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BENJAMÍN PÉRET - por ROBERT BENAYOUN |
Siempre es agradable, y tonificante, y muy positivo hablar de Benjamín Péret, o pensar en él. Ninguna clase de nostalgia o desvarío, ningún panegírico viene a interponerse entre su imagen familiar y nosotros. No es necesario decirlo. Siempre se tiene también la sensación, por una vez al menos, de hablar de un poeta del mismo modo que podría hablarse de un tornero, un ciclista, un kurdo o un señor llamado Ernesto. ¿Hay, por otra parte, la posibilidad de hacer otra cosa? Que yo sepa, Péret jamás ha jugado a ser el vidente, el mal amado, la voz maldita, el poseído, el cómplice secreto, el faro intermitente. Escribía poemas igual que se bebe un vaso de burdeos, como se acaricia (sin pensarlo) una mano, o, para parafrasearle a él, como se estornuda. Este hombre tierno, rudo y malicioso, escribía sus poemas de un tirón, sin tachaduras, con una letra muy pequeña (hubiera podido transcribir alguno de ellos en una hoja de Job), le colocaba uno de esos títulos chocantes o con gancho de los que él tenía (Je ne mange pas de ce pain-là, Un point c´est tout) , y los reunía de vez en cuando en un volumen de edición limitada en buen papel, ilustrada por algún pintor amigo (Tanguy, Miró, Toyen), para después olvidarse de todo, hasta de la última palabra. Con frecuencia hasta tal punto que los amigos bromeaban citando en su presencia algún pasaje sacado de sus libros, que él no identificaba nunca, apreciándolos vagamente con una sonrisa perpleja e intentando adivinar el autor, como una corriente le pusiera en presencia de un trono que flora, llegado desde las antípodas. La poesía, en este grado de generosidad y de desinterés, tiene la frescura de una escapada al campo. Extraña, y de una modestia de avena silvestre, la obra poética de Péret, que es además considerable, nunca ha llegado al gran público como un Eluard o un Prevert, a quienes en más de un título es muy superior. Péret, que no daba el menor valor a lo que escribía, era sin embargo un hombre interesado por las exigencias del corazón y de la moral, el exégeta ferviente del amor sublime, el ojeador tenaz y admirativo de las leyendas y los ritos lejanos, el polemista intransigente de las luchas políticas y sindicales. En sus ensayos, prólogos y panfletos, era un espíritu duro y delicado, lúcido y riguroso, un analista fino e incansable, pero esa pasión y esa devoción él las consagraba a los demás. Desde que su poesía empezaba a gestarse, él ya no era consciente de las leyes físicas o intelectuales de la escritura, se volvía un ser vacante y disponible, totalmente extraño a todo lo que significase vanidad o amor propio de autor. Su yo era tan magníficamente otro que si en su dirección se hubiera puesto: B. Péret, poeta hubiera él mismo respondido, sin duda antimilitarmente, por: desconocido en el batallón. Sabemos que en la época del surrealista juego de los sueños, Péret, era con Desnos y Crevel, el más fácil de dormir, siempre estaba dispuesto a soñar, se hallara sentado o de pie, y a dejar hablar a su inconsciente. Ese don de partida hizo de él, en la era de la escritura automática, un verdadero corredor de fondo, un pájaro veloz en las huidas incomparables. Pero cuando alguno de los poetas más prestigiosos del momento se enrolaba en esta tierra baldía como en una sinecuera o un eldorado, con veleidades de pillaje sistemático o recolecciones cada vez más aleatorias, Péret consideraba esas tierras vírgenes como las del que regresa al país natal. Más tarde, cuando viajó a Tahití, siguiendo el modelo de Roussel, rehusó valorar lo pintoresco. Su odio a la facilidad le conducía a filtrar sus propios filones, que acaso sabía inagotables o que nunca llegó a explorar hasta el agotamiento. Por otra parte, su disponibilidad no tenía fronteras. Poseía el don inquietante, casi esquizofrénico, que le permitía en un segundo encarnarse en no importa qué, un pelo, un sol tropical, un clavo o, como en otro tiempo, durante el proceso Barrés, en el Soldado desconocido. En el junto del uno en el otro, que él practicaba con maestría involuntaria, se convertía, en un abrir y cerrar de ojos, en landó, bistec, riñón, boliche o cruz de la legión de honor, mientras sus amigos le habían declarado sombrero de copa, capuchina, vía láctea o periódico libertario. Yo lo he visto, en el curso de los juegos menos poéticos, considerarse un taburete o hacerse el muerto con un realismo y una convicción inenarrable. En sus mismos poemas se verá que la identificación, el desdoblamiento, la demultiplicación, no le presentan ningún problema. Está en todas parte a la vez, simultáneo, obicuo, presente en cada palabra aislada, siendo uno solo con sus criaturas, sus accesorios o sus principios sintácticos. En todo eso es preciso ver la disposición mágica de alguno de los poblados primitivos que él frecuentó y admiró, cuyos mitos y leyendas nos ha revelado, y de los que conservó su pureza en esa mirada limpia que siempre tuvo. Había también en Péret, por otra parte, ciertas reservas de los aspectos salvajes, una parte inexplicable de paciencia colosal, de desenfreno bruto. Péret era, en más de un título, un ser natural. Encontraba a veces, en las playas de Bretaña por ejemplo, en un breve traje de baño, las actitudes y las huellas de un queequeg de las olas y de las brumas. Abogaba sin saberlo por un retorno total a la naturaleza de un lenguaje demasiado castigado, demasiado ordenado, de nuestras revistas literarias y de nuestros cenáculos. Más de una vez se encuentra bajo su pluma esta llamda desprovista de equívocos, "las culturas de los adverbios vueltas al estado salvaje" (en Vent du Nord). A menudo suelta sus palabras como manadas de coyotes o camadas juguetonas de salvajes fieras. Algunas de las fotografías suyas que tengo bajo mis ojos (allí respira una alcachofa, aquí el tronco de un árbol milenario) evocan no se sabe qué sabio de tribu, serenamente alegre, pero que lo conoce todo. Péret prefiere a cualquier juego prodigioso, incluso a los que provoca él mismo, la espera catatónica de las piedras, la esperanza loca aunque justificada por una renovación de indecencia encantadora y de inocente escándalo. Es muy frecuente en sus poemas: esperar, o yo espero. Tiene también un gusto desmesurado por las piedras: Dormir, dormir dans les pierres. Ponge pone una piedra bajo la lupa y la describe con un gran refuerzo de deducciones; Péret envía esa misma piedra al universo que ella encierra o en ella se encarna, la hace estallar en un cosmos bailarín, en persecución de la java. "Sol ruta gastada piedras temblorosas", en su paciencia y en su humildad se satisface con actividades íntimas pero considerable: "acariciar lentejas antes de sembrarlas". Y he aquí que la floración repentina rompe el estupor del universo. Péret el inmóvil, porque ha sabido tomar su tiempo, se levanta y, sin ningún impulso, toma velocidad. La aparente placidez, la calma escultural, eran una pura señal de benévola potencia: en el estupefacto durmiente de hecho sesteaba la cebra autora de la palabra, el poeta más rápido del mundo, el que nadie en la carrera ha pensado alcanzar nunca. No hace mucho tiempo (no sabría decir antaño), yo le atribuía la facultad inaudita de fondo de tren. Es verdad que Péret ha introducido en la poesía una cualidad supersónica: tiene arranques fulminantes y fáciles, la valija más preparada que pueda existir. Una sola palabra le lanza, una de esas palabras sencillas que son para él el pistoletazo del starter. Ahora bien, En aquel tiempo, Entonces, Es preciso, inmediatamente le aseguran uno o varios vagones: En otro tiempo (platanera), Era una vez (una panadera). La palabra babor arrastra todo Le passager du transatlantique, Para qué desencadena todo el final de Dormir dormir dans les pierres. Cuando no es una palabra-resorte, le basta una idea, a condición de que esta idea sea muy simple, como en Les lamentations d´un carrefour o en Aventures d´un orteil. Desde ese momento una carrera insensata, irreversible, apresa al poema que se distancia, se alcanza, o se adelanta sin cesar a sí mismo. Se dan en Péret esas locas persecuciones, esa grandes colisiones, esas caídas inopinadas que se ven en los cortometrajes de Mack Sennett o en los dibujos animados de Tex Avery. Y si la cosa hace que se salten los ojos, en argumentos como Pulchérie veut une auto, ello no es menos evidente en libros como De derrière les fagots, en donde los encuentros más anodinos terminan con un descarrilamiento de tren (Ça continue). En su poesía nada permanece estable, una locura furiosa se adueña del orden natural, y, bajo el efecto de cataclismos tanto verbales como materiales, se despliegan en seguida anomalías, errores, aberraciones, decálogos de funciones o de propiedades que todo lo cuestionan, a medida que la palabra pertenece a Péret. El lo ha escrito: la poesía tiene efectos vibracionales y concéntricos a los cuales no se resiste: El hombre descubre la poesía circular Ese cuerno de la abundancia no excluye ni las palabras raras ni las palabras corrientes, sino que, lo más frecuente, forma plétora de palabras deterioradas. Su vocabulario no pasa forzosamente por los chotacabras, las obsidianas, las cabuyas, sino que utiliza con entero conocimiento tal efecto de esplendor. Con cierta frecuencia hace brotar rocío o chispas de los materiales más oscuros, más vilipendiados. Su imaginería se halla tan próxima de Le Nain, Chardin o Vivian como de Jerónimo Bosch o Dalí. Habla a menudo de huesos, de ortigas, de pan (duro o no), de carbón, de mantequilla, de cuerdas, de avena, de coliflores o de pantalones. En Le testament de Parmentier, él se dirige perentoriamente a su amiga la patata. A veces cede también a lo burlesco de algunas frutas o rinde homenaje al bestiario disparatado: de un lado el plátano y el camembert, del otro la pulga y su altivo complemento el hipocampo. Péret adora yuxtaponer a compañeros poco probables: La vieja maleta el calcetín la achicoria Cuando una palabra le gusta, la repite hasta la saciedad, la agota, la vuelve al revés, hostiga sus ilimitadas posibilidades: las olivas le inspiran, le ofrecen soportes o les sirven de trampolín (Que font les olive); a la bañera le presta una inercia perversa, rabiosamente renovada (en Plein les bottes). Si hay necesidad, sabe hacer de apenas nada una gran variedad de cosas, o se satisface en lo monocorde, en lo monosilábico, en la monopalabra: Estaba solo Más simplemente: llega a repercutir tal o cual palabra como si fuera un eco (Hurrah o T.S.F.), a multiplicarla según algún accidente sísmico, hasta hacer que se hinche, o, al contrario, que se desinfle, según el caso: Un auto cuyas orejas oyen, oyen, oyen… a no ser que el dobles tome una andadura siamesa o esquizofrénica (Bar pour bar fumoir pour fumoir). Tal vez estas operaciones den cuenta de un gusto mucho más profundo de lo que se supone por las matemáticas, gusto que comparte con Ducasse (y su comme comunicativo): numerosas son, en efecto, las utilizaciones que Péret hace del álgebra, de las fórmulas aritméticas, de las enumeraciones y de las deducciones. Todo el poema 26 points à préciser conduce la vida del poeta a un cálculo casi einsteniano. Algunos títulos (como x= & X pñ, Le carré de l´hypoténuse, etc) toman estado de divertidas ecuaciones inacabadas. El poema Mystère de ma naissance se basa sobre respuestas cifradas: y cuando yo le respondí 19 Pero quizás estos garabatos de pizarra, estas superposiciones numéricas vengan de un juego excesivamente caprichoso de Péret con el Tiempo. En él, las fechas designan acontecimientos inapreciables: "1525 el pie dormita en un bocal de estaño", o se marcan de signos misteriosos: "Cuatro años después del perro". En 1928 Péret escribió: "Llegaré para almorzar en 1919", lo que supone un cierto retraso, con probable malicia. Así Péret, cuando resume su vida, no se atiene nunca al conjunto, aunque sea retrospectivo, sino, muy voluntariamente, a los detalles más pérfidamente significativos. Es, con premeditación, a contrapelo del padre Hugo como escribe Le quart d´une vie. Le grand jeu, restituido al público cuarenta y un años después de la edición original, constituye un regalo soberbio que se debe acoger con el mismo deslumbramiento que las huellas de unos pasos, el hallazgo en la arena del pie de Viernes, tan esperado. La obra, célebre ahora, prácticamente inencontrable, gozaba ya en su tiempo de una reputación casi mítica. Es, sin duda, una de las obras mayores de Péret, y que se me perdone por utilizar aquí palabras tan mal hilvandas para designar lo que el autor hubiera preferido ver situado como si se tratara de una pipa o un erizo de mar. Es, será siempre, la más bella cosecha de la milésima. Una obra proteíca, achalupada, revoltosa, elegíaca, zalamera, perentoria, un momento heteróclito de lo nunca dicho, de lo nunca visto, de lo nunca siempre y de lo nunca nunca. Tiene los mismos colores del sueño, identificables al segundo. Totalmente hecha de paréntesis, de repeticiones, de metamorfosis, de cuentas (¿a contrapelo?), de gritos entusiastas, de exorcismos, de resoluciones (que son también de revoluciones), contiene retratos de Breton, de Eluard o de Desnos, verdaderos parecidos (en el sentido en que Eluard decía de Péret mismo: "un hombre parecido"), pero también alejdos de una descripción que velan el pudor y la insolencia de Benjamín. Contiene igualmente un poema, Les odeurs de l´Amour, cuya riqueza metafórica le emparenta con ese pasaje famosos de L´immaculée conception en donde Breton y Eluard presentan el acto sexual en todas sus variaciones, una definición analógica, igual que en L´unión libre o en su ascendiente directo, Allô, del libro Je sublime: "Mi avión en llamas, mi castillo inundado de vino del Rhin, etc." En Le gran jeu Péret despliega lo mismo sus medios más suntuosos que los más ingenuos e inocentes. Juegos de palabras muy simples pero admirables en su travesura: Hemos hecho el estiércol Hay algo en él que le aproxima a Edward Lear, el ancestro inconsciente, por su sentido de copla callejera y el apólogo horizontal: Un señor de cabellos salados es casi un limerick. En les premiers jours (del libro A tâtons) llegaba incluso a trazar, a su manera, un alfabeto. Por otra parte, con su apertura permanente sobre la edad de oro, permanece mucho más fiel al espíritu de los cuentos que Philippe Soupault, su muy atento traductor, alcanzando así, a fuerza de simplicidad inveterada, la grandeza de un Germain Nouveau o de un Apollinaire. Tengo un pelo en la cabeza o aún: cuarenta descubiertas por cuarenta dedos gordos Como ellos, además, sabe prolongar su burla de gorrión: Y la señora respondía por intuiciones irrefutables ("en verano las nalgas son pálidas", "a la luz de las corbatas", "la ceniza, que es la enfermedad del cigarro"…) que le hacen, de una manera natural, profeta y visionario. Al mismo tiempo Nemo y Noé de un zoo ambulante, cuyas inéditas criaturas practican una triunfal autogestión, Péret sabe burlarse del lenguaje de los santos, animar la naturaleza como una vasta familia de alubias saltarinas, y concederles un despertar amoroso; "Un bosque que se descubre facultades de ternura". Entonces, si llega el caso, la voz rueda en medio de una gravedad repentina, y la visión, convertida en demiúrgica, fulmina el futuro: "Si el viento lo permite" (en L´adeur désesperée). "El solo - ha dicho Breton - ha realizado plenamente sobre el verbo la operación que corresponde a la "sublimación" alquímica, y que consiste en provocar la "ascensión de lo sutil" por su "separación de lo grosero". Lo grosero, en este caso, es esa capa de significación exclusiva con la cual el uso ha cubierto todas las palabras y no deja prácticamente ningún juego a sus asociaciones, aparte de los casos en que la utilidad inmediata o convenida, sólidamente instalada en la rutina, las confine por pequeños grupos. El comportamiento estrecho que se opone a toda nueva entrada en relación con los elementos significadores, congelados hoy en las palabras, acrecienta sin cesar la zona de opacidad que enajena al hombre de la naturaleza y de sí mismo. De esta manera es como Benjamín Péret interviene, como liberal. Breton, poeta magistral y excelente amigo, admiraba en Péret esa libertad que poseía en todo instante, esa travesura que nos sorprendía siempre. Yo no quiero caer en la anécdota, pero evocando solamente, el verdor irisado de Saint Cirq-Lapopie, cierto episodio delicioso que vio André, repentinamente, correr tras Benjamín, yo diría, para acabar, que siempre, en lo que me concierne, Péret es el que, suceda lo que suceda y cualesquiera que sean los secretos que él transmita, siempre se hallará muy lejos de lo vulgar. |
Marzo 1969. En: Benjamín Péret. El gran juego. Madrid. VISOR, Alberto Corazón, Editor. 1980. De la versión castellana, Manuel Alvarez Ortega. Texto gentilmente enviado por Oscar Jairo González. |