El viaje ultramarino a la otredad – la América fabulosa

 

 RICARDO ECHÁVARRI


Prólogo al Libro de las Maravillas del Nuevo Mundo, o América Fabulosa (Imaginería renacentista del Descubrimiento de América), Ricardo Echávarri (ed.), Pleno Margen, México, 2020.


Aunque la historia oficial ha consagrado a Cristóbal Colón como el «descubridor» de América, esto es muy relativo. Es cierto que su viaje inicia la «era moderna colonial», el comercio global y la universalidad del arte y la cultura. Sin embargo, el viaje ultramarino a una Terra Ignota era un ideal milenario, profundamente arraigado en la mentalidad del hombre europeo y hay vestigios de navegación al Nuevo Mundo mucho antes que Colón.

Europa llevaba siglos soñando un mundo desconocido allende los mares. La Atlántida, relatada por Platón, un continente con una civilización avanzada, sumergido en el océano, encendió la imaginación de los atenienses. Esa idea de un Orbis Novus venía desde tiempos remotos. Teopompe mencionaba Méropis, un misterioso continente situado en el extremo occidental. Phyteas de Massalia ubicaba la lejana y gran isla de Thule en los límites del septentrión («un lugar donde jamás se posa el sol de verano»). Célebres mapas como el de Ptolomeo y el de Olaus Magnus aún ilustran esa última isla considerada el borde limítrofe del mundo.

Macrobio, fiel a la idea griega de «armonía y simetría», dibujó un globo del mundo y distribuyó la tierra y los mares en forma cuadrífera («cuatro masas de tierra separadas entre sí”), prefigurando un continente aún por descubrir. Nicetas de Siracusa, quien opinaba que la tierra era redonda, decía que ésta era seguida por otra invisible tierra paralela, el Antichton, que se movía siempre al par y en una órbita común. Pronto ese hemisferio otro fue situado en las Antípodas del mundo y poblado de seres imaginarios: cinocéfalos (hombres con cabeza de perro), blemes (hombres sin cabeza), orejones («una oreja les servía de colchón y la otra de frazada»), monópodos (hombres con un solo pie), gigantes, pigmeos, salvajes y toda una variedad de prodigios antropomorfos. También, un bestiario fantástico con unicornios, garudas, grifos y aún dragones sale de las páginas de las novelas arturianas para poblar ese hemisferio paralelo. En los grandes relatos de viajes al Oriente, popularizados en tiempos de las Cruzadas, cuando Europa vuelve su mirada y ambiciones hacia ese continente, sede de Jerusalén y del rico «país de las especias», Marco Polo en su Il Millione, y Joan de Mandeville, en su Libro de las Maravillas transportan esos extraños seres prodigiosos de las ignotas Etiopías griegas al aún más remoto y poco conocido extremo Oriente.

El viaje ultramarino ofrecía para los navegantes un obstáculo temible: el «Mar Tenebroso». Ignoto y majestuoso, el océano Atlántico por muchos siglos se alzaba como una barrera casi infranqueable. Poblado de columnas y estatuas, como las de Hércules, éstas constantemente alertaban al marino no ir más allá. Aún perduraba entre los marineros la antigua creencia de la Tierra Plana y el peligro de caer en medio de una espesa niebla al vacío cuando los navíos alcanzaran el horizonte era casi una certeza. Strabo consideraba imposible navegar por la zona tórrida, donde la pes de los barcos se derretiría. Pairé menciona montañas de piedra imán, sumergidas, que destartalaban los barcos al pasar por encima de ellas. Geisner pinta en sus mapas carabelas abrazadas por gigantescas serpientes y devoradas por monstruos marinos. Aún en la esfera de Pierre d’Ailly el incierto «Mar Tenebroso» se alza como un enorme espacio terrible y oscuro.

Pese a esos peligros, todos los pueblos navegantes de Europa y el Mediterráneo conservan tradiciones orales (o escritas) sobre viajes ultramarinos. Los fenicios y cartagineses, grandes navegantes, remontaron las corrientes marinas y llegaron, siglos antes que Colón, a las Antillas, como puede verse en antiguos mapas. Los vascos emprendían grandes viajes hacia las frías aguas del septentrión para cazar ballenas. Celtas y vikingos suman en sus relatos folklóricos viajes a remotas islas y tierras occidentales.

La imagen de América comienza a esbozarse con un contorno más claro en un relato irlandés del siglo VI, que contiene el célebre viaje de San Brandán a unas islas míticas, situadas en el extremo occidental: las Hespérides, la Isla de los Pájaros y a una curiosa Isla flotante que los marinos llamaron Borondón. Aún más verosímil y con un enorme valor histórico es el relato contenido en Las Sagas vikingas, que sitúa el primer viaje documentado a América hacia el año 1000, cuando Lief Erikson -el hijo del legendario Erik «El Rojo»- arriba a una tierra continental, a la que nombra Vinlandia (por las uvas silvestres que ahí se daban), en las cercanías o rumbo de Terranova.

Más cercano al viaje colombino, en un mapamundi de 1436, dibujado por André Bianco, figuran las Antillas y Brazil o «Tierra de Papagayos». En otros registros, se menciona el viaje de Diogo de Teive, en 1435, al Labrador y el de Jao Vaz, en 1472, a Terranova. Al parecer los portugueses, que habían perfeccionado la rosa de los vientos y contaban con novedosas velas cuadradas -adelantos tecnológicos debidos a la escuela de Sagres-, durante el siglo XV recorrían habitualmente las costas americanas, solo que lo hacían en secreto, en viajes privados, ya que la ruta a la India, rodeando el cabo de Buena Esperanza, era monopolio de la corona.

Y es precisamente en Madera, a donde Cristóbal Colón llega en 1478, al parecer, cuando descubre entre los archivos de su suegro, Bartolomé Perestrello, experto navegante, unos mapas y cartas de marear, que lo hacen adoptar la opinión del cosmógrafo Torricelli, que «navegando por el Occidente se podría llegar a Cipango y a las ricas tierras del gran Kahn». Con esa certeza y papeles, Colón se pone al servicio de la Corona Española, no tanto para descubrir sino para colonizar y sujetar al dominio español las lejanas regiones occidentales. Colón -como Torricelli- confundió las Antillas con Cipango (el antiguo nombre de Japón) y murió sin jamás saber que en realidad había arribado a un nuevo continente.

América -la nueva Terra Incognita– hizo renacer en la mentalidad europea una serie de mitos en torno a la Otredad, que proyectó en el Nuevo Mundo. Casi todos esos mitos tienen su origen en viejas creencias de la Antigüedad, recogidas por Estrabón, Plinio, Aristóteles y Herodoto; otros se leen en la Biblia, o se descubren en los «bestiarios» y fábulas medievales. Esos mitos fueron revividos y recreados por los conquistadores europeos al entrar en contacto con los hombres y la naturaleza del Nuevo Mundo.

Es en América donde Cristóbal Colón busca y cree encontrar el Paraíso Terrenal. En La Florida, Juan Ponce de León vaga sin hallar su anhelada Fuente de la Juventud (es flechado en una pierna por los indios y, a causa de ello, muere). Pedro de Orsúa navega en unos frágiles navíos por el Amazonas, en compañía de su bellísima mujer, buscando El Dorado; encontró sólo el motín y la muerte. Fray Marcos de Niza cruza las desérticas arenas del noroeste de México para descubrir las doradas 7 Ciudades de Cíbola, las cuales nadie más volvió a ver. En su diario, Nicolás de Cardona anota fugazmente la existencia de la Reina Calafia en lo que creía era la «isla California». Las hermosas mujeres Amazonas fueron objeto de deseo y búsqueda tanto de un poeta, Walter Raleigh, como de un soldado, Hernán Cortés (que creyeron descubrirlas, uno entre la exuberancia del río Marañón, en el sur, otro en la aridez de Ocoroni, al norte del continente). Una enigmática carta de Luis Ramírez, mencionando la existencia de un «Rey blanco», en una tierra riquísima en plata, en las cercanías a los Andes, dio lugar a la búsqueda de urbes legendarias como la Ciudad de los Césares, en Argentina y la Ciudad Romana de Muribeca, en Brasil, que aún en el siglo XVIII eran afanosamente buscadas por tozudos exploradores.

Ellos y muchos otros descubridores tejieron un asombroso relato en torno a la «América Fabulosa». Se trata del primer libro de lo «real maravilloso» escrito en nuestro continente. Es un libro que continúa el gran relato occidental del viaje a la Otredad, justo en el momento en que lo dejan Marco Polo y Mandeville y lo retoma Cristóbal Colón. Su encanto consiste en provocar ese estado de «incertidumbre» o vacilación que envuelve a todo lector que se enfrenta al abismo (casi oceánico) del relato de lo maravilloso, pues nunca sabe si lo que está leyendo en un documento legal, notariado pertenece a la realidad fáctica, a un mundo regido por la lógica y las leyes naturales, o al mundo fabuloso de lo novelesco.

Este Libro de las Maravillas del Nuevo Mundo está narrado casi siempre por la pluma ágil o apresurada del cronista, y ya en los modernos lenguajes europeos, los cuales, gracias a la pluma de un Cervantes, un Shakespeare o un Camões, al poco tiempo se purificarían y convertirían en idiomas nacionales y lenguas literarias.

Hemos intentado recrear, para el lector, este Libro de la América Fabulosa (libro polifónico y, casi diríamos, inagotable), que por primera vez puede leer en conjunto y como un continuum, apegándonos lo más fielmente posible a sus fragmentarias y esporádicas menciones, dispersas en crónicas, cartas, diarios, memoriales, cancioneros etc. Y que dibujan una América donde ficción y realidad se unen en una pura, rara y única entidad alquímica.


Monterrey, Verano 2020