¡Cherchez la femme! (¡buscar a mulher!) escribe Alejandro Dumas, padre, en su obra Los mohicanos de París en boca de un imaginario jefe de la policía parisina, monsieur Jackal (2). Busquémosla para resolver el misterio, viene a decir, porque todo suceso esconde el sello de lo femenino convirtiendo a la mujer en la causa; ella será el ovillo donde se enrede fatalmente el hombre. Cierto grado de prepotencia y misoginia se barrunta en la expresión, quien sabe, tal vez sea sólo insolencia; y aprovechando la coyuntura ironizamos que si Dumas hubiese escrito la Biblia Dios exclamaría ¡cherchez la femme!, refiriéndose a Eva, en lugar de reprender a Adán por mordisquear la apetitosa manzana.
La mitología griega es materia apropiada para comenzar a disponer este discursivo paradigma de lo femenino. Recoge la tradición que Ulises buscó incesantemente a Aquiles; lo buscaba sabedor por el oráculo, conocedor de que sólo con su presencia los griegos saldrían victoriosos de Troya; y lo encontró. Lo encontró en un lugar insospechado, en aguas del mar Egeo refugiado en la pequeña isla de Esciros (Skiros) disimulando su existir confortado por las doncellas moradoras en el gineceo de rey Licomedes. Ahí lo envió su madre, la diosa Tetis, para protegerlo de la guerra, pero fracasó en el intento. Imaginamos a Ulises preguntándose ¿dónde estará Aquiles?, una voz interior le susurra ¡cherchez la femme! –en griego claro está-, y resuelve el enigma.
A poco que reflexionemos la frase toma sentido biológico, dado que a todo hombre, para llegar a serlo, es necesario que le preceda una mujer. Es mera matemática fisiológica que las especies unisexuadas precisan la suma de dos. A simple vista, hombre y mujer son cómplices al ser complemento reproductor, pero la conexión trasciende lo aparente, va más allá de lo visual por mor de los cromosomas. Genéticamente el concepto de masculinidad es dual; el hombre posee un genoma ambivalente representativo de ambos sexos, y es durante la gestación embrionaria cuando se subyuga la potencial feminidad que posee. Por su parte, el genoma femenino se conforma sin mezclas preservando la homogeneidad de su género (3). Inconscientemente, el llamado sexo fuerte reniega del estereotipo viril, tiene el alma compartida, a veces incluso dividida, dividida por una feminidad inscrita en el ADN pero rechazada como antinatural, cuando, informativamente, le pertenece. La genética acentúa la ambivalencia de género, del género masculino. Capciosamente nos preguntamos si será el hombre uno de esos míticos seres andróginos perseguidos y fulminados por Zeus en el monte Olimpo, seccionados en sus dos identidades, condenados por ello a vagar eternamente en busca de la mitad perdida, y aún no lo sabe.
Alejado estaba Aristóteles de tales meditaciones, que duda cabe, meditaciones futuristas respecto a su cotidiano saber y entender pero, eso sí, percibió cierta ambigüedad calculada en la morfología masculina; descubrió la soterrada feminidad que encierra el cuerpo del hombre interpretada como convergencia anatómica. Sobre el tema formuló un dictamen lapidario, que ha trascendido hasta nuestros días: la hembra es como un macho mutilado, escribía siglos antes de Cristo (4). El sustrato ideológico de la frase es sencillo, hombre y mujer representan principios que se pueden quebrantar actuando físicamente sobre el cuerpo (5). Descontextualizada, modernamente la afirmación se tildó de peyorativa, y, por qué no, tal vez pueda entenderse así. Según y como, el juicio se desliza hacia el agravio femenino olvidándose el contexto genuinamente zoológico de procedencia, de donde emerge, toma forma y sentido; un sentido unitario, de relación no de división. Entre masculino y femenino hay proximidad, cercanía, conexión anatómica, amplificada cuando, anclado en lo que hoy denominaríamos reduccionismo biológico, Aristóteles recurre a la comparación estructural. Morfológicamente los órganos genitales tienen una singular semejanza si se interpretan como meros conductos fisiológicos cuya disposición corporal varía en función del género (6). Aplicando este criterio de unidad biológica, hombre y mujer mantienen un organigrama común y la concordancia derivada de su reciprocidad y complementariedad. Comprendida la sintonía de la pareja cabe preguntarse ¿dónde radica la diferencia?, ¿cuál es el motivo la supuesta inferioridad?.
Responderemos siguiéndole la pauta marcada por la expresión la hembra es como un macho mutilado. En primera instancia, la afirmación sorprende y atrae por un simplismo rayano en la banalidad, colindante con la burda simbología. A veces las apariencias engañan y aquí, con o sin intención, la escueta y rimbombante frase oculta y permite cierta sutileza de pensamiento. Definir, teórica y prácticamente, el cuerpo femenino como el resultado de una sencilla operación anatómica es la consecuencia de aplicar un esquema general por el cual los organismos han sido creados utilizando un patrón único, modificado para el lugar y la función que cada cual ocupa y desempeña en la naturaleza. Esta concepción reglada de lo natural determina un orden y un fin, donde, contemplado el hombre como su máximo exponente, nace la supuesta superioridad masculina frente a todo lo demás; dictamen, sin duda, tendencioso al ser él, simultáneamente, juez y parte. La aristotélica inferioridad femenina es la consecuencia de aplicar este principio al grupo humano, siendo la mujer una versión corregida del macho, necesaria y subyugada al hombre por el orden natural de las cosas. Lo femenino es un concepto finalista, que rinde tributo y servidumbre al varón. Así estaba, y para muchos todavía lo está, escrito en una naturaleza omnipresente, donde cada cual tiene su razón de ser a la luz del intelecto humano, de la inteligencia masculina se entiende. Hay un etéreo principio de dominancia, de superioridad, que recorre la construcción biológica invadiendo la esfera social. Invocando este criterio biosociológico la mujer es relegada a un papel secundario incluso en el capitulo sexual, convirtiéndose en el edificio anatómico donde nace lo engendrado por su dueño y protector (7); su complementariedad se reduce a hospedar el acto y la potencia masculina.
Observar para comprender la forma y la función del cuerpo junto al uso de la razón (8) para desbrozar la información, los hechos visualizados, conforman el terreno donde se asienta la aristotélica confrontación entre masculino y femenino. Observar en mayúsculas para razonar en minúsculas, unilateralmente queremos decir. Razonar para establecer, acorde con la idea de que el todo da sentido a las partes, que femenino y masculino constituyen una cualidad individual superior, una unidad diferenciada de la simple manifestación orgánica y funcional que la materia representa. Razonar para concluir que masculino y femenino son términos unidos en la desigualdad construyendo una realidad antagónica controlada en exclusiva por el hombre, su artífice, en detrimento del resto de los mortales. Superior e inferior, mandar y obedecer, son los preceptos básicos delimitados por el antropocentrismo aristotélico para definir la relación grupal hombre-mujer; fórmula que todavía nos impregna.
En esta particular y heterodoxa combinación de lo masculino con lo femenino, nacida del azar literario de Dumas, la teoría de la evolución marca un punto de inflexión, teórico que no práctico. La sombra aristotélica es alargada y alcanzado el siglo XIX, incluso hoy, continúa manifestándose su determinista composición de un orden universal consensuado por los hombres en beneficio mutuo. Científicamente, tuvieron que transcurrir dieciocho siglos de la era cristiana para que el libro de la naturaleza cambie de orientación remplazándose su categórico sistema finalista por un modelo cognoscitivo donde los seres vivos son responsables de sus actos. La natura en movimiento continuo. La teoría de la evolución cambió las reglas del juego biológico, individual y colectivo, y la naturaleza muestra su cara oculta, inimaginable hasta entonces, dejando de ser aquella comunidad regulada por arcanos para conformarse alrededor del conjunto de relaciones establecidas por su masa orgánica e inorgánica. En este escenario los procesos de subordinación no escenifican discursos del pasado, pertenecen al presente y se pueden modificar. ¿Cómo afectó el nuevo ideario a la cuestión de género?
La formula evolucionista refuta la figura divina sustituyéndola por una naturaleza en permanente construcción, regulada por leyes físicas y biológicas. La versión decimonónica de la historia natural tampoco beneficio a la parte femenina. Por supuesto, no la equipara a sus compañeros de viaje, siguió siendo una historia contaminada por el narcisismo masculino. Sin embargo, el hombre no puede anunciar ahora su hegemonía amparándose en leyes supremas, tiene la necesidad de buscar otros recursos que legitimen su liderazgo en las relaciones de género; y ficticiamente lo logró. El estatus femenino abandona el lugar oscuro ocupado en la creación para encallar en el relato de la especie humana. Amarrado al duro banco de la evolución el hombre proclama la inferioridad de la fémina como una consecuencia lógica del proceso selectivo que le acompaña desde hace millones de años. En el libro El origen del hombre, publicado en 1871, Charles Darwin no tiene recato, ni siente pudor, en dictaminar el talento superior del hombre capaz de llegar <<más lejos que la mujer en todo lo que intenta, sea utilizando el pensamiento profundo, la razón, o la imaginación, o simplemente en el uso de los sentidos y las manos>> (9). La inferioridad femenina es el resultado de imaginar cómo actuó la selección natural a nivel del grupo humano. Nuestra historia evolutiva se relaciona con la de un colectivo estructurado por la división de tareas, y al sector femenino, precisamente, no le correspondió pensar. Al comportamiento sedentario de la mujer, básicamente reproductor y dedicado al cuidado de la prole, se contrapone el vigor y la inteligencia presentes en el sexo opuesto para protegerles y alimentarlos. Progresivamente, la selección perfeccionó ambas tipologías, acentuándose las carencias de uno y las virtudes del otro en favor de una tipo masculino superior en fuerza e intelecto (10). La negación de género es radical, e incluso admitiendo el predominio de la mujer en cuestiones como la intuición, la percepción, la imitación, es para denigrarla después considerando tales facultades como elementos atávicos, es decir propias de razas inferiores (11). Consecuencia, en nombre de la evolución el hombre discriminó a la mujer por partida doble: lo hizo respecto a su intelecto y también sobre su arcaísmo. Y no fue suficiente. Tamizada con el cedazo de la herencia de caracteres, hoy genética, la evolución resultó ser un arma letal contra el sexo débil. Supuesto que la capacidad intelectual recae sobre el hombre, sería la figura paterna quien contribuya decisivamente a dictar las cualidades intelectuales de los hijos compensando la limitación materna. Contrariamente, de no acontecer este fenómeno hereditario, escribía un magnánimo Darwin ofuscado por definir la evolución en masculino, <<es probable que el hombre hubiera llegado a ser tan superior a la mujer en dotación mental como lo es el pavo real macho en plumaje ornamental a la hembra>>(12).
En la historia de la especie humana la mujer aparece como un personaje capitidisminuido, indisolublemente unido al adjetivo inferior. La teoría de la evolución se modula como un saber misógino, y frases despectivas del tono <<hay gran cantidad de mujeres cuyo cerebro presenta un tamaño más parecido al del gorila que al del hombre>>(13), fueron habituales en el repertorio evolucionista de la época. La mascarada científica urdida entorno a la evolución femenina es sintomática del profundo cambio social en ciernes, puesto que el <<día que las mujeres, olvidando las ocupaciones inferiores que les ha asignado la naturaleza, abandonen el hogar para participar en nuestras luchas, ese día comenzará una revolución social>>, se puede leer en un conocido estudio antropológico publicado en 1879 (14). Para evitarlo el discurso biológico justifica el orden establecido y, como tantas veces, los hechos se manipulan y tergiversan siervos de las ideologías. Son los errores colectivos de una ciencia con función coercitiva; errores que hacen escuela, como diría Jean Rostand (15), errores que condicionan una sociedad necesitada de falsas verdades, o verdaderas mentiras, para justificar su organización; una sociedad regulada por la ley del más fuerte quien <<tiende fácilmente a creer que el débil ha sido hecho para su beneficio>>, explica el filósofo matemático Condorcet (16).
En un mundo controlado por hombres la liberación femenina es una utopía. Acudimos al vocablo de lo imposible para subrayar un ideal justiciero que muchos reconocen y se practica poco. Seguimos al citado Condorcet cuando, reflexionando sobre las cualidades morales e intelectuales de la humanidad, opina que las diferencias que atañen a ambos sexos son el resultado de una injusticia propia de quienes interpretan la naturaleza dogmáticamente, propia de aquellos que, aplicando una visión optimista, optimismo superlativo consistente en contemplarla como si todo fuese perfecto, dictaminan lo que es mejor para el bien común atribuyendo <<a cada sexo sus derechos, sus prerrogativas, sus ocupaciones, sus deberes, y casi sus gustos, sus opiniones, sus sentimientos, sus goces>>(17). Pero la naturaleza es imperfecta y al darnos cuenta del error alguien se pregunta <<por qué uno de los sexos habría de situarse como si fuese, en cierto modo, la causa final de la existencia del otro>>(18).
La sociedad moderna dio cierto sentido a estos postulados sin perder de vista el principio homogeneizador instituido por Aristóteles. Conscientemente o no, la dualidad conceptual favorece la aplicación de un modelo igualitario que invade la condición femenina masculinizándola. Por ello, en la porción del civilizado orbe occidental donde nos ha tocado vivir, la clave del estatus mujer no reside en su posible emancipación sino en la necesidad, posiblemente obligación, que ella tiene de elegir entre liberarse construyendo su propia identidad; y liberarse como resultado de converger en lo masculino. Caminos paralelos, de rumbo incierto y consecuencias diametralmente opuestas, definen un objetivo común.
Escribe Agustina Bessa-Luis que las mujeres son prosaicas, sobre todo si son naturales; son frágiles, delicadas, viven pegadas a la tierra resguardadas de los sueños, de las cosas imaginarias (19). Utilizamos su elegante prosa en nombre de la diferencia, para afirmar que la mujer es distinta al hombre, ni mejor ni peor, sólo distinta; singularidad que debe preservarse en justicia, como expresión de la diversidad que caracteriza a la naturaleza.
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(1) Grupo de Estudios Americanos, Instituto de Historia, CSIC. Proyecto nº BHA2003-01429.
(2) Alexandre Dumas, Les Mohicans de Paris (acto tercero, escena VI); citamos por la edición incluida en Théatre complet de Alexandre Dumas, París, Michel Lévy Frères, 1874, vol. XXIV, pp. 103-104. Repetida por conocidos autores del género, la frase tuvo fortuna en la literatura policíaca del siglo XX.
(3) En la especie humana el sexo masculino está determinado genéticamente por la pareja de cromosomas XY (sexo heterogamético), mientras que el femenino responde a la combinación XX (sexo homogamético). Hay especies donde ocurre al revés, y otras tienen sistemas de determinación diferentes. Recordemos también el aporte de ADN mitocondrial procedente de la madre durante la gestación.
(4) Aristóteles, Reproducción de los animales, Madrid, Gredos, 1994, p. 144 (lib. II, 737a28).
(5) Ibídem, p. 65 (lib. I, 716b10).
(6) Aristóteles, Historia de los animales, Madrid, Akal, 1990, p. 573 (lib. X, 637a): <<las mujeres tienen un conducto uterino, exactamente igual que los hombres tienen el pene, sólo que por dentro del cuerpo>>.
(7) Aristóteles, Reproducción de los animales, Madrid, Gredos, 1994, p. 64 (lib. I, 716a20).
(8) Ibídem.
(9) Ch. Darwin, The descent of man and selection in relation to sex, Murray, 1871 (citamos por la 2ª edición, 1874, incluida en The Darwin compendium, Nueva York, Barnes & Noble, 2005, p.1160).
(10) Ibídem, p. 1161.
(11) Ibídem, P. 1160.
(12) Ibídem. P. 1161.
(13) Gustave Le Bon, <<Recherches anatomiques et mathématiques sur les lois des variations du volume du cerveau et sur leurs relations avec l’intelligence>>, Revue d’Anthropologie, 1879, vol. 2, pp. 27-104 (cit. en S. Jay Gould, La falsa medida del hombre, Barcelona, Orbis, 1987, p. 97.)
(14) Ibídem.
(15) Jean Rostand, Science fausse et fausses sciences, París, Gallimard, 1958, p.13.
(16) Condorcet, Fragmento sobre la Atlántida (ed. Mauricio Jalón), Milán, Silvio Berlusconi, 2005, p. 51.
(17) Ibídem, pp. 50-51.
(18) Ibídem, p. 51.
(19) Agustina Bessa-Luis, Contemplación cariñosa de la angustia, Valladolid, Cuatro, 2004, p. 73. |