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Introducción del Símbolo de la Fe: |
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Capítulo III De los fundamentos que los filósofos tuvieron para alcanzar por lumbre natural que hay Dios |
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Cap. III: 2 | |||||||
Mas entre todas ellas es mucho para considerar de la manera que todas, como una música concertada de diversas voces, concuerdan en el servicio del hombre, para quien fueron criadas, sin haber una sola que se exima de su servicio, y que no le acarree algún provecho, y pague algún tributo temporal o espiritual. En lo cual se ha de considerar cómo todas las cosas en este ministerio se ayudan unas a otras, como diversos criados de un señor, que teniendo diferentes oficios, se emplean todos, cada cual de su manera, en el servicio del señor. De lo cual resulta esta armonía del mundo, compuesta de infinita variedad de cosas, reducidas a esta unidad susodicha, que es el servicio del hombre. Pongamos ejemplo comenzando del mismo hombre, el cual, según Aristóteles, es como fin, para cuyo servicio la divina providencia diputó todas las cosas de este mundo inferior. Pues éste primeramente tiene necesidad del servicio de diversos animales para mantenerse de sus carnes, para vestirse y calzarse de sus pieles y lanas, para labrar la tierra, para llevar y traer cargas, y aliviar con esto el trabajo de los hombres. Estos animales tienen necesidad de yerba y pasto para sustentarse. Éste se cría y crece con las lluvias que riegan la tierra; éstas se engendran de los vapores que el sol hace levantar así de la tierra como de la mar. Éstos han menester viento para que los lleven de la mar a la tierra. Los vientos proceden de las exhalaciones de la tierra. Para esto son necesarias las influencias del cielo, y el calor del sol que las saque de ella, y levante a lo alto. El cielo tiene necesidad de la inteligencia que lo mueva, y ésta de la primera causa, que es Dios, para que la conserve y sustente en el oficio que tiene. De esta manera podríamos poner ejemplo en todas las otras cosas criadas, y mostrar cómo se ayudan y sirven unas a otras, y todas finalmente se ordenan y reducen al servicio del hombre, para el cual fueron criadas. Donde es razón de considerar la divina sabiduría en haber ordenado las causas de las cosas de tal manera que unas tengan necesidad del ayuda y ministerio de las otras, y que ninguna por sí sola baste para todo, para que así se quitase a los hombres la ocasión de idolatrar, viendo la necesidad que las más excelentes criaturas tienen del ministerio y uso de las otras. Porque el sol es el que entre todas ellas tiene más virtud para la procreación de las cosas, mayormente pues él da luz a todas las estrellas, y con la luz eficacia para sus influencias. Este planeta, con su movimiento propio allegándose y desviándose de nosotros, es causa de los cuatro tiempos del año, que son invierno, verano, estío y otoño, que son necesarios para la producción de las cosas. Mas él mismo, para causar días y noches (que no son para esto menos necesarias) tiene necesidad del movimiento del primer ciclo, que en un día natural hace que el sol dé una vuelta al mundo, y con esto se causa el día y la noche. Asimismo los otros planetas y estrellas, según los diversos aspectos que tienen entre sí y con el sol, son causa de diversos efectos acá en la tierra, como son lluvias, serenidad, vientos, frío y calor, y cosas semejantes. Esta cadena o, si se puede decir, esta danza tan ordenada de las criaturas, y como música de diversas voces, convenció a Averroes para creer que no había más que un solo Dios. Porque no se pueden reducir a un fin con una orden cosas tan diversas, si no hubiese uno que sea como maestro de capilla, que las reduzca a esta unidad y consonancia. Mas si fuesen dos o muchos dioses diferentes entre sí, y no fuesen conformes ni sujetos uno a otro, no se podría causar esta unidad, porque cada uno tiraría por su camino, y unos impedirían a otros, como un navío entre vientos igualmente contrarios, el cual mientras así estuviese, no se movería. Esta hermosísima figura del mundo describe Séneca elegantemente a una noble matrona romana por estas palabras: «Imagina que, al tiempo que naces en este mundo, te declaro la condición de este lugar adonde entras, y te digo: mira que entras en una gran ciudad, que abraza y encierra en sí todas las cosas, gobernadas por leyes eternas. Verás aquí innumerables estrellas, y una sola, que es el sol, el cual hinche con su luz todas las cosas, y con su ordinario movimiento reparte igualmente el espacio de los días y de las noches, y divide en partes iguales los cuatro tiempos del año. Verás aquí cómo la luna recibe del sol, su hermano, la claridad, a veces mayor, a veces menor, según el aspecto y disposición en que lo mira; la cual, unas veces del todo se encubre, y otras, llena la cara de claridad, del todo se descubre, mudándose siempre con sus crecientes y menguantes, y diferenciándose del día que precedió. Verás otras cinco estrellas, que van por diversos caminos, y corren contra el común curso del cielo, de cuyos movimientos proceden las mudanzas y alteraciones de todas las cosas corporales, según fuere favorable o contrario el puesto y aspecto de ellas. Maravillarte has de los nublados oscuros, y de las aguas que caen del cielo, y de los truenos y relámpagos, y de los rayos que caen de través. Y cuando, recreados ya los ojos con la vista de las cosas altas, los inclinares a las tierras, verás otra forma de cosas que te cause nueva admiración. Verás la llanura de los campos tendidos por largos espacios, y los montes que se levantan en lo alto con sus collados cubiertos de nieve, y la caída de los ríos que, nacidos de una fuente, corren de oriente a occidente, y verás las arboledas que en lo alto de sus collados se están meneando, y los grandes bosques con sus animales y cantos de aves que en ellos resuenan. Verás los sitios y asientos de diversas ciudades, y las naciones cercadas y apartadas unas de otras, o con montes altos, o con riberas, o lagos, o valles, o lagunas de agua. Verás las mieses crecidas con labor e industria, y otras plantas que sin ella dan fruto. Verás correr blandamente los ríos entre los prados verdes, y los senos y riberas de la mar que vienen a hacerse puertos seguros, y verás tantas diferencias de islas tendidas por ese mar grande, que causan distinción entre unos mares y otros. Pues, ¿qué diré del resplandor de las perlas preciosas, y del oro que se halla entre las arenas de los arroyos cuando van crecidos, y del mar Océano, que se explaya con gran licencia sobre sus riberas, y con sus tres grandes senos divide la habitación de las gentes? Dentro del cual verás unos pescados de increíble grandeza, otros muy pesados que tienen necesidad de ayuda para moverse, y otros más ligeros que una galera con sus remos, y otros que, siguiendo los navíos, echan de sí una gran espadaña de agua, no sin temor y peligro de los navegantes. Verás navíos que buscan tierras no conocidas, y verás que ninguna cosa quedó por tentar al atrevimiento humano». Hasta aquí son palabras de Séneca. |
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