ANDRÉS GALERA........
Professor. Investigador no Centro de Ciencias Humanas y Sociales, CSIC: Consejo Superior de Investigaciones Cientificas, Madrid.
La revolución biológica*
 
Cuenta el Génesis que Dios creo el cielo y la tierra, iluminó las tinieblas, reunió las aguas separándolas del suelo, llenó el cielo de estrellas, hubo días y noches, pobló el mundo con plantas, animales, el hombre. Tras comprobar que todo estaba en orden, se marchó a descansar. Necesitó un día entero para recuperar las fuerzas: el séptimo. Durante siglos, esta narración ocupó la mente de los sabios occidentales guiados en sus investigaciones por la fe cristiana. Hoy, el sentido común indica que el relato está equivocado, que las cosas no sucedieron como se cuentan. No aludimos al día de descanso, a todas luces insuficiente, lo afirmamos porque es requetesabido que durante las diferentes épocas geológicas la Tierra sirvió de morada a grupos de animales y plantas que desaparecieron radicalmente siendo reemplazados por nuevos seres vivos. En consecuencia, la idílica fotografía de una naturaleza amable, permanente, invariable, reproducida secularmente por el libro sagrado es falsa. Del error no podemos culpar al escribiente, por la sencilla razón de que ignoraba los hechos. Tampoco iremos más allá en esta reflexión preliminar por carecer de ánimo impugnativo, es sólo un referente histórico útil para presentar el concepto de variación cronológica de la vida terrestre como argumento vertebrador del ensayo. Una idea que cambió la imagen del mundo.Hace miles, miles de años, que la humanidad manifiesta una especificidad cultural ajena al resto de los seres vivos diferenciándose singularmente en su evolución. Hasta entonces, ningún colectivo tuvo las entendederas necesarias para trazar su futuro pilotando la nave del saber. El proceso se denomina conocer. Inicialmente, conocer la naturaleza rudimentariamente con la obligación de obtener recursos para sobrevivir; más tarde, conocerla para revelarse, para independizarse del medio, para ser autosuficiente, para convertirse en el pequeño dios anunciado por Pierre Grassé (Toi ce petit dieu, 1971). Observar, comprender, determinar qué objetos la componen, cuáles son sus fenómenos, cómo actúan las leyes que gobiernan el universo, es una tarea inacabable que subyuga la mente del hombre in sécula seculórum. Biológicamente, los científicos aplicaron dos fórmulas magistrales para representar la naturaleza. Antes, el tradicional patrón fijista; un sistema vivo cerrado, permanente, intemporal; la imagen fija de seres que nacen, crecen, se reproducen y mueren recurrentemente. Después, el contemporáneo estándar evolutivo concebido alrededor de un mundo vital mudable, perecedero, multivariable, diferenciado temporal-mente como sumatorio de momentos filogenéticamente imbricados. Aplicar uno u otro modelo depende del sentido dado al proceso de variación cronológica de las especies identificado gracias al rastro dejado como fósiles. Convertidos en piedras, reducidos a despojos óseos, los otrora habitantes del planeta desafían la razón científica. Leonardo da Vinci y Bernard Palissy, por ejemplo, entendieron fácilmente su significado como materia viva, pero faltaban todavía varios siglos para que el manual del geólogo británico Charles Lyell (Elements of Geology, 1838) enseñe a los lectores que tales restos son la marca de animales y plantas sepultados por causas naturales. Hasta 1600 hubo connivencia en considerarlos meros artefactos sin ningún nexo vivo. Entonces los naturalistas abandonan la especulación, despejan las dudas comprobando experimentalmente el valor orgánico de las muestras paleontológicas. En la siguiente centuria el tema dio un giro copernicano admitiéndose la extinción como un fenómeno propio de la vida y, consecuentemente, estas especies conocidas por sus huesos representaban organismos desaparecidos de la faz de la Tierra. La teoría de las especies perdidas abrió una brecha temporal en el sistema natural diferenciándose dos categorías existenciales: el tiempo geológico y el tiempo biológico; lo universal y lo particular. En 1809 el naturalista francés Jean-Baptiste Lamarck puso negro sobre blanco la fórmula evolutiva en una obra de título oscuro e ideas claras: Filosofía zoológica  (Philosophie zoologique). El texto estuvo a un tris de titularse Biología pero Lamarck fue cauto y usó aquel común denominador disfrazando la puesta en escena de tan peculiar manera de pensar en los seres vivos. Sintéticamente, los cambios ambientales inducen cambios morfológicos en los individuos que, de esta forma, se adaptan al medio para sobrevivir. Los descendientes heredan los caracteres adquiridos consolidándose la nueva tipología hasta el siguiente ciclo medioambiental. Era la primera vez que se hablaba competentemente del tema. No será la última. Revisado, corregido, ampliado, el modelo se convertirá en dogma de la moderna biología. «Nothing in biology makes sense except in the light of evolution», es la afortunada frase rubricada por el genetista Theodosius Dobzhansky para proclamar el triunfo de la evolución; por supuesto, en clave darwinista (The American Biology Teacher, 1973). El libro de Lamarck es un tratado materialista sobre la vida animal definida según el duplo criterio de la forma y la función orgánica. El resultado, un innovador planteamiento epistemológico fundado en dos principios generales: · la materia inorgánica como sustrato de la vida generada mediante procesos físico-químicos comunes; ·· el desarrollo transformista de los organismos adaptándose a nuevos ambientes para sobrevivir. Conclusión: la vida es el postulado fundacional de la biología; el individuo la representa tangiblemente; el colectivo llamado especie la perpetúa adecuándose tipológicamente a las condiciones del medio. Argumentos simples para componer una historia vital compleja basada en un fenómeno biológico común a todas sus manifestaciones: la transmutación de los cuerpos. Aunque pocos lo reconozcan, el mérito de Lamarck es múltiple. Tuvo una idea superlativa; fue el fundador de una inteligente manera de interpretar el milagro de la vida; generó un nuevo clima intelectual necesario para convertir en teoría científica un ideal considerado por casi todos como una extravagante ocurrencia rechazable a ojos cerrados.Pasaron cincuenta años. En 1859 Charles Darwin publica On the origin of species by means of natural selection. Un auténtico superventas. Durante cinco décadas el ideario transformista lamarckiano circuló por el mundillo científico transmitiendo el mensaje de un mundo orgánico inestable, inconstante, mutable, que puso de los nervios a más de uno. Esquema rechazado por algunos, ignorado por otros y compartido por los demás; incluido el propio Charles quien, a su pesar, reconoció haber llegado a similares conclusiones sobre la transformación de los seres vivos. Antes y después de editarse el Origen, el debate evolutivo fue plural, crítico, renovador, con dos frentes abiertos. Son, uno relativo a la aceptación de la teoría; y otro relacionado con la causa del cambio morfológico. En la década de los años cincuenta la sustitución cronológica de la fauna y la flora era un reto asumible y asumido. Otra era la duda. Si las especies cambian a lo largo del tiempo, entonces, ¿qué ley regula el reemplazo? Sintonizando con la pregunta, Darwin definió la evolución en los consabidos términos de lucha por la existencia y supervivencia del más apto; proceso competitivo denominado selección natural. La teoría es sobradamente conocida. Ahorremos palabras. Baste decir que la transformación corpórea darwiniana sucede, básicamente, mediante la acumulación de pequeñas modificaciones tipológicas aportadas a la descendencia por los individuos mejor adaptados -sin olvidar la herencia de caracteres adquiridos-. La selección natural es el filtro que fija las variaciones más útiles generación tras generación cual celoso guardián de una naturaleza marcada por el progreso y la perfección; significado direccional que el principio de competencia adaptativa darwiniano adquiere al considerar la serie espacio-temporal de la vida. La propuesta de Darwin no fue la idea de evolución, lo repetimos, sino un mecanismo capaz de explicar razonablemente el proceso. La hipótesis de una selección competitiva propuesta en el Origen es solo una respuesta original, exitosa, al reto lanzado inicialmente por Lamarck: cómo, porqué cambian las especies durante la historia terrestre. Convertida en oportuno resumen de la teoría, el concepto de selección natural simboliza el darwinismo. Reconozcámoslo, la sinopsis es clara, directa, eficaz, explica que los organismos evolucionan sometidos a una lucha feroz resuelta a favor del mejor. Las reglas son sencillas: la adaptación como fenómeno omnipresente; la selección natural como única causa. La reproducción hace el resto. Hechos fáciles de comprender, de asimilar y difundir sin necesidad de ser una lumbrera. Aquí radica el éxito de la teoría, no tanto en su valor científico. Precipitadamente, la historiografía encumbró a Darwin como sumo sacerdote de la evolución. El  relato no es como lo cuentan. Muchos lo creen pero no sucedió así. Darwin no fue ungido por Dios para redactar los mandamientos evolucionistas resumidos en uno: amarás a la selección natural sobre todas las cosas. El ideario neodarwinista no dominó la biología evolutiva hasta las primeras décadas del siglo XX; momento coincidente con el desarrollo de la genética de poblaciones. En los años cuarenta, la hegemonía cristalizó bajo otras siglas: la teoría sintética o síntesis moderna. Un cambio oportuno para consolidar el modelo con los avances provenientes de la genética, la taxonomía, la paleontología. Relegaron la embriología, cuyo guión evolutivo sintoniza mal con la selección natural. Los años setenta suponen un punto de inflexión ideológica; una rebelión contra el estatus establecido. Ponemos como ejemplo el conocidísimo artículo de S. J. Gould y R. Lewontin, «The spandrels of San Marco and the Panglossian paradigm» (Proceedings of the Royal Society, 1979). Texto polémico, contrario al ultraseleccionismo neodarwinista, hipotizando la coparticipación de factores biológicos no utilitaristas en la evolución orgánica. La insurrección continúa. Deconstruyendo el darwinismo están las heterocronías forjadoras de tipos morfológicos conducentes a nuevos planes de organización vital; en versión de Stephen Jay Gould. El modo de evolución creadora, presentado por Pierre Grassé como un sistema de variaciones coordinadas a nivel del plan organizativo de unos individuos en equilibrio homeostático con el medio; relación que determina el patrón de complejidad y diversificación tipológica. La teoría neutralista de la evolución molecular de Motoo Kimura, situando la mutación en un plano secundario como agente renovador del código genético. La evolución direccional ontogénica, articulada por Rosine Chandebois para explicar la estructura pluricelular a partir de niveles de información epigenética. El modelo simbiogénico con el que Lynn Margulis suma unidades simples para reconstruir la compleja célula eucariota. La herencia epigenética empleada por Eva Jablonka para modelar la evolución en clave informativa más allá de la secuencia de genes. La apuesta investigadora realizada por Rudolf Raff interrogándose ¿cómo repercute evolutivamente el plan de desarrollo ontogénico? Es solo un elenco, suficiente para reafirmar el inconformismo de pensar la evolución anclados a la selección natural. El rompecabezas evolutivo está lejos de completarse. Faltan tantas piezas por descubrir; de las conocidas, tantas no sabemos bien dónde encajan y, otras tantas, están mal colocadas. Las dudas son numerosas aunque algo sabemos, la ecuación evolución = darwinismo es incorrecta.  «Evolucionismo frente a creacionismo» fue el lema de la reunión anual que la British Association for the Advancement of Science celebró en Oxford la semana del 30 de junio de 1860. Cuentas las crónicas que ese día la sala de conferencias estaba abarrotada por un público expectante. La sesión no defraudó. Asistía al acto Thomas Huxley, apodado el bulldog de Darwin por su incondicional defensa de la teoría. Le correspondió el turno al obispo Samuel Wilberforce. Una intervención elegante, persuasiva, irónica, atrevida hasta el punto de preguntarle a Huxley si descendía de un mono por parte de su abuelo o de su abuela. Se organizó la marimorena. Paciencia, resolveremos la curiosidad en otra ocasión. Al hilo de la burla clerical, es decir, abandonados por la religión, amparados por la ciencia, sorprendidos, agradablemente o no, por tener un antepasado simiesco, preguntamos: siendo así, ¿qué lugar ocupa el hombre en la naturaleza? Un interrogante tan fácil de plantear como difícil de responder. Ser la especie elegida por Dios para el disfrute de las maravillas terrenales es un estatus idóneo para la humanidad. Acudiendo al creador el hombre huye de lo desconocido, renuncia a una incertidumbre que agudiza su frágil existencia; cede su libertad confiando en que el Señor proveerá cuando las cosas vengan mal dadas. Sin embargo, la evolución es un fenómeno biológico incontrovertible -nuestra incapacidad para explicar taxativamente el proceso no impugna la teoría, evidencia nuestra defectuosa manera de conocer las cosas-, contexto donde el Homo sapiens es solo una entre las numerosas especies de una naturaleza inacabada, infinita; especie singular al representar el colectivo vivo más cualificado, distinguido por su intelecto, capacitado para independizarse del medio alterándolo polivalentemente; circunstancias que lo convierten en un experimento evolutivo excepcional, sin parangón. Que duda cabe, sustituir el vínculo divino por un parentesco antropomorfo no es una permuta agradable aunque sea verdad. Una verdad irremediable, perturbadora, contraria al orden social establecido. Fue durante los últimas décadas de 1800 cuando la teoría de la evolución popularizó su rol social. Lo hizo con su versión más mediática: el darwinismo social. La traslación del pensamiento evolucionista a la sociedad humana repercute a dos niveles. Uno estructural, provocando un encrucijada religiosa; otro ideológico, sumándose al mecanismo sociológico. Sustancialmente, la idea de una naturaleza autosuficiente supone la exclusión del creador, aunque la negación debe matizarse. Mirando atrás, imaginando el origen del universo, el hecho de conocer plantea dos alternativas: asumir el vacío de ignorar la procedencia de la materia cósmica; o atribuir su existencia a un primitivo acto divino, luego la deidad desparece, deviene un espectador silente, contemplativo -fue el supuesto aceptado por Lamarck y Darwin-. La cuestión es de manual. ¿Qué valor tiene un dios inerte? Nulo. Consecuentemente, en ningún caso hay justificación superior para los seres terrenales. Lo confesamos, cobijados en el templo de la ciencia dependemos de nosotros mismos. La evolución refuta la noción de dios. Sin embargo, la moderna sociedad científica mantiene un lugar reservado para lo sobrenatural, conserva el púlpito religioso. ¿Cuál es la causa de tal pervivencia ancestral contraria a la biología evolutiva? La pregunta mueve sesudos análisis sociológicos; aquí trazaremos un sencillo supuesto conceptual. Ciencia y magia –sinónimo para lo prodigioso- son dos maneras de conocer la naturaleza practicadas por el hombre. Aquella, basada en hechos consumados, observados y analizados para desgranar la información, idealiza el triunfo de la razón; persigue el saber absoluto. La otra, gobernada por la creencia, secunda el principio irracional de fantasear la fenomenología mediante un acto de fe; trasciende la consciencia. Cronológicamente, la explicación sobrenatural es el primer paso de la relación del hombre con el entorno; después, lo dijimos, en el devenir evolutivo el conocimiento remplaza a la ignorancia caracterizando a la sociedad humana. Un saber limitado. Pero el hombre aborrece lo desconocido y, buscando remedio a la incertidumbre, reconforta su espíritu rellenando milagrosamente las lagunas que rodean su existencia. Dicha debilidad es el sustrato anímico donde crecen la adivinación, la creencia, el ocultismo, la superstición, prácticas propias del animal irracional que también somos. En el plano ideológico, la teoría de la evolución aporta al pensamiento social dos prototipos disímiles correspondientes a los clichés lamarckiano y darwinista. A quien pregunte por la lógica de esta división le respondemos que la causa radica en la distinta visión comportamental presentada por ambos supuestos. Concretando, según Lamarck, excitados por el medio, los individuos se modifican adaptativamente. Para Darwin, el cambio morfológico gira en torno a la competencia individual. Dos maneras de ser y dos modos de hacer las cosas. Fundamentalmente, utilizando el biologicismo lamarkiano la sociedad deviene una entidad intervencionista con capacidad formadora y correctora en las diferentes esferas de la vida en común. Aplicando los adecuados estímulos socio-ambientales se forma, se guía, se corrige, se sana, el cuerpo, la mente, el espíritu humano, construyendo una sociedad uniforme cuyo lema será mejorar al hombre mejorando el ambiente. Altruismo, cooperación, filantropía, fraternidad, igualdad, integración, solidaridad, son valores en alza, tiene cabida, son concordantes con esta idea de progreso controlado, unidireccional, simétrico, idealista, antítesis de la diferencia. No es necesario ser el primero de la clase para intuir que la selección natural ilumina el darwinismo social regulando la conducta del hombre. Invigilando, la selección formó la sociedad humana desde las primitivas catervas salvajes acumulando variaciones útiles para la especie. The descent of man, and selection in relation to sex es el libro donde Darwin narra la historia; tardíamente, en 1871. Valorado en los términos del animal sexuado que somos, el proceso socio-evolutivo humano requiere una herramienta conceptual complementaria: la selección sexual. El concepto es sutil pero bastará con saber que representa la variante selectiva responsable de controlar aquellos caracteres vinculados con el apareamiento. Condicionado por la selección sexual, el colectivo se estructura siguiendo la división de tareas propias de una unidad familiar. Imaginemos un grupo de cavernícolas vagando por bosques y praderas practicando el conocido juego de la subsistencia. Quién lo duda, al componente femenino no le tocó pensar, se ocupó del cuidado de la prole. La inteligencia, el vigor, lo emplean los hombres buscando alimento, protegiendo a la tropa. La selección perfeccionó tipologías y comportamientos. La tecnología cambio la forma de vivir. A  Darwin no le tembló el pulso al proclamar la inferioridad en femenino, al construir una sociedad masculina sometida a su irrefutable teoría de la evolución. Ayer y hoy, el resultado de considerar la selección natural como ley suprema de la actividad humana es un sistema social jerarquizado, discriminatorio, determinista, individualista, finalista, basado en una competitividad excluyente que persigue la perfección como sinónimo de progreso.Terminamos recordando que la vida sobre el planeta Tierra es un experimento evolutivo con fecha de caducidad. Si no acontece antes, la extinción total ocurrirá cuando las condiciones energéticas del sistema sean insuficientes para mantener el proceso iniciado hace millones de años. Desde aquella lejana fecha, los organismos se multiplicaron prorrumpiendo en una muchedumbre de formas y colores descendientes de una estirpe celular tan simple como complicada. Cada cual tiene su tiempo, ocupó un lugar. Después desaparecer. Otras manifestaciones de la materia viva llenan el hueco. La variación cronológica acontece cerrando el ciclo de las especies. Con el hombre el proceso de hominización ocurrió recientemente, durante la era Cenozoica. Sivaphitecus, Australopithecus, Paranthropus, Homo habilis, Homo erectus, Homo neanderthalensis, son algunos de los ejemplares antropomorfos nacidos en semejante marabunta transformista. A la sombra de la evolución, por azar, inconscientemente, el Homo sapiens deja de ser una mera unidad anatómica convertido en homínido inteligente generador de información; un homínido capacitado para analizar, comprender y actuar. Durante el curso evolutivo la especie se complejiza mentalmente, su relación con el medio desemboca en un perpetuo proceso cognitivo. El legado cultural representa ahora el patrimonio del grupo permitiéndole manipular la naturaleza en función de los avances científicos y del desarrollo tecnológico. La peculiar trayectoria intelectual experimentada por el Homo sapiens en su historia vital ha supuesto una revolución evolutiva (re-evolución) sustentada en dos líneas de actuación universales: la alteración funcional del medioambiente, y la modificación orgánica directa. Practicando tan singular juego de relaciones el fenómeno humano ha impulsado una nueva fórmula evolutiva autoregulada (autoevolución), dirigida a conquistar el mundo. ¿Lo conseguirá o parecerá en el intento?
Richard Goldschmidt
 
Retrato de C. H. Waddington incluido en su libro The scientific attitude
 
Larval Forms Book
 
Laboratorio Morgan
 
Ernst Haeckel
 
 
 
 

Para leer, más o menos. 

Andrés Galera 

«Los guisantes mágicos de Darwin y Mendel», Asclepio, vol. LII, 2 (2000): 213-222. 

«Crear la evolución. El fundamento religioso del origen de las especies», Atalaia-Intermundos, Lisboa, nº 8-9 (2001):141-147 (www.triplov.com/creatio/galera.htm) 

«Modelos evolutivos predarwinistas», Arbor, mayo, nº 677, vol. 178 (2002): 1-16.  

Ciencia a la sombra del Vesuvio. Ensayo sobre el conocimiento de la naturaleza, Madrid, CSIC, 2003. 

«El concepto biológico de naturaleza un instrumento cognitivo», Éndoxa, UNED, vol. 19, (2005): 359-371. 

«La alquimia de la vida. Etienne Geoffroy Saint-Hilaire y el evolucionismo experimental», en Estela Guedes (ed.), Numeros e outras coisas da vida, Lisboa, Apenas livros, 2006, pp. 3-18 (www.triplov.com/coloquio_4/saint_hilaire.htm) 

«El significado religioso de la teoría de la evolución», en Macario Polo (coord.), Religión y ciencia, Cuenca, Universidad Castilla La Mancha, 2007, pp. 111-126.  

«Lamarck y la conservación adaptativa de la vida», Asclepio, vol. LXI, 2 (2009): 129-140. 

«La omnipresente selección natural», Éndoxa, vol. 24 (2010): 47-60. 

«La darwiniana especie Homo sapiens», Antropologia portuguesa, vol. 26-27 (2011): 49-60.

* Una versión precedente apareció en  la revista digital Cuadrivio