ALEJANDRA PIZARNIK: FIGURAS DEL SILENCIO Carlos Bedoya |
En el fondo todo esto me da risa. [AP] |
La experiencia poética de Alejandra Pizarnik guarda estrechas relaciones con la vivencia de la locura, su proximidad y su riesgo. Un insistente movimiento la vincula así mismo con la fascinación y el temor ante el suicidio. Aire denso donde también se hallan presentes una cruel y tierna melancolía, los hundimientos de la depresión en el vacío y el aterrador hechizo de la muerte. Brotan a su lado la euforia, la exaltación, la alegría del abandono al desbordarse como un niño en una totalidad sin fin: “Debajo de mi vestido ardía un campo con flores alegres como los niños de la medianoche:” (“En un ejemplar de Les chants de Maldoror”). Nombres y figuras sobrevuelan la fisura donde el señor de la sombra hace el amor con el silencio. La música de la abertura multiplica las posibilidades de un cuerpo que nunca se detiene, salvo de manera efímera en el poema. Hay una afinidad entre su voluntad de dispersión y esta concentración tan intensa que se vislumbra (o se piensa), en uno de sus poemas, como el corazón de la existencia. Se piensa. Alejandra Pizarnik piensa mucho, más allá del límite, a través de torrentes voluptuosos que la poseen. Habla de voces que caen sobre su voz. Voces, imágenes hechas palabras. Palabras ligadas a la memoria y al instante. Pero no a la memoria voluntaria, sino a un recordar casi imperceptible, fallido las más de las veces. Vive un olvido, una ausencia, unas ausencias que iluminan momentáneamente el instante. Arrojada al vacío es una desposeída, su ser se ha fragmentado a raíz de un golpe, su cuerpo se ha hecho pedazos. Quedan de él figuras del silencio. Figuras como pájaros o muñecas de papel. Papel plateado o dorado, azul o rojo, verde, amarillo o lila: “No quiero saber. No quiero más que un silencio para mí y las que fui, un silencio como la pequeña choza que encuentran en el bosque los niños perdidos” (Extracción de la piedra de la locura). Voz ávida en la cual una imagen se repite de manera insistente; lilas deshojándose, un caer de pétalos. Caída que es signo, piel de un abismo, azaroso transcurrir en el abismo: “… déjate caer-, umbral de la más alta inocencia o tal vez tan sólo de la locura” (Extracción …). Abismo en el que se desplaza a oscuras. Raras veces una luz. En ocasiones, en el amor o la palabra un mundo se ilumina. Pero esa luz se le niega, se le escapa. Algo de lo que ha perdido es el amor. Vive un deseo muerto, estrangulado, en el cual se retuerce envuelta por un desgarramiento insaciable que en nada encuentra descanso. Ni el alcohol, la palabra, la droga o los paseos nocturnos, pueden sosegar un río de sangre, una “melancolía de volcán” como escribe Octavio Paz. Su estilo de vida, caminando siempre sobre el lindero, le lleva a sacudir ese aspecto frecuentemente artificial de la escritura. La fascinación de escribir no radica en un propósito sino en un llamado, en lo que alguien llama el dictado. Escribir le hace sentir como una loca “escarbando en el lenguaje”. Rimbaud habita la fuente de su renacimiento y su perdición, por literatura (o por delicadeza) ha perdido su vida. Pérdida impuesta por una fuerza inexorable pues, como lo expresa Pierre Drieu La Rochelle en Adiós a Gonzague: “Si uno debe escribir, es cuando tiene algo en el corazón. Si yo no escribiera hoy, entonces podrían escupirme a la cara.” Su búsqueda arde en la certeza de un despojo. Se encamina hacia un encuentro que raras veces se produce. Va hacia él llevada por la muerte, se ve conducida al reino de la otra que es el de la imagen y su fuga. La imagen es para ella el producto, el hallazgo de una loca, a semejanza de aquel interrogante propuesto por Coleridge, de que si luego de soñar con el paraíso donde me dan una rosa y al despertarme encuentro esa rosa sobre mi mesa de noche, entonces qué. Hallazgo que se produciría en otras dimensiones, análogas al ser que las vive en su soledad. Figuras que nos sumergen en la tierra. Predomina en la poesía de Alejandra Pizarnik el universo nocturno, tan sólo un sol negro fulgura sobre la maleza: “Al negro sol del silencio las palabras se doraban”. Hierbas “malas” proliferan sobre la tierra roja. También flores y música. Pero ella es la fugitiva de la música. Observamos aquí una separación del deseo (la música, el sueño) expresada también en los tres seres que habitan al poeta y la duplicidad que experimenta incluso en su mismo cuerpo, ese campo de batalla en el que es dos muchachas, un cuerpo con dos costados opuestos siempre. Uno claro, otro oscuro. La mano izquierda, la mano derecha, los caballos tiran para un lado y otro, este sonido que vibra en la curva al paso de los buses no es sino la escisión del campo magnético: “Desviarme hacia mi muchacha izquierda —manchas azules en mi palma izquierda, misteriosas manchas azules–, mi zona de silencio virgen, mi lugar de reposo en donde me estoy esperando” (Extracción …). La escritura del olvido le recobra el imposible de alcanzar para siempre la otra orilla del río. El bosque lleno de colores encarna el viento, la arena, una voz oculta en el tejado y que el explorador descubre en medio del insomnio contemplando al amanecer los pájaros desde una ventana. Sin protección, sin flotadores para asirse. Ocho veces al día golpeándose contra la puerta que nos separa del país diminuto y trastornador, donde el amor imposible lía un cigarro y acaricia el viejo santuario:
El impulso al suicidio se apodera del cuerpo y los sueños de la Pizarnik. Entre poetas obsesos y dogmáticos se ve llamada a adelantarse al morir y a apresurar el retorno delirante a “los lugares de los cuerpos poéticos”. A una tierra natal imposible de ubicar por más que se recuerde. De ahí su vivencia de un origen no cronológico. En alguna página de su Diario se dice consciente de que debería matarse, pero algo (quizás su vitalidad exuberante) le impide realizar este deseo. Algo que no puede recordar y que por su hermosura sirve de apoyo, de asidero, para continuar viviendo. Aunque también el suicidio sea hermoso. Esta atmósfera hace visible el miedo. La perspectiva de disolverse, de borrarse en un mundo sin fronteras, es bella y por lo mismo pavorosa. Desintegrarse en el mundo sin identidad, en las múltiples identidades: “Algo caía en el silencio. Mi última palabra fue yo pero me refería al alba luminosa” (Caminos del espejo). Muñecas con espejos en sus corazones, en ellos se reflejan los ojos del ser poético. Este se mira a sí mismo en las cosas. Las cosas son, como decía Jacques Rigaut, síntomas de la nada. No podemos eludir la contemplación y el silencio, la soledad, la muerte, y menos aun el extravío en la naturaleza que nos es propia: “Los mundos imaginarios y cálidos que circulan sin descanso por la campiña en la época de la cosecha vuelven el ojo agresivo y la soledad intolerable para aquel que dispone del poder de destrucción. Para los extraordinarios trastornos, es de todas maneras preferible apelar enteramente a ellos”. (Malcolm Lowry, Ultramarina). El poema se considera aquí como algo no reductible ni a la vida ni a la muerte. Semeja un ademán de aquiescencia, “gestos levísimos”. Mundo en el cual podrá habitar en su recomienzo “la muñequita de papel verde, celeste y rojo”. Tal vez la palabra poética se experimente, de acuerdo con esto, en un tercer sitio, un espacio nuevo y vacío, acaso indecible, una mudez, signo del nudo que se le forma en la garganta y trata de desatar con palabras. Espacio al que debemos entrar. La Pizarnik se mantiene, a ratos, a medio camino entre un adentro y un afuera, entre una experiencia interior y una exterioridad cortante. Vive casi siempre en un adentro absoluto, de párpados cosidos y puertas cerradas. No es uno, ni dos o tres sitios, sino una reunión de todos los sitios. Encrucijada de lugares. El tiempo disuelto por el poema deja entrar nuevos ritmos, pero es también el movimiento hacia un reposo absoluto. Un abandono de sí, una entrega a la devoción del extravío. Una quietud igualmente amenazante, una infancia hechizada por la sombra. Quietud que tan sólo el viento cruza de cuando en cuando. Sin embargo, el rumor de la vida vibra para quien escucha, para quien sabe estar alerta, próximo a los ríos de nieve y a los bosques de hierba encendida, en la espera de los mirlos. La eterna quietud sería el deleite del instante. Uno de los aspectos que más nos impresionan en la obra de Alejandra Pizarnik es su tendencia a confundirse con la vida en un espacio abierto al sueño. Amante del todo en que naufragamos, una ciega tormenta le reducía a ser meramente un adentro. Deseo de amar enfrentado a un torvo universo, donde los hombres se hacen cada vez más insensibles a las posibilidades del goce de su existencia. Fue ella otra asesinada por la sociedad, víctima de un complot de fuerzas destinado a orientarla hacia su perdición. Cuando sale de noche a vagar por las calles, soñando con un extraño encuentro al amanecer, tras sentirse como si de nuevo la hubieran dejado “pidiendo”, se descubre a expensas de alguien que va a asesinarla. Atmósfera de muerte en donde debe moverse, tropezar, caer, reír y volver a levantarse. Una densidad rasgada por la música, por el deseo de hundirse en las teclas del piano. En la música y el vacío revelados por el éxtasis. Esta música de vísceras rotas le acerca, por un lado distinto a la literatura, con la cantante norteamericana de blues Janis Joplin . Hubiera preferido ser como la Joplin un ser nocturno, antes que permanecer encerrada ante un papel en un cuarto sombrío. Es este el nexo que nos muestra la niña monstruo: ruptura del nombre propio, destello de verdes soles, surgiendo de los cuerpos como sangre de las bocas al vomitar estrellas:
Janis Joplin murió dos años antes que la Pizarnik. Elfeeling de sus canciones, el acento erótico del ritmo, una crueldad ávida y deseosa, fascinaban a la nómade que rasgaba con agujas rojas las tinieblas de los días locos. Tras el sudor, un grito largo como el puñal de la risa. Los poemas de Alejandra Pizarnik no se ven libres, en muchas ocasiones, de una inclinación hacia lo intelectual. Un pensar demasiado abstracto sobre la poesía, una reflexión llevada a cabo desde la perspectiva heideggeriana acerca del ser del lenguaje, amenazan con desplazar la imagen sensual y detener la cascada de visiones característica de la mayor parte de su trabajo poético. Vale la pena igualmente señalar cierto énfasis nostálgico y desesperado en textos que muchas veces obligan a olvidar la alegría y la ternura propias de otro polo presente en su obra. Es ahí cuando ésta tiende a pierde pie en la abertura, hundiéndose en un miedo paralizante, incapaz de violentar la vida. |
Carlos Bedoya (Colombia, 1951). Poeta, ensayista y traductor. Ha publicado Pequeña Reina de Espadas (1988). Desde hace más de diez años se dedica a la radio, sobre jazz y rock. Contacto: nadja35@hotmail.com |
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