Prêmio ABCA (Associação Brasileira de Críticos de Arte), 2008, como melhor veículo de comunicação de cultura do país |
Los ríos en la poesìa chilena: nuevas
definiciones ecocéntricas de la poesía épica y lírica Steven F. White |
En términos científicos,
los ríos transportan los nutrientes que permiten la vida vegetal, actúan
como un sistema de drenaje de la humedad excesiva del paisaje en una
determinada cuenca hidrográfica y conectan diferentes ecosistemas. El agua
es la única molécula capaz de formar gotas, lo cual explica su capacidad de
desplazarse como río. El agua, además, es un indicador de la salud del medio
ambiente, y su calidad es un tema de movilización sociopolítica potencial.
Según Masaru Emoto en The Hidden Messages in Water, “el agua tiene la
capacidad de copiar y memorizar información… Los glaciales de la tierra bien
podrían contener millones de años de la historia del planeta. El agua
circula por el globo, fluyendo por nuestros cuerpos y diseminándose por
todas partes del mundo. Si fuéramos capaces de leer esta información
contenida en la memoria del agua leeríamos una historia de proporciones
épicas” (Emoto). Para Emoto, este conocimiento inmenso reside precisamente
en el agua que constituye cada célula de nuestros cuerpos. De acuerdo con
estas ideas, se puede apreciar cómo el agua en su forma más íntima podría
prestarse a un entendimiento de algo mucho mayor.
Los ríos, que son una presencia constante de la poesía chilena a lo largo de los últimos ochenta años a partir de la obra de Vicente Huidobro (1893-1948), suelen ser un emblema que aparece en diferentes contextos tanto figurativos como literales, algunas veces desconectados del medio ambiente físico, y otras con un vínculo histórico y mítico de fuerte arraigo en un lugar específico de Chile. Un término útil para describir esta conexión íntima con el espacio es la topofilia, definida por Yi-Fu Tuan como “todos los vínculos humanos afectivos con el medio ambiente material” (Tuan 93). Otra idea clave para entender la relación entre los seres humanos y los lugares que habitan es la del paisaje invisible, que Kent C. Ryden describe como “una capa imperceptible de usos, memorias y significados -o sea, un paisaje invisible de señales terrenales de la imaginación- colocada encima de la superficie geográfica y el mapa de dos dimensiones” (Ryden). Como propongo que se entiendan los ríos de una manera topofílica y también como parte de un paisaje invisible, creo que un enfoque ecocrítico podría servir para iluminar esta corriente de la poesía chilena. Según Cheryll Glotfelty y Harold Fromm en The Ecocriticism Reader: Landmarks in Literary Ecology, “La ecocrítica es el estudio de la relación entre la literatura y el medio ambiente físico….Adopta un acercamiento geocéntrico a los estudios literarios… [y demuestra cómo] la cultura humana se vincula con el mundo físico, afectándolo y, a la vez, siendo afectada por él” (Glotfelty y Fromm xviii-xix). En el presente estudio pretendo investigar hasta qué punto existe en esta poesía una conciencia ecocrítica y si es posible considerarla en relación con la creciente crisis ecológica por medio de la cual lo global se convierte en algo personal y viceversa. A mi modo de ver, este fenómeno se asemeja a la tensión que existe entre las definiciones tradicionales de la poesía épica y la poesía lírica en cuanto a sus parámetros genéricos. Puede que la literatura, desde esta perspectiva, requiera un entendimiento cada vez más multidisciplinar. Por cierto, lo que tienen en común por lo general los métodos analíticos científicos y literarios es su afán de tornar visible lo invisible por medio de la indagación cuidadosa y ética. En términos ideales, los estudios literarios podrían incorporar un nuevo vocabulario para entender mejor la reciprocidad (o su ausencia antropocéntrica) entre los seres humanos y los ríos que forman una parte imprescindible de nuestras vidas. Se podría buscar, a la par, sin que pareciera raro o poco vigente, perspectivas ecocríticas para examinar más a fondo las áreas exorreicas de la hidrografía de Chile que se manifiestan en la poesía chilena. Que quede como un futuro desafío, entonces, tanto para los críticos que estudian la literatura como para los poetas que la producen. Es inevitable, quizás, no contemplar las posibilidades metafóricas tan sugerentes de este tipo de análisis. Por ejemplo, al estudiar los ríos, habría que considerar las orillas de la columna de agua, el sedimento que llevan, y su superficie también. Los ríos, además, forman parte del gran ciclo hidrológico. Son frágiles en su capacidad de absorber todo, hasta las substancias más tóxicas. Los ríos limpian pero, debido a la contaminación industrial, agroindustrial y aguas servidas municipales, envenenan también. Hasta el manto freático, esas aguas subterráneas, acuíferos creados en los macizos montañosos “donde el agua de lluvia se filtra por el suelo hasta estratos inferiores…se encuentran ya contaminados, debido a filtraciones de aguas residuales y agroquímicos” (Amador Berrocal). Sin embargo, el sentido literal de esta realidad innegable y tan dañina que modifica profundamente la salud ecológica del planeta pesa mucho. Por eso, habría que destacar algo esencial: la contaminación del agua afecta también el contenido simbólico posible del emblema del río. Ahora, debido a lo que Lawrence Buell, en Writing for an Endangered World: Literature, Culture and Environment in the U.S. and Beyond, caracteriza como “el discurso tóxico”, los niños no aprenden a contemplar la belleza del río que fluye por el lugar donde viven sino más bien a temerlo. Esta forma de pensar, de hablar y de soñar según Buell es “la ansiedad expresada que emerge de una amenaza percibida de un peligro del medio ambiente debido a una modificación química producida por la humanidad” (Buell). Ahora, este cambio tóxico del agua que constituye los ríos podría percibirse en términos íntimos y también en el contexto de un ámbito global que afecta lo humano y lo más que humano para usar la terminología de David Abram en The Spell of the Sensuous: Perception and Language in a More Than-Human World. En términos estéticos, también se puede ver cómo algo realizado en una escala menor se amplía para abarcar una escala mucho mayor, un poema lírico, por ejemplo, capaz de describir una tragedia de proporciones épicas. Tradicionalmente, el emblema del río, cuando aparece tanto en los poemas épicos como en los poemas líricos, suele sugerir una multiplicidad de connotaciones que abarcan la vida y la muerte, el recuerdo y el olvido, el cambio constante del mundo, la posibilidad de un regreso a la fuente de un dominio paradisíaco, el movimiento en el espacio que corresponde a mudanzas temporales, ritos de purificación, y también viajes repletos de peligro. Los ríos se destacan, por supuesto, en el ámbito vasto, solemne y narrativo de la poesía épica en una gran variedad de obras con un origen oral en diversas lenguas a lo largo de tres milenios que incluyen entre muchas otras, el Maharabhata, La Épica de Gilgamesh, Beowulf, los textos homéricos, las épicas de Virgilio, Dante, Camões, Milton, y relatos indígenas del continente americano como el Popol vuh. También, pero con una preeminencia distinta, los ríos que fluyen e influyen en la simbología de la enorme producción de la poesía lírica (de Safo, Catulo, los trovadores, Jorge Manrique, y del linaje extenso de poetas místicos, metafísicos, barrocos y románticos) ayudan a expresar el mundo monológico de un sujeto ensimismado que, por lo general, excluye al otro (Rajan). Veremos, sin embargo, que la poesía épica y lírica no existen en estados químicamente puros y que la presencia del río en poemas de distintos poetas chilenos contemporáneos (como, por ejemplo, de Oscar Hahn (1938), Juan Luis Martínez (1942-1993), Gonzalo Millán (1947), Raúl Zurita (1951) y otros) sirve para crear fronteras más fluidas entre dos géneros supuestamente distintos y también para expresar ideas que se prestan al análisis ecocrítico -sobre todo en relación con la nueva poesía mapuche y huilliche del sur de Chile. Estos poetas, motivados por un agudo sentido de la historia y también de la espiritualidad, pertenecen, evidentemente, a una tradición chilena, muchas veces iconoclasta, de poetas de generaciones anteriores como Vicente Huidobro, Pablo Neruda (1904-1973), Nicanor Parra (1914), Alberto Rubio (1928-2001) y Gonzalo Rojas (1917) que utilizan la figura del río para afirmar y transformar el género poético en que aparece. Para el poeta aéreo Vicente Huidobro, los ríos representan sitios geográficos fuera del conocimiento humano en un planeta al principio del siglo veinte cada vez más pequeño y domado. Niall Binns destaca “el paralelismo entre el progreso tecnológico moderno y lo que Huidobro veía también como un progreso poético, la superación del realismo -el Hombre-Espejo se convierte en Hombre-Dios, en un proceso que culmina, por supuesto en el propio Huidobro” (Binns). Los ríos en Ecuatorial, por ejemplo, se dirigen hacia una voz lírica omnipotente y mesiánica como si el poeta fuera el único puente de la tierra: “El Amor/En pocos sitios lo he encontrado/Y todos los ríos no explorados/Bajo mis brazos han pasado” (Huidobro). En Altazor los ríos se desbordan, suben como en los poemas posteriores de La vida nueva de Zurita, y no obedecen las leyes naturales sino las nuevas normas inventadas por el poeta creacionista: el río fluye “sin destino como aerolitos al azar” (Huidobro 397). De hecho, en su manifiesto “Non Serviam”, el poeta rechaza la naturaleza e intenta sustituir su propio mundo: “No he de ser tu esclavo, madre Natura: seré tu amo. Te servirás de mí; está bien. No quiero y no puedo evitarlo; pero yo también me serviré de ti. Yo tendré mis árboles que no serán como los tuyos, tendré mis montañas, tendré mis ríos y mis mares, tendré mi cielo y mis estrellas.” (Huidobro). Lo que predomina en la poesía huidobriana es una tecnofilia, tal como se aprecia en la poesía futurista de Marinetti y tantos otros poetas de la época, o sea, un nuevo intento de conquistar y controlar la naturaleza. ¿Son poemas épicos Ecuatorial y Altazor? Ambos poemas largos poseen algunos de los requisitos de la épica, como, por ejemplo, la alta seriedad, la enorme amplitud, la exuberancia controlada, la omnisciencia de la voz lírica, y la dinámica de un viaje épico de retorno. Según el crítico E. M. W. Tillyard, el texto épico tiene un efecto “córico” a través del cual expresa los sentimientos de un grupo grande de personas que comparten el momento histórico del escritor. La épica, según la define Tillyard, “debe tener fe en el sistema de creencias o modo de vida que presencia” (Tillyard). Para Tillyard, la épica sólo puede existir en una época optimista. ¿Los dos poemas de Huidobro, entonces, en su profunda desilusión, nihilismo y escepticismo, pueden ser poemas épicos aún cuando expresan perfectamente lo que Tillyard caracteriza como una “trágica intensidad (que) coexiste con la conciencia grupal de una época” (Tillyard)? Por otro lado, ¿es posible considerar ambos textos como extendidos poemas líricos, con una forma monológica en que el sujeto excluye a los demás de acuerdo con lo que Northrop Frye, desde un enfoque muy tradicional, caracteriza como una imitación ficticia de una declaración escuchada (Frye)? ¿Al final, son poemas inter- o transgenéricos? No hay respuestas fáciles, pero se podría considerar los textos de Huidobro, sin negar su asombrosa brillantez creacionista, como poemas épicos obsoletos que, por su enfoque exageradamente antropocéntrico, no son capaces de expresar una realidad espacial actual. La poesía de Pablo Neruda, en cambio, se abre a un geocentrismo líquido, sobre todo al principio de su gran poema épico Canto general. ¿De dónde nace este vínculo afectivo con un lugar específico? En sus memorias Confieso que he vivido, Neruda habla de su largo aprendizaje comunicativo con el paisaje chileno como “esa revelación, ese pacto con el espacio” (Neruda). Atribuye la existencia de su libro Veinte poemas de amor y una canción desesperada al río Imperial y su desembocadura (Neruda). Más adelante, cuando Neruda describe su viaje al exilio debido a las amenazas del gobierno de González Videla en Chile al final de la década de los años cincuenta, se detiene en Temuco y el poeta “oía la voz del agua que [le] enseñó a cantar” (Neruda). Neruda considera su reciprocidad con lo más que humano del continente en términos de los ríos. Es decir, le invita al lector a acompañarle por medio del lenguaje figurativo a un entendimiento de cómo su obra mantiene un diálogo con el mundo natural: Mi poesía y mi vida han transcurrido como un río americano, como un torrente de aguas de Chile, nacidas en la profundidad secreta de las montañas australes, dirigiendo sin cesar hacia una salida marina el movimiento de sus corrientes. Mi poesía no rechazó nada de lo que pudo traer en su caudal; aceptó la pasión, desarrolló el misterio, y se abrió paso entre los corazones del pueblo. (Neruda) Cuando Neruda utiliza la figura del río en Canto general, el poeta telúrico tiene propósitos netamente míticos, fundacionales. Cuando invoca los dramatis personae de su vasta obra continental, empieza con los ríos americanos: “Antes de la peluca y la casaca”, dice Neruda en “La Lámpara en la Tierra”, “fueron los ríos, ríos arteriales” (Neruda). Los ríos acuden, nos informa el poeta, para facilitar el comienzo de su poema épico. ¿Cuántos? En su bellísima versión de la creación del mundo, el Orinoco, el Amazonas, el Tequendama y el Bío-Bío corresponden a los cuatro ríos bíblicos de Génesis: el Pisón, el Guijón, el Tigris y el Éufrates. En la Biblia, los ríos emergen del gran océano subterráneo (precisamente donde termina el Canto nerudiano) para luego fluir hacia los cuatro puntos cardinales del mundo histórico conocido. Para Neruda, este mundo histórico prehistórico evidentemente es América: lo demás se convierte simplemente en lo que no se conoce, en lo que no existe fuera del mundo del poema por esas aguas fluviales iniciantes. Su enigmática “amada de los ríos”, una especie de “diosa oscura”, tiene su piel “tatuada por los ríos” que la recorren “como lágrimas vitales”. Hay una convergencia entre lo líquido y lo sólido en un solo gesto fecundo unido a través de un rito matrimonial: el “espeso río de semen verde” (Neruda) de “Material Nupcial” de los poemas líricos por excelencia de Residencia en la tierra se transforma en el Amazonas del paradigmático poema épico Canto general, un río “cargado con esperma verde/como un árbol nupcial” (Neruda). El Orinoco es maternidad, el Amazonas es “padre patriarca”, el Tequendama es un vagabundo solitario como el poeta mismo que aprende su oficio gracias a otro río:
En el momento más dramático de “Las alturas de Macchu Picchu,” y al invocar a sus antepasados indígenas, el poeta incorpora a estos espíritus resucitados cuya vitalidad y sabiduría son “como un río de rayos amarillos,/como un río de tigres enterrados” (Neruda). Este poema con sus doce secciones obedece de una manera sumamente condensada una épica tradicional, o sea, se convierte en una épica que existe en el contexto de otra épica mayor que es el Canto general. Sin embargo, es un poema que a la vez cuenta la historia del yo poético de Neruda, un viaje íntimamente personal y subjetivo, un soliloquio del individuo viviendo el cauce y el caudal de la vida en un sitio que lo transforma. El Otro invocado por el poeta aún no llega en el marco del poema. ¿Es un poema lírico, entonces, a punto de convertirse en poema épico? Neruda intenta abarcar ambos géneros literarios al querer convertirse, de una manera vital y regenerativa, en un río de poesía nacional o continental, tal como sucede en su manera de caracterizar otro país en sus memorias: Neruda considera que España es un país seco y pedregoso, tanto así que para el poeta del sur de Chile, “los únicos verdaderos ríos de España son sus poetas; Quevedo con sus aguas verdes y profundas, de espuma negra; Calderón, con sus sílabas que cantan; los cristalinos Argensolas; Góngora, río de rubíes” (Neruda). Tendría que ser así, tal vez, porque (y Zurita lo sabe muy bien) cada río tiene un rostro humano, como dice Neruda más adelante en el Canto al hablar de un pescador colombiano: “Todo es el río, toda vida es río,/y Antonino Bernales era río.” Es así aún cuando muere “asesinado en la venganza” y cae con los brazos abiertos en el “agua madre” del Magdalena (Neruda). Es decir, los ríos nerudianos del Canto general pertenecen sin duda a una topografía humana, como, por ejemplo, cuando los escritores Miguel Otero Silva, Rafael Alberti, González Carbalho, Silvestre Revueltas y Miguel Hernández aparecen en “Los Ríos del Canto” como guardianes de la palabra que cantan en la vida o en la muerte al lado de sus respectivos ríos (Neruda). La poesía nerudiana se define en términos ecocríticos por sus verdades contradictorias coexistentes: es una obra geocéntrica, pero con un enfoque antropocéntrico, lo cual se explica por la ideología comunista que subyace una gran parte de su poesía a partir de su Canto general. El que sigue y amplía la veta nerudiana en la poesía chilena es, precisamente, Raúl Zurita, sobre todo en La vida nueva con toda su delirante y extática energía fluvial. El libro arranca con “Fragmentos”, que intenta establecer un ámbito enorme, una globalización cultural, más bien, por medio de la imagen de los ríos que aparecen en obras tan diversas como la Biblia, el Ramayana, el Popol vuh, el Mahabaratta, la Ilíada, la Odisea, en los poemas de los clásicos romanos y también en un relato mapuche. En “Y Fueron las Aguas”, el poeta quiere canalizar o darle un cauce al río del inconsciente humano. Así se explica su afán de grabar los sueños de los centenarios que viven en las regiones aisladas de los grandes ríos del extremo sur de Chile: los ríos Yelcho, Amarillo, Futaleufú, Michimahuida, y Malito (Zurita). El libro entero, entonces, se puede leer como un producto de las palabras modificadas (a través del cuerpo del poeta-antropólogo) de estos ancianos. En un artículo sobre el héroe épico en Beowulf, Peter F. Fisher dice que hay tres categorías de épica: el primer tipo representa las duras pruebas de una raza o una tribu (como en los libros Mosáicos y los profetas posteriores); el segundo tipo “incluye las pruebas del héroe como la encarnación de su raza y tribu y es, por eso, tribal o nacional en su enfoque” (como en la Maharabhata y la Eneida); y el tercer tipo abarca las épicas individualistas en que el héroe es la figura central y dominante (como en la Ramayana, la Ilíada y Beowulf) (Fisher). Como Zurita casi nunca se aleja del lenguaje bíblico, sobre todo del Antiguo Testamento, no es de sorprender que La vida nueva, si es una épica, se asemeja más al primer tipo de épica según la definición de Fisher. Zurita y sus máscaras líricas cuentan una especie de Génesis de los ríos, Éxodo o migración penosa de los ríos, y Resurrección o ascenso de los ríos y el mar donde desembocan. Si Neruda busca resucitar a los Incas silenciosos y una civilización desaparecida y destrozada por la violencia en “Las alturas de Macchu Picchu”, Zurita hace hablar en La vida nueva a una antigua pero no tan remota forma de vivir (que está en vías de extinción) a través de las narrativas míticas que recoge de los habitantes contemporáneos capaces de sobrevivir quizás a raíz de lo que le cuentan al poeta. De acuerdo con las ideas de Kent C. Ryden, los personajes ribereños que Zurita presenta contribuyen a la formación del conocimiento folclórico, demostrando un dominio (a veces heroico) de “las ásperas condiciones impuestas por el terreno local, cristalizando así la experiencia geográfica local” (Ryden). La vida nueva presenta varios problemas en relación con los dos géneros que nos interesan: los ríos que cantan, que se aman y se hablan en su caída y subida final encuentran su convergencia con los seres humanos a través de los sueños de los que habitan sus orillas. Estos cantos fluviales humanos por un lado son una delegación de parte del poeta de la voz omnisciente que caracteriza la épica. Por otro lado, son monólogos de una serie de máscaras líricas creadas por el poeta como técnica conocida y común del poema lírico a partir de Browning y Pound. Es decir, si el punto central de la unidad de un poema lírico es la llamada vida interior del poeta, ese ambiente interno de la voz lírica de La vida nueva se dispersa y se multiplica según su capacidad de proyectarse y encarnarse en otros seres humanos y figuras de la naturaleza como los ríos y los mares. Los poemas torrenciales y obsesivos de La vida nueva desarrollan su propio lenguaje repetitivo y un gran repertorio de epítetos y stock phrases, características que formaron la base de la investigación pionera de Millman Parry en los años veinte cuando comprobó que los textos épicos homéricos tenían su origen en la tradición oral. Por otro lado, como el sentido narrativo de La vida nueva es un río extremadamente turbio, los poemas en esta obra de Zurita podrían considerarse una serie cantos líricos que al final rechazan la estructura general épica impuesta a la fuerza por el poeta. Cabe preguntarse si La vida nueva es un poema lírico que se desborda o si es un poema épico que consigue, a duras penas, canalizarse. El individuo emerge con frecuencia en esta obra de Zurita, incluso con nombres específicos, pero siempre está al borde de desaparecer en un vacío mitohistórico. En la historia escueta de la humanidad que aparece en el poema lírico-épico “Soliloquio del Individuo” de Nicanor Parra, el individuo mantiene siempre su individualidad y sus cualidades anónimas a la vez. En este poema, el río se asocia con la supervivencia inicial de la especie humana, emblema esencial de las grabaciones aúricas y chamánicas de las cuevas de nuestros antepasados, punto de partida de la construcción de una civilización y una vida que carece de sentido al final, punto, en fin, al que es inútil volver, aún queriendo construir nuestros sueños humanos de nuevo:
Al definir la antipoesía de Nicanor Parra, Niall Binns habla de su “espíritu anti-bucólico y anti-telúrico” (Binns) en relación con la lírica tradicional. Por eso, Binns señala que hay que entender la ecopoesía parriana de los años ochenta como “una especie de anti-antipoesía” (Binns). Pero el poema de Parra que quizás mejor caracteriza una conciencia ecocrítica es “Defensa de Violeta Parra”, en que la hermana del poeta se retrata simultáneamente como un río y también la persona luchadora que sabe navegarlo:
Este poema recuerda la bellísima canción de Violeta Parra (1917-1967) “Lo que más quiero” donde la personificación del río conlleva una profunda falta de comunicación con la naturaleza que demuestra, a la vez, ese esfuerzo esencial de querer unirse con el mundo más que humano:
Es precisamente en las letras de esta canción y otras de Violeta Parra como, por ejemplo, “La Jardinera” y la extraordinaria “Exilada del Sur” (hay una tradición de la música folclórica que se llama “El Cuerpo Repartido”), donde la poeta-cantante define con la mayor claridad posible lo que significan la afectividad topofílica y el ecocentrismo. Si uno combina el humor trágico de Nicanor Parra por medio de su individuo eterno y aburrido que cuenta la historia de la especie humana con la idea de Vicente Huidobro de la manipulación de la naturaleza para los propios fines poéticos del poeta, se entiende mejor la poesía de Juan Luis Martínez, sobre todo el poema “La Geografía” que se puede leer como un juego anti-épico de subvertir la poética de Pablo Neruda en su Canto general con sus casi innumerables coordenadas geográficas: “Aplaste el relieve de Suiza,” nos propone Martínez, “y calcule la superficie así obtenida.” Teóricamente, entonces, la geografía, como principio ordenador, se convierte en algo muy relativo (o sea, no determinante) y sujeto a cualquier hipótesis científica. Suiza, como Chile, “un país que se caracteriza por sus altas montañas”, se deshace de sus cualidades tanto geográficas como poéticas, tal como sucede en el poema-espejo de “La Geografía”, un texto dedicado, por cierto, a Neruda y que afirma que transformar la geografía significa alterar “todo el ritmo de la existencia”. En este caso, Neruda perfectamente podría haber sido como uno de los poetas románticos ingleses si Chile hubiera sido como la Suiza aplastada de Juan Luis Martínez en La nueva novela: “Los ríos que nacían de los heleros de los Alpes, (el Rhin, el Ródano, el Tesino, el Inn) cambiaron su curso y se convirtieron en enormes lagos” (Martínez). De esta manera, Martínez critica el impulso totalizador épico que ha marcado la poesía chilena desde La Araucana de Alonso de Ercilla y Zúñiga y, posteriormente, Silva a la agricultura de la zona tórrida de Andrés Bello. En el conocido poema 68 de La ciudad, Gonzalo Millán intenta cambiar “filmicamente” no sólo las leyes naturales (como Huidobro y Martínez) sino también la historia como fenómeno temporal. El poema demuestra cómo lo imposible se convierte en realidad poética “grabada” en el sentido testimonial colectivo, no individual, para cobrar una vitalidad literaria politizada. Cabe mencionar aquí el concepto de la poesía cívica que también se asocia con la poesía épica: según Lowry Nelson, Jr., la poesía cívica describe el comportamiento de los miembros de una comunidad, los que gobiernan y son gobernados, y además los que tienen una conciencia de su entorno nacional e histórico. En la poesía cívica tradicional y también en la de Millán no se habla de la introspección privada, ni el amor, ni la efusión religiosa, ni la tragedia individual. Este tipo de poesía épica (que, según Nelson, caracteriza la narrativa de la Ilíada) trata la comunidad y la supervivencia comunal en una situación amenazante (Nelson). Millán utiliza la figura kinética del río para configurar la crisis. La corriente que fluye en el poema de Millán es, a la vez, agua y electricidad:
La ciudad es un largo poema anti-lírico que consigue cierto aliento épico. Con su poética objetivista, Millán niega el lenguaje lírico que caracteriza quizás toda la poesía chilena hasta la década de los setenta y que forma, además, la base de tanto la poesía lírica como también la épica. Por eso, en gran parte, la experiencia de la poesía de Millán es tan profundamente radical. Puede que haya algo exageradamente mecánico en esta poesía de Millán ya que refleja la potencia horrorosa de las nuevas tecnologías a las que se hacen recurso para aplastar la dignidad humana. El emblema del río que aparece en este poema de Millán sobre el golpe militar de 1973 es potencialmente parecido al río que fluye en “Reversible” de Gonzalo Rojas, un poema impulsado por el mismo momento histórico. Un proceso violento y perverso, considerado por ambos poetas como algo en contra de la naturaleza, conjura un mundo en que hay una nueva sensibilidad de lo que puede considerarse normal. En este poema lírico de la ira, Rojas siembra de nuevo las semillas de la épica cuando hace presente un lejano momento de lucha y resistencia heroica:
En este poema, Lautaro, héroe épico, establece una alianza en el poema con un río que no es símbolo sino alegoría, fuente de una narrativa que perdura, adaptándose a nuevas realidades y nuevos momentos de la historia. De hecho, el poeta mapuche Leonel Lienlaf (1969) invoca el espíritu de la misma figura heroica y lo asocia con esta agua ceremonial que es el origen de los ríos y la fuente de la resurrección y fuerza de un Lautaro que sabrá seguir su lucha en el presente:
Volviendo a “Reversible” de Rojas, el poeta termina el poema destacando la similitud entre los campos de concentración de Buchenwald y Dawson, y, considerando el significado de estos sitios extremadamente inhumanos que nunca deben olvidarse, Rojas nos plantea la siguiente pregunta que se puede relacionar con todos los procesos naturales:
César Soto Gómez (1952), en su libro Alto Bio-Bío, pregunta algo más directamente relacionado con una conciencia ecocrítica contemporánea:
La respuesta que ofrece el poeta es un rotundo “Nada…absolutamente nada”. Soto menciona el Mataquito como un río con una importancia singular en la historia de Chile porque es allí donde murió Lautaro, mientras resistía a los españoles y defendía la tierra que pertenecía a los indígenas contra los valores europeos tan dañinos en términos ecológicos. Este ciclo destructivo se va repitiendo hasta la actualidad. Como señala Tony Clarke y Maude Barlow en su artículo “El desafío ante la privatización del los sistemas de agua en Latinoamérica”, “En Chile, los grupos ecologistas han protestado enérgicamente contra la venta de los sistemas fluviales. Durante el régimen de Pinochet, el 80% de los ríos se vendió al sector privado con el fin de facilitar la utilización del agua para la producción de energía y el consumo agrícola. La compañía española Endesa ha adquirido gran parte de los sistemas fluviales de Chile para desarrollos principalmente hidroeléctricos” (Clarke y Barlow). Uno de estos proyectos, la Represa Hidroeléctrica Ralco ha tenido un efecto en las comunidades indígenas Quepuca Ralco y Ralco Lepoy con sus 90 familias y un total de 500 personas. Según el artículo “Antecedentes del conflicto Represa Hidroeléctrica Ralco en Territorio Mapuche Pewenche”, la represa hidroeléctrica Ralco es la segunda represa construida en la cuenca del Bio Bio después de la primera que se llama Pangue, dos construcciones “que destruyen unos de los ecosistemas más valiosos del planeta, según se indica en el Informe de la Federación Internacional de Ligas de Derechos Humanos, que califica estos proyectos de ‘Ecodesastres’” (Antecedentes). Por cierto, continúa el artículo, “uno de los últimos hechos de enorme gravedad, fue el ocurrido en mayo del 2004, en que las familias pewenche tuvieron la inundación de su cementerio ancestral en Quepuca Ralco” (Antecedentes). David Orr, en su libro Ecological Literacy: Education and the Transition to a Postmodern World asevera lo siguiente a propósito de la importancia de tomar en cuenta las características autóctonas de un lugar preciso: Los lugares son laboratorios de diversidad y complejidad, mezclando funciones sociales y procesos naturales. Un lugar tiene una historia humana y un pasado geológico: forma parte de un ecosistema con una variedad de microsistemas. Es un paisaje con una flora y fauna específicas. Sus habitantes constituyen un orden social, económico y político. (Orr) En este sentido, el artículo de Clarke y Barlow, sin ser obviamente un análisis de crítica literaria, nos ofrece una manera excelente de acercarnos a la nueva poesía mapuche y huilliche del sur de Chile de poetas como Jaime Luis Huenún (1967), Elicura Chihuailaf (1955) y Leonel Lienlaf. Los dos estudiosos dicen que “en el sector del Alto Bio Bío se distinguen cinco ambientes ecológico-productivos”, el primero de los cuales se llama el mallín y consiste en “sectores planos y húmedos, correspondiente a suelos aluviales y dedicadas al pastoreo.” Dicen, además, que, junto con la pampa baja y el bosque nativo, el mallín “corresponde al sector de invernada, el cual está junto al río y en la ladera hidrográfica de la cuenca del Bio Bío. En este sector el pewenche tiene su vivienda permanente, vive con su familia y realiza sus cultivos” (Acercamiento). Podría parecer excesivo seguir citando de este artículo, pero es un buen ejemplo del tipo de trabajo no-literario que ilumina ciertos textos poéticos: El recurso agua (sic) es abundante y de buena calidad ya que no existe contaminación de ningún tipo. Las aguas puras y cristalinas provenientes de los cerros, quebradas o vertientes de escurrimiento superficial, las utilizan para uso doméstico, brebaje de sus animales y riego en los cultivos de huertas y chacras. Esta agua a pesar de proceder en gran medida de propiedad de las comunidades de Quepuca Ralco y Ralco Lepoy, no se encuentran legalmente inscritas (sic) a nombre de sus usuarios, por lo que es calificado como un riego informal, un riego clandestino, por parte de Endesa, los dueños de las aguas. (Acercamiento) El mallín aparece en Ceremonias de Jaime Luis Huenún como una referencia al espacio dedicado al nütram, que el poeta define como “la conversación mapuche que entrelaza retazos de mitos, recetas medicinales e historias de parientes y vecinos vivos y difuntos” (Huenún). Aquí, según Huenún, las palabras indígenas cobran una presencia física justo en la tierra más cercana al río: “Adentro escucho verter las palabras, el mapudungún que se desliza por entre mallines y pedregales” (Huenún). El río también se relaciona en la poesía mapuche con la muerte, tal como lo presenta Elicura Chihuailaf en su poema “Sueño azul”:
Leonel Lienlaf busca una cierta correspondencia terrestre-celeste en su poema semejante “El río del cielo”:
Por cierto, hay una versión de este poema en la lengua indígena Mapudungún que se llama “Wenumapu leufü” que también se incluye en la antología Ül: Four Mapuche Poets (Vicuña). El reconocimiento de la diversidad lingüística con sus formas únicas de concebir el mundo también es una característica importante de la ecocrítica, ya que, como señala David Abram, “la escritura, tal como el lenguaje humano, se engendra no sólo en la comunidad humana sino entre la comunidad humana y el paisaje animado: nace del intercambio y contacto entre el mundo humano y más que humano” (Abram). En Ceremonias, Jaime Luis Huenún describe el río y su entorno en una pequeña comunidad mapuche a 18 kilómetros de Temuco como un espacio sagrado, sitio de los ritos funerarios de un carpintero anciano llamado José Llanquilef:
Cabe destacar que este poema, junto con el próximo texto que voy a citar, “Víctor Llanquilef empuja el bote ebrio al Río de las Canoas”, no pertenecen a la sección del libro que se llama “Ceremonia de la muerte” sino a “Ceremonia del regreso”, por todo lo que significa el último viaje de los difuntos de acuerdo con las creencias indígenas:
Lo que agrega Huenún en el título de este texto es la referencia al poema famoso de Rimbaud que describe otro viaje escatológico. Si bien no hay una presencia fluvial marcada en el poemario posterior de Huenún Puerto Trakl, es porque el poeta, ante la amenaza de su propia muerte, ya se encuentra en el puerto al borde del mar donde desemboca el río de su vida como creador:
Tal como se aprecia en la nueva poesía indígena de Chile, hay una fuerza orgánica en la poesía de Oscar Hahn. Lowry Nelson, Jr. asevera que en la poesía lírica existe “el énfasis romántico en el símbolo y en la analogía orgánica: los símbolos deben ser penetrantes y consistentes; los poemas se parecen más a las plantas en su integridad que a las máquinas con sus partes desmontables” (Nelson). En algunos poemas líricos de Oscar Hahn la lira natural que es el río comienza a contar una narrativa alegórica musicalizada, o sea, las historias de nuestras vidas y muertes colectivas emergen del símbolo conocido en conjunto con todas las otras narrativas fluviales coexistentes en él a través del lenguaje poético. ¿Qué es lo que se transporta, entonces, exactamente, en poemas como “Canción de Blancaflor”, “Fragmentos de Heráclito al estrellarse contra el cielo”, “Un ahogado pensativo a veces desciende”, “O púrpura nevada, o nieve roja”, “Meditación al atardecer”, y “Adán recuerda la fallida destrucción del árbol de la ciencia”? Lo humano y lo más que humano, una confluencia entre el cuerpo y el río: “El alma de Blancaflor/herida flota en el río/en el río del amor” (Hahn), fluye con su muerte desde la Edad Media, recogiendo a la Ofelia de Shakespeare, hasta llegar a nuestra época; “No nos bañamos dos veces en el mismo río,” nos cuenta el poeta, “No entramos dos veces en el mismo cuerpo” (Hahn); “caudaloso de cuerpos pasa el río”, arrastrando tal vez a todos los lectores muertos y vivos que llevan en sí un recuerdo fluido de “Le Bateau Ivre” (Hahn); el río también se lleva el rostro del soldado muerto bajo la mirada de su novia (Hahn); al final, dice Hahn, lo que hay es un inmenso proceso natural cíclico:
En esta relación hay una especie de rioficación del cuerpo, o una corporificación del río. Tenemos un vínculo con este río corporal y este cuerpo fluvial desde el mismo momento de la creación cuando nos atravesamos, cuando “Caminamos tomados de la mano/y el gran río cruzamos vengativos/para incendiar los bosques tentadores” del paraíso terrenal (Hahn). ¿Será que este poema ostensiblemente lírico de Hahn es nada más que un capítulo contemporáneo que actualiza la historia épica que narra la Biblia en Génesis y Apocalipsis? En la poesía de Jorge Teillier (1935-1996), los ríos también existen para atravesarlos, pero en este caso por medio de un puente en los eternos viajes por tren que llevan al gran poeta lírico/lárico hacia el sur (ahora para siempre) en ese eje metrópolis/centro-campo/periferia. El lar que se convierte en los poemas en el verdadero centro espiritual sagrado del poeta y su memoria no es simplemente un lugar constituido por la tierra. El poema cuasi-épico “Crónica del forastero” abre (“Mi rostro quiere recuperar la luz que lo iluminaba/en el verano traído por la corriente del río”) (Teillier) y termina con poderosas imágenes fluviales:
Niall Binns asevera que “la denuncia ecológica se formula en Teillier a veces de manera superficial, como una protesta irónica contra la contaminación expresada en imágenes de la omnipresente basura, desechos de la sociedad moderna que llegan al mismo corazón del país, al espacio provinciano que el poeta lárico quisiera retener sin mácula” (Binns). Otras veces el poeta demuestra una conciencia de una amenaza más seria pero siempre en relación con el espacio utópico de su niñez. En contraste con la recreación de una perdida Época de Oro (o sea, backward dreaming) de la infancia en la poesía de Teillier, hay una especie de lo que se podría llamar forward dreaming en Título de dominio de Jorge Montealegre (1954) que describe la crecida del Río Mapocho durante los fuertes temporales que definen la marginalidad bajo la dictadura militar. La pérdida de identidad cuando el poeta ve cómo “las cartas/de ciudadanía/quedan rezagadas siguiendo la corriente” se yuxtapone con la proyectada libertad de “un moisés (que) flota hacia la tierra prometida” (Montealegre). Égloga de los cántaros sucios de Oscar Barrientos Bradasic (1974) es un libro realmente notable que se constituye de 21 poemas en los cuales el emblema del río crea un espacio idóneo para contemplar la historia y, a la vez, algunos conocidos problemas filosóficos, como, por ejemplo, en “Heráclito de Éfeso se mira a sí mismo en el Río de las Minas”:
Los ríos que hemos experimentado a través de los poemas de estos poetas chilenos del siglo veinte y del período más actual podrían ser emblemas ecocríticos con un valor tanto metafórico como literal en cuanto a su capacidad de conducir narrativas humanas en el viaje hacia la muerte y de crear fronteras líquidas entre la poesía lírica y la poesía épica para que al final los poemas existan en un metagénero que corresponde al mundo entero con sus distintos microsistemas, donde la vida interior humana siempre actúa con la mayor reciprocidad posible con lo más que humano. Aquí, como dice Andrés Fisher (1963) en “Ríos sin discurso o el dis-curso del río”, todo es posible, hasta “la interrupción del flujo; el agua rota en pedazos y la palabra estática, en situación diccionario” (A. Fisher). La naturaleza misma se encargará, tal vez, de deshacerse de lo humano a través de un rito de purificación, como implica Juan Cameron (1947): “Pues el río en la tarde cambia el curso/y todo lo arrojado vuelve a su lugar/lavado por las aguas” (Cameron). Sin embargo, como no podemos escaparnos del desastre ecológico que hemos creado, ¿tendremos que entregarnos a la corriente y seguir las instrucciones de Sergio Mansilla (1958) cuando dice, “Cierra los ojos y navégate sin rumbo sobre esta agua/que viene de ninguna parte y que va a ninguna parte” (Mansilla)? En este espacio genérico “epilírico” que abarca la gran dialéctica entre lo monológico y lo multilógico, los ríos de la poesía chilena pueden desembocar en su fuente, fluir en dos sentidos simultáneamente, tener tres orillas para su caudal inmóvil, o levantarse para correr con las historias de la imaginación poética entre las estrellas. Por otro lado, el río que somos nos permite establecer una identidad ética a través de nuestra capacidad no sólo de crear símbolos, sino de entender literalmente (en términos científicos no exentos de belleza y asombro) los ecosistemas fluviales que nos sostienen, de tejer relaciones recíprocas con el mundo que habitamos tal como sucede con los nuevos límites corporales expansivos en “Durmiendo junto al río” de Alberto Rubio:
Masaru Emoto nos plantea las siguientes inquietudes y desafíos en relación con el agua y el futuro: ¿De dónde vienen nuestras almas? Hemos visto la posibilidad de que vienen de un lugar remoto del universo, llevadas por el agua. Entonces, preguntamos, ¿qué es lo que espera al alma? Como somos de agua misma, algún día todas nuestras memorias de las experiencias en este planeta serán lanzadas al espacio. Y nuestra responsabilidad antes de que suceda esto es transformarnos en agua pura sobre la faz de la tierra. (Emoto) Todos los seres humanos, entonces, con nuestros ríos internos, tendremos quizás la oportunidad de construir una nueva épica a partir del poema lírico de una sola célula humana de agua. Mientras tanto, nos corresponde entender de una manera cabal el discurso tóxico que proviene de una situación cada vez más grave en el mundo que habitamos y que intentamos describir por medio de la palabra escrita. Como señala Jonathan Bate en su libro fundamental The Song of the Earth, “las obras de arte pueden ser estados imaginarios de la naturaleza, ecosistemas imaginarios ideales, y, leyéndolas y habitándolas, se puede comenzar a imaginar cómo sería vivir sobre la tierra de una manera diferente” (Bate). |
Steven F. White (Estados Unidos, 1955). Poeta, traductor y ensayista. Es traductor de Poeta en Nueva York de García Lorca, también ha realizado antologías bilingües de la poesía de Nicaragua, Chile, Cuba y Brasil. Es el autor de los libros de ensayos críticos La poesía de Nicaragua: diálogos con Francia y los Estados Unidos y El mundo más que humano en la poesía de Pablo Antonio Cuadra: un estudio ecocrítico. También trabajó como co-editor de Ayahuasca Reader y co-autor de Cultura y costumbres de Nicaragua. Como poeta publicó los libros bilingües Fuego que engendra fuego y Escanciador de pócimas. Publicação original na Agulha – Revista de Cultura # 67 (Brasil, janeiro de 2009). Contacto: swhite@stlawu.edu |
Agulha - Revista de Cultura |
. |