La evolución de los seres vivos es una consecuencia de las interacciones que los individuos de una especie experimentan en un ecosistema, aunque la finalidad de las interacciones no es evolutiva. La evolución sólo es una posibilidad surgida de este vínculo, que se materializa cuando en una comunidad confluyen diferentes factores endógenos y exógenos a los individuos y al grupo. El resultado es la conformación de un colectivo distinto al antecesor. Todo organismo establece en su entorno una relación primaria de carácter nutricional necesaria para sobrevivir. A consecuencia de este fenómeno en cualquier ecosistema se desarrollan secuencias tróficas que obligan a sus miembros a tener, al menos, un conocimiento elemental de su hábitat con el fin de obtener nutrientes. Este estímulo cognoscitivo se produce con independencia del nivel de complejidad estructural alcanzado por el organismo, es automático y necesario para restituir el gasto energético metabólico. El grado y el modo de obtener la información dependen del mecanismo sensorial. Las nuevas especies han diversificado e incrementado su capacidad sensitiva y motora ampliándose sus posibilidades de observar la naturaleza. Suceso que en los estadios evolutivos más complejos es intencionado. Conocer la naturaleza fue determinante en el proceso de hominización, de suerte que los cambios anatómicos emergentes desde el Homo erectus, por ejemplo, hasta la aparición del Homo sapiens sapiens permiten nuevas opciones cognitivas. Desde aquí leer el libro de la naturaleza marca el futuro del hombre prevaleciendo el desarrollo cultural sobre el cambio morfológico. Nuestro actual esquema evolutivo responde, principalmente, a este patrón sociológico y se sustenta en la herencia de conocimientos adquiridos.
Hace millones de años que dialogamos con la naturaleza y para interpretar sus mensajes hemos utilizado el código religioso. Hasta el siglo XIX la Biblia fue la indiscutible guía espiritual y material para generaciones de científicos cristianos. En la cosmogonia del texto sagrado hay dos etapas significativas para la historia de los seres vivos: el paraíso terrenal y el diluvio universal. Acontecimientos que algunos naturalistas identificaron en el tiempo y en el espacio terrestres. Podríamos zanjar radicalmente la cuestión acudiendo a intelectuales como Voltaire. El filósofo rechaza la teología de los fenómenos naturales catalogándolos como milagros y, consecuentemente, alejados de la razón, son admisibles sólo mediante un acto de fe, lo cual, subraya irónicamente, es otro milagro[1]. Conclusión: el conocimiento racional de la naturaleza excluye la religión. La intransigente posición volteriana contrasta con propuesta integradoras como la realizada por Linneo (1707-1778)[2], pertinaz en compaginar ciencia y religión, y lo hace desarrollando un esquema actualista bio-geológico que unifica la historia terrestre y la religiosa como sigue. El botánico sueco localizó el paraíso en la isla de Ceilán, actualmente Sri Lanka (Flora zeylanica, Holmiae, 1747), e imaginó un ingenioso proceso sedimentario de carácter biológico para explicar la emersión del fondo marino adaptado a la formación de restos fósiles. Es su teoría de los sargazos (Systema Naturae, 1748, 6ª edición; Oeconomia Naturae, 1750). El modelo atribuye a estas algas una función estabilizadora, las colonias de sargazos mantienen el mar en calma y favorecen el depósito de barro y cieno, sedimentación de partículas en suspensión, que ocurre en tal circunstancia. A su vez los fondos cenagosos constituirían lechos idóneos para la fosilización preservando los restos orgánicos a medida que el fondo del mar se eleva.
Una vez alcanzado el status de región geográfica el paraíso pierde su valor sobrenatural, se materializa adquiriendo la unidad espacio-temporal terrestre. Existe y se puede visitar en cuerpo y alma, ahora y después. La creación no es una entelequia, tiene unas coordenadas geográficas y representantes animales y vegetales tangibles. Paralelamente la teoría de los sargazos explica un hecho irrefutable. Demostrada la procedencia orgánica de los restos fósiles, su existencia prueba que la tierra estuvo cubierta por el mar y los actuales continentes emergieron del fondo marino. De esta(s) inundación(es) -el diluvio universal según la versión recogida en la Biblia-, la tierra emerge a consecuencia de un proceso sedimentario lento y progresivo, de origen biológico, que condiciona la creación diferenciando dos etapas consecutivas: génesis orgánica y distribución geográfica. Si aceptamos que la conformación orográfica de Tierra es el resultado de un proceso geológico dilatado temporalmente, la hipótesis nos obliga a sostener que la distribución de las especies tuvo que ajustarse a un ritmo similar. La creación deja de ser un acto puntual para convertirse en un proceso cronológico, es hija del tiempo -temporis filia- según la terminología linneana. Para racionalizar la creación Linneo temporaliza el proceso, y la distorsión afecta tanto al reparto como a la génesis de las especies. Franqueada la barrera temporal el modelo creacionista admite un principio de variabilidad cuantitativa que no escapó a su intelecto. Fue en la década de los años sesenta cuando se produce el cambio abandonando el fijismo radical, que históricamente le persigue, en favor de una interpretación acorde con la variabilidad intraespecífica observada[3]. Como afirma Linneo en su Disquisitio de sexu plantarum, <<No se puede dudar que existen nuevas especies producto de la hibridación>>[4]. Él es consciente de las variaciones tipológicas que las formas parentales transmiten a sus descendientes a través de la reproducción, e hijos del tiempo son ahora tanto el suelo como las especies que lo pueblan. La creación es un proceso cronológico también a escala genésica. Originalmente Dios formó una sola especie de cada género, apareciendo las restantes sucesivamente por hibridación de las formas existentes[5]. La restricción del número de especies concuerda con los límites geográficos impuestos al paraíso, imposibilitado para albergar la diversidad especifica cotidiana, y el desarrollo paulatino de la orografía continental. La teoría supone una significativa remodelación del ideario fijista: 1. el género sustituye a la especie como nivel taxonómico invariable; 2. las especies son constantes y cuantitativamente variables. Dios es el artífice del programa y la creación sigue sus pasos[6] pero el hecho ha perdido su cualidad sobrenatural convirtiéndose en un fenómeno actualista, es el resultado de mecanismos biológicos y geológicos análogos a los del presente provocando un incremento cronológico de la biodiversidad mediante la reproducción. Linneo conforma así un modelo de creación variable aplicando un criterio evolutivo básico: la aparición de nuevas especies por hibridación de las formas preexistentes. El esquema implica aceptar la relación genealogica de los seres vivos. Curiosamente, un siglo después Darwin afirmaba[7] que el hibridismo era un obstáculo para la aceptación de la teoría de la evolución pero Mendel resolvió el problema[8].
El diseño orgánico es un argumento habitualmente utilizado por creacionistas y transformistas para justificar sus respectivas tesis sobre el origen de las especies. También en el siglo XX la idea tuvo fortuna, ahora con la fórmula del bricolaje de la evolución. Por ejemplo, François Jacob explica cómo los seres vivos evolucionan modificándose sus órganos durante millones de años igual que un experto en bricolaje construye sus enseres ajustando, retocando, y añadiendo nuevos elementos al modelo original; aunque el proceso no justifica la actuación de ningún hacedor. Otros científicos menos benévolos aprovechan los defectos del diseño para calificar la transformación de chapuza de la evolución y rechazar la figura del creador que, de existir, habría sido más cuidadoso al realizar los objetos. En cualquier caso, calibrar el nivel de perfección de un sistema tiene un alto grado de subjetividad, lo cual explica que unos científicos describan la naturaleza dando la mano de Dios mientras que otros contemplan al diablo convertido en azar.
Ya en el siglo XIII, la Summa Teologica escrita por el santo Tomás de Aquino recoge el argumento del diseño como uno de los caminos que desvelan la existencia de Dios. Entre las múltiples versiones que el tema ha merecido la del relojero divulgada por William Paley en su Natural Theology es de las más populares y exitosas. El resumen es sencillo: si encontrásemos un reloj en un desierto sin dudarlo atribuiríamos su existencia a un relojero que habría diseñado, realizado, ensamblado, y ajustado las piezas que componen el mecanismo. Análogamente, resulta más verosímil admitir que los objetos animados existen gracias a un constructor que ha procedido de manera semejante, dotándoles de los mecanismos necesarios para su correcto funcionamiento, que atribuir su existencia a la azarosa actividad de la naturaleza. En el bando opuesto los Diálogos escritos precedentemente por David Hume sobre la religión natural son referencia obligada. Uno de los objetivos del literario debate es refutar el diseño como prueba de la existencia de Dios. La propuesta de Hume es metodológica, argumenta las limitaciones inherentes a toda analogía por las diferentes características que presentan dos procesos considerados semejantes, circunstancia que impide atribuirles igual conclusión. La misma relación causa-efecto se aplicable sólo a procesos idénticos, el resto exigen una comprobación empírica. La presencia de un reloj determina su causa primera pero de su presunta analogía con animales y plantas no se infiere la existencia de un relojero universal, por ser fenómenos disímiles. No se discute la condición mecanicista del ser vivo, su definición como un agregado de partes simples, piezas u órganos, se debate si la diferente cualidad de los organismos refuta la analogía frente al arte humano. No se niega la existencia de Dios, se rechaza que los seres vivos sean la prueba.
Junto a la variante filosófica, el diseño anatómico se ha utilizado desde antaño en el restringido ámbito de la historia natural para relacionar a los seres vivos. La ordenación se denominó escala natural o cadena de los seres[14]. La idea es sencilla e inocua, consiste en representar el orden natural atendiendo a la complejidad de los organismos y explicar la diversidad de formas y funciones aplicando los conceptos de progreso y perfección. Conocer la naturaleza es un hecho caracterizado por la observación y la descripción de sus elementos y la escala se construye comparando los diferentes objetos que componen la Tierra y relacionándolos por su semejanza estructural. El resultado es una serie tipológica rectilínea de complejidad morfológica creciente. El tránsito entre minerales, vegetales y animales, ocurre por ambiguas formas intermedias. Por ejemplo, según el esquema del naturalista suizo Charles Bonnet (1720-1793), el agua, el aire, el fuego, y la tierra dan paso a los metales y minerales. La cadena prosigue a través de las madréporas y corales y avanza con los mohos y líquenes hacia un reino vegetal conformado por las hierbas, los arbustos, y los árboles. El paso hasta los animales se realiza a través del grupo de los zoofitos o plantanimales, representado por especies como la hidra, la medusa, la anémona, la esponja y la estrella de mar. La secuencia continúa con las numerosas especies de insectos, moluscos, peces, pájaros y cuadrúpedos, hasta llegar al Homo sapiens[15]. El resultado es una ordenación escalonada de la naturaleza que lleva, como críticamente afirmó Voltaire[16], del simple átomo hasta Dios. Aristóteles y Platón promovieron este infinito entramado de cosas que se suceden en el espacio. Los principios de plenitud y continuidad conforman la exitosa fórmula. Plenitud significa diversidad, representa la multiplicidad de formas vivas que pueblan la Tierra. Cualquier objeto capaz de existir lo hace realmente, así lo expresa el concepto platónico. El aristotélico principio de continuidad establece la correspondencia entre objetos naturales, predice el solapamiento de una especie y sus vecinas diferenciándose por detalles que colocan a una delante de la otra componiendo una sucesión de seres cada vez más dotados de vida y movimiento, más complejos. En consecuencia, la cadena representa un modelo teleológico dirigido por la perfección orgánica que, restringido al ámbito terrestre, culmina con el hombre y, como teoría cosmogónica, invade el espacio sideral teniendo a Dios como principio y fin. La imagen atrae por la simplicidad y verosimilitud de una hipótesis que se percibe con los ojos y no mediante complejas leyes físico-químicas ni tortuosos cálculos matemáticos, y posee la versatilidad necesaria para adecuarse a las diferentes teorías que sobre el origen de las especies han formulado los naturalistas a lo largo de la historia: fijismo, transformismo y evolucionismo, aunque hay quien la rechaza por su artificiosidad. Por ejemplo, Antonio Genovesi (1713-1769), veía esta agrupación como el fruto de la soberbia humana. En su opinión el hombre, guiado por un desmedido afán de conocimiento, confunde el lugar atribuido a cada organismo en la creación con una inexistente gradación morfológica[17] que atenta contra la infalibilidad del creador. Agrupar los objetos naturales siguiendo este escalafón es un recurso intelectual irreal, admisible como abstracción pero inadecuado para un sistema fijista donde cada elemento desempeña el cometido y ocupa el puesto que le fue adjudicado individualmente. Todos los organismos son perfectos por definición.
Para otros naturalistas la escala natural es fiel reflejo de la creación. Es el caso de Charles Bonnet, cuya ordenación conocemos. Pero su fórmula sistemática no se reduce a la descrita relación de objetos naturales, tiene un valor conceptual propio. Con su impronta la cadena de los seres es una secuencia temporalmente variable, sensible a la desaparición y sustitución de los organismos. Junto a los animales y plantas, en la creación, preformados en gérmenes, se formaron también sus sustitutos. El reemplazo de los organismos está predeterminado y sucede paulatinamente en cada revolución del Globo. Las especies adquieren una nueva morfología correspondiente a un grado mayor de perfección sin llegar a superar a los predecesores de la etapa anterior. El principio de continuidad de la cadena se mantiene constante por el desplazamiento correlativo de sus componentes[18]. La creación es un proceso dinámico regulado por la preformación, fenómeno que garantiza la unidad genésica creacionista de todas las formas vivas pasadas, presentes y futuras. La variabilidad tipológica no ocurre por transformación, es el resultado de sustituir los organismos por formas preexistentes y determinadas, conservándose inalterable la estabilidad del sistema biológico[19].
En la mente del conde de Buffon (1707-1788) la escala sí tiene un significado transformista, es un argumento adecuado para cuestionar la creación. Como fenómeno biológico la cadena representa un patrón anatómico rectilíneo que permite relacionar las especies con un ascendente común. Con este molde se produce todas las razas, degenerando y perfeccionándose el modelo en el curso del tiempo. Habría existido un único plan vital sobre el que todo fue concebido[20]. La interpretación transformista buffoniana se aproxima al evolucionismo decimonónico pero carece aún de la dimensión cognitiva necesaria para justificar la variabilidad desde una posición no determinista. Finalmente, Buffon rechazó confrontar esta visión vanguardista de los seres vivos con la verdad revelada, renunciando a su teoría en favor de la creación individual[21]. Con menos escrúpulos otro naturalista francés, Jean Baptiste de Lamarck (1744-1829), reivindicará en 1809 el significado evolutivo de la escala natural[22].
Darwin también fue un convencido teísta fijista hasta 1836, cuando regresa de su travesía alrededor del mundo, y aceptaba el argumento del diseño propuesto por Paley como prueba concluyente de la creación y el determinismo de la naturaleza. Reconoce que sólo en 1839 se convenció totalmente de la variabilidad de las especies. En 1844 confesaba a Joseph Hooker su delito ideológico de aceptar la mutabilidad y el origen común de los organismos, pensamiento contrario a su ideología cuando en 1831 zarpó a bordo del Beagle. Para el año 44 había terminado la redacción de un ensayo con más de 200 páginas sobre el origen de las especies, cuyo antecedente es un borrador de apenas treinta páginas redactado dos años antes. El documento recoge las líneas maestras de la evolución según Darwin, quien ordenó su publicación y difusión si fallecía repentinamente, circunstancia que garantiza el valor ideológico del texto. Pero fue longevo y en 1859 su ideario se publicó, corregido y ampliado, con el título de On the Origin of Species by Means of Natural Selection. Los manuscritos precedentes permiten analizar el proceso cognoscitivo elaborado por Darwin para remplazar la creación por la selección natural como causa de la pluralidad de formas animales y vegetales terrestres. La sustitución supuso un nuevo orden natural. Pero el darwinismo no refuta la existencia de un Ser Supremo sólo modifica la historia de la Tierra. Con la impronta de la evolución el plan de Dios ya no es generar seres vivos, ahora la creación consiste en un proceso amorfo, restringido a la aparición de materia y leyes generales que la gobiernan. La forma de los organismos no es fruto de la actuación divina, es un hecho probabilístico derivado de la acción de leyes fijas a lo largo del tiempo. Pero la ruptura entre darwinismo y creacionismo no es tan radical como se deduce del resultado final. Ambas ideologías mantienen puntos de contacto y el creador es una figura aceptable por la teoría darwiniana. La pregunta es ¿qué lugar ocupa Dios en la evolución? Para responder Darwin utiliza el símil de la selección artificial, cuyo modelo es el argumento empírico desarrollado en su teoría para justificar la variabilidad de las especies. El origen de los organismos se reduce a la creación de alguna(s) forma(s) viva(s), materia elemental dotada de capacidad sensorial, crecimiento y multiplicación, desde entonces el creador actúa, como hacen agricultores y ganaderos, combinando y seleccionando los individuos mediante la reproducción. Pero actúa indirectamente, empleando un mecanismo general y secundario derivado de las leyes materiales que rigen en la naturaleza. La consecuencia es que la biogénesis divina no es un acto individual y arbitrario, es un proceso temporalmente continuo, progresivo e interrelacionado, carente de injerencias externas. Como contrapartida el modelo transformista darwiniano sigue una esquema de perfección morfológica que direcciona y restringe la variabilidad real. La solución de este problema metodológico se encuentra en el ideario demográfico malthusiano. La lucha por la supervivencia es el filtro que provoca la pervivencia del más apto, posibilita la sustitución de una especie por otra y lleva a su extinción. La selección natural es la mano alargada de Dios que mece la cuna de la naturaleza transformándola, es la ley general que gobierna las relaciones individuales sin su intervención. La reproducción, como fuente de variabilidad, y la supervivencia individual, como mecanismo de control poblacional, son las reglas de este juego combinatorio que conduce a la proliferación de seres vivos mientras el planeta gira y los elementos agua y tierra se alternan en su orografía, tal y como sugiere el propio Darwin. Creacionismo y darwinismo no son teorías antagónicas. La divergencia es la misma que existe entre predestinación y libre albedrío, y su complementariedad depende del grado de libertad otorgado por Dios al destino del universo. Como muestra la teoría darwinista, la manumisión puede ser tan grande que llegan a confundirse.
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