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FRANCISCO MADARIAGA: EL ÁNIMA SOLAR - por LUIS BRAVO |
"El paisano está vivo aún, nos dice Madariaga; no es una metáfora militar sino una manera de ser que se extingue acorralada por el progreso, una manera de ser no más anacrónica y surrealista que los poetas y la poesía". Así presenta Ricardo H. Herrera (1) la obra de Francisco Madariaga (1927), correntino que en la década del 50 se fue a Buenos Aires para andar siempre regresando a sus palmares, en verso, en tren, o en sueños. El poeta Juan A. Vasco lo describe como "salido de los elementos (…) brotado de Corrientes como un ojo de agua". De aguas estaba hecho, escrito, su decimoquinto libro, País Garza Real (2), que reafirma tal definición: Se es poeta por una amplia sonrisa de las aguas. Las secciones del aquel poemario son: La negra de Dios, Canciones junto al mar uruguayo, Apariciones I y II, y Garza Infinitud. Madariaga ha fundado su propio territorio a puro canto, con un ritmo hecho de visiones autónomas, a las que bautiza como Apariciones. Fino acuarelista, mezcla el rojo de la sangre con el negro-verde del océano; el amanecer, descerrajado por los gallos de oro, con la intensidad del fuego. En su voz hay un rugido de tigres (reserva de natural, salvaje, fiereza) y un rescate del criollo, ser desterrado en su propio llano a quien ofrece: "pon tu estribo de oro y de reserva / para bajar a beber miel estero: que ha llegado un jaguar a la tranquera". Lo impulsa una épica ancestral y una ética histórica: "ser criollos hasta La Ultima Coronación de la hermandad". Su huella es la sangre mezclada de tres razas: polinesia, bereber y africana. Así lo transcribe Vasco en el Prólogo a Poemas (Venezuela, 1983):"Llama polinesios a los indios guaraníes cuya estampa e idioma están vivos en la mestiza Corrientes (...) Bereber es designación nuclear para los españoles. Africanos, gauchos negros, sobrevivientes de un triste genocidio interno", como su personaje Luchio Merlo, que muere sonriendo, para iluminar la "mañana clara". Con palabra que refunda la fauna y la humanidad de un paisaje, "asistido por ese misterioso poder capaz de fundir en una sola las almas de la geografía y su habitante" (dijera Carlos Latorre) este poeta desvela el sueño del indio y del gaucho traicionados. Expone lo que Herrera denomina la "utopía sangrante", esa patria (ir)real, ahora garza. Esta actitud, que partiendo de lo telúrico se remonta a lo universal, se puede vincular al "gauchismo cósmico" del poeta uruguayo Pedro Leandro Ipuche (Treinta y Tres 1889-1976) aparcero del movimiento nativista junto a Fernán Silva Valdéz (1887-1975). Curiosamente en el poema Guitarrero Correntino (1926) podemos imaginar que Ipuche le habla, a distancia, a Madariaga, diciéndole: "Tú pasabas de Corrientes,/La Provincia tenaz del artiguismo/ y del martirio federal;/Y traías un gran sonambulismo/ De matrero de selva, de forma triste del desierto." Su obra comenzó con El pequeño patíbulo (1954) y Las jaulas del sol (1959); se afirmó con El delito natal (1963), con Los terrores de la suerte (1967) y El asaltante veraniego (1968); adquirió definitivo prestigio con Tembladerales de oro (1973), Aguatrino (1976), hasta el doblemente premiado Llegada de un jaguar a la tranquera (1980); siguieron luego Una acuarela móvil (1985), Resplandor de mis bárbaras (1985), y tres antologías: La balsa mariposa, Primera obra reunida (1982); El tren casi fluvial, Segunda obra reunida (1988) y la última Antología poética (1996) del Fondo Nacional de las Artes. Entre sus rasgos singulares se ubica la cruza, el mestilenguaje, del imaginario telúrico con la experiencia surrealista. Junto a Enrique Molina (1910-1996) y a Aldo Pellegrini, M Madariaga participó del surrealismo argentino en torno a las revistas A partir de cero y Letra y línea. No por casualidad País Garza Real estaba dedicado a Molina, y abre con una declaración pertinente a lo visionario: "soy una víctima de todo lo que es imagen,/ carezco de un ser "responsable" ante la "realidad",/ y no ofrezco garantía alguna para el alba de una resurrección./ ¿Dirán que pertenezco al dios del vino?/¿O, como antaño, que soy un extraño o un cantor ciego?/ Un ciego en todo caso de los reinos Sol y Sombra/ ebrio de infinitud./ Estos jueces están siempre contra la gracia abierta de la imagen". También hay otras mezclas en su lenguaje, algo indómito que por versos se hace sereno y grácil, contemplativo como el haiku: "El ala de esta mariposa con sombra/ es amarilla/ y la luz le da agua". Durante muchos años Madariaga pasó sus veranos en el balneario Costa Azul, de Rocha, en la costa atlántica y oriental. En sus "canciones" prestó oído, y mirada, a ese entorno: "un rumor de carros en las lejanías"; una "luz azul del Club" que "dibuja una sombra que pasa con un perfume rojo y negro de juventud,/ y se despide como una llamarada". Pero el principal canto a "contratumba" de esos poemas del "mar uruguayo" canciones salpicadas de sal y encantamientos tendrá como protagonista a su compinche Edgar Bayley, a quien se dirige: "(…) y tú siempre aparecías como recién desembarcado/ de aquella barcaza que sólo llegaba hasta una rada,/ en esa orilla que tenía sargazos de felicidad / y el infortunio propio de las corrientes/ del azar con que dios se maneja entre los/ caracoles y aserrines amarillos de las olas que se alejan para retornar con párpados de perdiz almendrada desde el fondo marino". Otro poema memorable (en su doble sentido de permanencia y de evocación) es La Contragaucho. En éste reconstruye la vida en las "campañas bárbaras" y en "los tembladerales de oro" (incluyendo así, como al pasar, los títulos de dos de sus libros claves); allí la protagonista será la madre, y por ende, el propio origen: "y tú, no se qué fuiste, mi madre, y qué era yo entre tus chinas indias-negras y tu pavor cuando llegaba de visita el viejísimo y muy alto exbandolero: el cetrino amarillo de las sandías refulgentes". Hace un par de diciembres vi partir, desde Montevideo hacia el Este, a don Madariaga, ese chispeante poeta solar, una noche luego de haber charlado, vino mediante, en la alta terraza del Pub Lautréamont, en la Ciudad Vieja, de Montevideo. Iba junto a su hijo adolescente, Lucio; al despedirnos los vi a ambos, padre e hijo, caminando entre "el resplandor lentísimo de los ríos rosados,/ donde sangraba el sol de los caballos". Su guerra, como la de todo verdadero poeta, fue con los puentes que la palabra teje sobre el horizonte, y en tal sentido su declaración de principios fue transparente: "camino aliándome con las señas de las ánimas/ vivas del dios infinitud" . Así mismo lo veo irse este 24 de setiembre del 2000, cuando el amigo y poeta Víctor Redondo me envía la noticia del viaje final de Madariaga; su briosa presencia entrañabla se va, y su ánima, inscripta en los mejores versos de la poesía continental de este siglo, nos queda, como un sol imperecedero. NOTAS (1) Hacia la utopía sangrante, de Ricardo Herrera en Usos de las imaginación. El Imaginero, Argentina, 1984. (2) Editorial Argonauta, Argentina, 1997. |