que la plaga se propagara, además de hacer inviable el aislamiento y aumentar multiplicándolo el contagio. La plaga, además, era una fuerza amoral, implacable, atacaba a todo mundo por igual, al margen de toda consideración moralista: “Todos morirían de todos modos: los buenos y los malos, los eficientes y los débiles, los que amaban y los que despreciaban vivir”.

Jack London se asemeja a un moderno ecologista que busca una explicación a la proliferación de las plagas. El deshielo del Ártico, animales y vegetales genéticamente modificados, la manipulación de nuevos virus en los laboratorios, el irracional uso bélico de agentes químicos, etc., son signos dispersos que al reunirse prefiguran en el lector un anunciado desastre. La metrópoli, esa invención moderna, símbolo del progreso de cualquier país floreciente, con miles de habitantes emigrados de todo el mundo, emerge como un macroespacio amenazado no sólo por grandes cataclismos naturales, como lo fue el temblor que en 1906 sacudió San Francisco, o por cíclicas guerras, como las que entonces se libraban en China, Rusia o en el país vecino, México, que prefiguraban la inminente I Guerra Mundial… también su ocaso era causado por lo más micro, por invisibles seres bacteriológicos: los “bacillus anthracis, micrococcus, bacterium termo, esquizomicetos y muchos otros microorganismos”, capaces de desatar, desde su aparentemente insignificante minimalismo, su  mortífera fuerza cósmica.

Y es precisamente al narrar este caos que el estilo de London, “pulcro y brillante”, elogiado por Edgar Lee Masters, se torna “blue” (en su acepción de “triste o melancólico”), y un tanto inverosímil, recargado de prolijos y desagradables incidentes; tal vez porque “London nunca tuvo sentido de la proporción”, según notó Ambrose Bierce como defecto estilístico en su prosa, pero que se convierte paradójicamente en acierto para los lectores modernos. Porque ¿cómo se puede relatar una pandemia, y más una de alcances apocalípticos, sin cargar la tinta a sus episodios dramáticos y sin recrear los recursos hiperbólicos de un bíblico San Juan o de un Dante?

El apocalipsis es también semiótico, amenaza con extinguir al propio lenguaje. El viejo Granser parece ser el último hablante de un inglés rico y polisémico -que tendría en Shakespeare o en la biblia del King James, su forma acabada, canónica. Pero los nietos de Granser ahora apenas sí tienen nombres legibles: Ho Mon, Tu Tan, Ja Pen… Su pobreza idiomática sólo ve opacidad en la metáfora, esa cualidad tropoica de la palabra, capaz de rotar sobre sí misma y esparcir en torno connotaciones, polvos de significación. Con un lenguaje empobrecido, preglosolálico –“frases cortas” y “balbuceos o gruñidos”– los últimos habitantes de San Francisco apenas sí pueden comunicarse entre sí; o prefieren el lenguaje literal, monofónico, carente de riqueza polisémica (“¿Por qué dices escarlata? Escarlata no es nada, el rojo es rojo”, dice Hare-Lip). Con Granser (el alter ego de Jack London) moriría no sólo la civilización occidental, sino el propio lenguaje, el vehículo más rico que ésta tenía para darle continuidad a la obra humana y heredar sus saberes a las nuevas generaciones.

Joe Matthews considera que la novela de London, “escrita hace 110 años, se anticipó a lo que estamos viviendo con el COVID-19”. Un cambio cultural y la toma de conciencia moderna de lo que significa una pandemia. Para London, el hombre moderno repite la historia del Gólem, la ciencia y la técnica van detrás de la amenaza bacteriológica. Productos manipulados en su origen, se vuelven una fuerza independiente, amenazadora de la vida misma.

La vacuna, la gran invención del siglo XIX, nos había dado la sensación de ganar la batalla contra los microbios. Louis Pasteur es el campeón de esta medicina profiláctica, aunque no el pionero. El covid-19, sin embargo, nos hace pasar de lo preventivo a lo defensivo. Antes se vacunaba para evitar la pandemia; ahora la pandemia se extiende y la urgencia por encontrar una vacuna se convierte en una carrera contra el tiempo y el exterminio masivo. La peste escarlata, para Jack London, tiene también otro significado simbólico: es el advenimiento de los tiempos oscuros, la señal inequívoca de que ha terminado la civilización y comienza la sobrevivencia.