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ENTREVISTA CON ANDRÉ BRETON - GEORGES HENEIN |
A mis veinte años yo era mucho menos tímido que hoy. Consideraba que era la edad precisa para ir a tocar a la puerta de André Breton a quien yo había escrito algunas cartas de un hermoso estilo espartaquista, pero del cual no conocía sino las obras y la dirección. El estaba solo al lado de la cama de su hija Aube. Su esposa lo acaba de dejar en medio de problemas caseros sobre los cuales se ejercía su torpeza natural para los trabajos de interior. Era el naufrago en la isla desierta y yo experimentaba una molestia extrema de hablarle de temas que yo había establecido mentalmente en una lista pero que tenía muy poca relación con la obligación de cambiar las sábanas de la niña. "Venga al café, me dijo él, encontrará los miembros del grupo". Y yo comprendí, en ese momento, la importancia de la palabra "café" lugar de comunión y de ilusión. En el café de Place Blanche, al calor entre los suyos, Breton tomaba rostro. El tenía el rostro de un tribuno que no podría jamás gobernar sino sueños y no de seres diurnos. Mejor que nadie, él sentía que existía una parte disponible en la vida de las personas, un hueco abierto que la sociedad aún no ocupaba y que venía del lujo agresivo de la poesía. Cuando él ordenaba su "gran vaso de oxy", él habría podido, con esa misma voz de Dux, reclamar una aurora boreal o un bosque petrificado: el mesero le habría traído esto. Disponible él mismo, más allá de haberse rehusado, Bretón jugó desesperadamente a embellecer el mundo. La revolución, para él no era un partido sino una apuesta. Una mujer que dividía la multitud pareciendo buscar a alguien de mirada perdida, que se convertía en una aparición, en un hada, Melusina privada de su espejo y visible a la mirada de la muchedumbre. Contra la incurable tardanza de las palabras, siempre atrás de nosotros, solicitaba el azar. No dudaba que esta marcha intuitiva sería pronto la de la nueva ciencia que, en el olvido voluntario de las reglas de la víspera, iba amorosamente hacia la excepción desorientada. Entretanto, a pesar de sus declaraciones perentorias de modernidad, Breton no era un hombre de este tiempo. Los mitos filosóficos actuales de la alienación y de la incomunicabilidad, le eran perfectamente extraños. El no creía que los seres fueran separados: no lo estaban en todo caso por la multiplicidad babeliana de lenguas sino más que todo por la falsa uniformidad de lenguaje. El error de tejido que había hecho descarrilar la civilización occidental, supe en ese momento que Breton lo situaba en plena Edad Media, imputándolo a la famosa "Querella de los Universales" y a sus posteriores malencontreuses. Lo que nos atraía en la personalidd de André Breton, era sólo la parte de la infancia: de una extraordinaria infancia poética encabritada contra la palabra común donde ella sólo percibía la escuela de un exilio inhumano. La palabra, el discurso, le eran una moral del descubrimiento: es decir, del placer. Igual que Charles Fourier de quien admiraba haber esperado cada día, a horas fijas, sobre una banca en Place Clichy, a que un desconocido se acercará a proponerle la organización de la recolecta de cerezas; Breton no esperaba que se le propusieran palabras evadidas de sus jaulas. Con él, estábamos constantemente conteniendo el aliento por curiosidades imprevistas y las migajas de sus hallazgos se repartían entre nosotros como los merodeadores se distribuyen el botín de la noche. Recuerdo un "neumático" por el cual Breton nos convocaba de urgencia a su domicilio en la 42 rue de Fontaine, para discutir acerca de algún tema importante pero no definido. Yo asistía en compañía de mi amigo Nicolas Calas cuyo nombre completo era Calamaris, a quien designábamos en el grupo con el nombre de "Aguilucho" pues tenía una especie de elegancia revolucionaria que hacía de él el presunto heredero del patrimonio surrealista. Fue en 1938: Algunos meses más tarde, Calas publicaba en las ediciones Denoël una mezcla de ideas altamente combustibles bajo el título de: "Focos de incendio". Mejor informado que yo, él me preguntó, entre dos estaciones del metro: "¿Has leído el último libro de Alphonse de Chateabriant, La gerbe des forces. Yo no lo había leído, había que hacerlo realmente? Sí, porque Breton estaba muy agitado por esta obra. En su gabinete de trabajo donde uno se sentía espiado por una pintura ciega de Chirico, lapidado por las sílex de Tanguy, había otro Breton diferente al del café: un alquimista fascinado por los fulgores equívocos de la historia, un druida en los deseos de la niebla. Él es el druida que había introducido en La gerbe des forces una cierta encantación pre-cristiana a la que respondía una parte de su corazón. Que el amor pasara como sospechoso de fascismo no era suficiente para apartarlo de golpe ni para dictarle una de esas condenas de principio que se pronunciaban gustosamente en la época y que practicamos aún. Esa noche me agradó mucho, Breton presa de su sensibilidad al punto de arriesgar su ideología política, el Breton para quien la relación del hombre con la naturaleza aventajaba en valor y en verdad a todas las relaciones del hombre con la sociedad. Cuando uno decide -era su caso- que el cristianismo ha sido una catástrofe histórica de la cual hemos salido contrahechos, buscamos la Atlántida en la razón helénica o en las leyendas del Norte. El alma de André Breton estaba toda envuelta en una germanismo hecho de paisajes y de sortilegios posiblemente más que de actitudes y de sugestiones intelectuales. Esta resistencia a la menor complicidad cristiana iba muy lejos en Breton: Así, ella le inspiraba una neta reserva respecto de Víctor Serge a quien yo veía con bastante regularidad y de cuyos méritos yo hablaba. El reconocía algunos pero el hecho de que Víctor Serge colaborará en la revista "Esprit" - "la sacristía personalista" de Emmanuel Mounier- lo colocaba dentro de la categoría de personas en estado de compromiso avanzado. Más tarde -hacia 1947-48-, Breton había dado más de una señal de amistad a Michel Carrouges: Pero este último tuvo la inoportuna idea de publicar un ensayo que pretendía descubrir motivaciones o implicaciones cristianas en la experiencia surrealista. La crisis de furor que resultó de esto tomó dimensiones orgiásticas: Si hubiera sido posible quemar vivo al blasfemo Carrouges en una plaza d e París, sin duda habría sucedido esto instantáneamente. Entre innumerables decepciones, Breton tuvo, poco antes de la guerra de 1939, la suerte de realizar su primer viaje a México. Su encuentro con León Trotsky ciertamente contó en su vida y marcó todo un período, pero sin duda más de lo que nosotros lo creíamos a su regreso. El respetaba profundamente en Trotsky la fibra de pura rebeldía de inteligencia, su aptitud de poner en su contra a toda la policía del mundo, en fin, la ausencia de todo juicio restrictivo de su parte hacia la creación literaria y artística que, viniendo de una cabeza marxista, parecía apenas verosímil. Trotsky tenía igualmente el humor coríaceo de los grandes apestados, y Breton estaba turbado por el espectáculo de este hombre que se sentía ya al otro lado de la vida, armado sólo con su pistola y su dialéctica. Más de una vez he insistido al lado de Breton sobre la necesidad, para el surrealismo de someterse a una cura de secreto. Porque lo propio de la sociedad de consumo moderna no es perdonar las ofensas sino recuperar bajo la forma de chucherías, de pintorescas comerciales, de diversión; desde entonces, no está permitido sino la oposición de órdenes cerradas, una disciplina aristocrática del pensamiento que renunciaría desde el principio a la vanidad de toda contestación exterior. Cuando el oscurantismo engalana y legisla hacia fuera, no es más que una luz íntima y celosa de su espacio inviolado. Puede ser que Breton haya sido tentado por esta ocultación del surrealismo. No lo suficiente como para resolverse. Hasta el final él creyó en la virtud del llamado. Él creyó en el visitante intacto, en el cristal de la rosa matinal, al contagio de la inocencia. |