…Volviendo la vista hacia la onírica nebulosa de la historia del saber, pude contemplar una vez cómo la diosa Razón soñaba consigo misma. Pude ver las formas cambiantes bajo las que esa divinidad insaciable, salvaje, diosa ansiosa, diosa lasciva, siempre al servicio del mejor postor, iba transformándose bajo la fuerza de un lento glaciar de tiranías que se escurría expandiendo su mortecina sombra sobre la figura de los siglos. Siglos inundados de extrañas aleaciones alquímicas de uniformes, armaduras, de barcos de guerra hundidos bajo el océano azul oscuro de la eternidad, de la noche azul oscura del cosmos. Siglos que revivían y danzaban a un ritmo histérico, acumulados tóxicamente en el presente, al compás de las olas cambiantes como fálicos delfines como misiles controlados por satélite, como vulvosas madréporas como minas submarinas antiportaviones de última generación, al ritmo de un ahora que se mostraba frenético por extinguirse con una gran explosión termoquímica, tras la que todos los supervivientes seríamos salvados por la física espacial y la exobiología de vanguardia, abatida la vida en la Tierra por el peso terriblemente racional de todas las misiones humanitario-canibalescas de aquel Primer Mundo ya deshecho.
Entonces contemplé cómo la diosa Razón veía cimbrearse obscenamente el falo de un estúpido Homo aeconomicus con rostro de cerdo transgénico: su exactísima verga de latex cancerígeno crecía y palpitaba ante un desfile de precisas metodolocuras tecnomilitares de ocupacificación. Aquel ser monstruoso ansiaba violentarla entre el sanguinolento festín de los sacrificios infantiles del mundo, en pro de la democracia y del progreso del conocimiento y del confort. Mientras la forzaba, aquel ser monstruoso proclamaba triunfante que los avances en la técnica de la bomba de aire de la bomba de hidrógeno de la bomba de programas televisivos de caballos de Troya telemáticos, absorbería sin duda un día púrpura la podredumbre tóxica de voces clamando Verdades electrónicas sobre la exactitud de la nada, voces que emanaban objetivamente de los cuerpos vaciados de las mártires afganas de la balística post-Galileo.
Después de que Johnny cogiera su misil, la divina Racionalidad de la tecnociencia occidental desenterró los cadáveres de los santos Boyle y Copérnico de la historia tergiversada por los sabios y les hizo andar para que vinieran hacia nosotras y nos cantaran que todas las condenas a la Putrefacción serían revocadas algún día por los nuevos laboratorios farmacéuticos, en medio de una gran terminolorgía erótico-cientíphyca de bucólicas ingenierías genéticas. Y por un instante, me pareció observar que la Gran Ciencia, lúbrica como una calabaza rajada, se miraba en las raíces mismas de su ser y no encontraba allí a la Razón Pura, sino la melífera esencia de la salobridad vaginal del agujero negro de cada madre cuyo niño nació como un potro, sin hospitales, para morir privado de vacunas y de fármacos entre inacabables campos de café transgénico.
La historia de la ciencia y de la técnica apareció después por un instante metamorfoseada en un centollo atómico que expandía su ano hacia el pensamiento transformado en tacto –alegre lógica erótica-, en un beso oscuro, profundo, de libertad de ideas como caricias, como abrazos compartidos, como deseos. La diosa Razón tenía sed de aquella libertad desenfadada y fantástica y gritaba y se revolvía contra las ataduras del Señor Cantidad, de sádica y grasienta calva, que había atado las turgentes piernas objetivas de la diosa a la cama seminolenta de un motel de invasiones humanitarias de carretera. El cerdo que la agarraba de las tetas trabajaba de viajante para el racionalismo petrolífero -entró en el bar erecto y las venillas ondulaban sobre la tierna piel de su racionalidad tecnológica, firme como una torre de extracción. La había pagado bien, el Gran Puerco, y la Razón apechugaba, la pobre apechugaba y mordisqueaba y besuqueaba los bordes de su rígido método.
Entonces me acordé de cómo sonreía el rostro infantil de aquella triste diosa, que ahora aceptaba complaciente las torturas de aquel subordinado del Progreso, y vi de nuevo a la divina Razón como la niña eterna que dejó crecer sus pechos eugenésicos desde los orígenes del Orden, y recordé cómo aprendió a venderse al Poder para siempre en la eternidad de su prostituida historia. La vi después en el holocausto racional de la revolución francesa, donde se le rindió homenaje en los campos de Marte, haciéndola desfilar entre el pueblo exaltado por la nueva estadística pre-goebbeliana. Recordé que, aquel día, la Razón aceptó con un pícaro guiño la invitación de un comerciante de verdades del Propagandaministerium y que después marchó en la calesa nupcial del leviatán, y que entonces, allí dentro, tragó su nauseabundo semen radiactivo y soportó la pestilencia racional de su aliento a metal de moneda gastada. Había a su lado otras hijas de la calle que también se dejaban manosear y a las que apelaban Libertad, Igualdad, Fraternidad. Después, la democrática reunión culminó con la explosión virulenta del ansia de dominio y el orgasmo tóxico del Hombre Petrolífero se deshizo en un terror delicioso y líquido donde todo fue numérico y cuantitativo, y el mundo se transformó por fin en la nada matemática. Y tras el clímax revolucionario, convertido el sueño de la Razón en burda pesadilla, con toda revolución <<rápidamente rebajada a una necia parodia de la república romana (…) la diosa Razón>> se encarnó en una hermosísima prostituta, rebosante de retrovirus de laboratorio (1).
Y vi que en el presente había hundido la historia de la Razón humana sus raíces, y desde allí, se extendía hacia el futuro como una explosión nuclear del tiempo por las regiones secretas y oscuras y circulares desde el mañana hacia el ayer, prometedor también como una hermosa yegua preñada de nuevas historias que contar, de nuevas historias que aprender y desaprender. Y vi a mi propia figura reflejada en su rostro, y comprendí que al tonteorizar soñaba yo también con técnicas precisas para la producción milimétrica de avanzados espejismos. Pues el mañana no era más que un sueño que se perdía en la infancia de todos los cálculos.
Pero la niña forzada no perdía nunca la esperanza de liberarse, y eso era lo que a mí más me enamoraba y me obligaba aún a amarla. Según se iba dejando violar por el diablo con olor a petróleo, la Razón parecía abrirse al mismo tiempo como el majestuoso golfo pérsico ante el abismo insondable de una eternidad abierta y fértil, incierta e incitante, donde podían depositarse exactamente las mismas esperanzas que brotan en las sonrisas infantiles que prometen enseñarnos los secretos invisibles del futuro. Entonces, al fin del sueño, sentí que me hundía en el fondo del océano del porvenir humano y que allí me envolvía un fuerte tufo de algas con el vaivén de sus olas cronológicas, y me hundí con la Razón en un profundo remolino de negrísimo chapapote, a bordo de un submarino nuclear guiado por un homínido de tres cabezas como tres cánceres, al que asesiné con fuerza, con amor, con serenidad, con alegría…, y por fin sentí que rompía las cadenas lógicas del círculo cuadrado de nuestra objetiva estupidez. Por último, antes de despertar, vi como la Razón tecnocientífica, con los ojos vendados, obligada a no mirar atrás ni tampoco a su alrededor, comenzaba a chupársela al nuevo emperador del mundo. Pero el futuro era más largo que todas las millonésimas de segundo y sonreía al contemplar los toscos juegos de aquellos simios terribles y bellos, tan exactos como los ángeles…
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