BRETON Y EL EXOTISMO LATINOAMERICANO - BERNARDO BOLAÑOS
André Breton escribió en Alentours que México y "su relieve, su clima, su flora, su espíritu rompen con todas las leyes a las cuales nos sujetamos en Europa". Para ilustrar su texto "Souvenir du Mexique", incluido en el último número de la revista Minotaure, Breton elige una fotografía de Manuel Alvarez Bravo de 1931: se trata de un conjunto extravagante de ataúdes en miniatura, de escaleras de madera y de la bocina de un fonógrafo que pareciera servir de altavoz para las ánimas infantiles. No se trata de una composición artificial de Alvarez Bravo, sino de una tienda de féretros para niños en un país con alta mortalidad infantil. La foto (Echelle d'échelles), considerada como una obra maestra de etnología poética, es casi siempre incluida en los libros de historia del movimiento surrealista y en las grandes exposiciones retrospectivas. Eso no impide que se trate de un paisaje real y ordinario en el México de la época, muy diferente de los trazos automatistas de Masson, de los alfabetos vivientes de Miró, de los cuadros de sueños de Dalí u otros ejemplos del surrealismo europeo.

Junto con piezas de arte africano e indio, fetiches primitivos, insectos raros, máscaras, totems y minerales peculiares de la colección de Breton, las fotografías de Alvarez Bravo reflejan el gusto de los surrealistas por lo exótico. "Lo desconocido sobre el cual ponemos el accento hoy -lo desconocido interior-no debe enmascarar lo desconocido exterior, el de tierras distintas a las que pisamos y de las que nos hacemos una idea somera gracias a los libros", escribe Breton. En el surrealismo coexisten la pasión por el arte "primitivo" o, para usar el eufemismo francés contemporáneo, por el "arte primero" y, por el otro lado, la debilidad por los estilos de pintura, de escultura y de fotografía que le dan la palabra a la locura, a la crueldad o al escándalo. Para Breton, unos y otros son objetos que funcionan simbólicamente, que evocan lo maravilloso o expresan la locura.

"El humor negro está en el límite de muchas cosas -escribe Breton-, como la estupidez, la ironía escéptica, la broma frívola (la lista sería larga)… pero es por excelencia el enemigo mortal del sentimentalismo de aire perpetuamente desesperado". Y México, diría Breton, es la tierra de elección del humor negro (que sólo con José Guadalupe Posada triunfa verdaderamente para alcanzar supuestamente su clímax con Max Ernst). La opinión de Breton es bien conocida en México, donde nos interesamos a las intersecciones, aun casuales, de nuestro país con los personajes celebres del mundo y solemos prestarles más atención a tales intersecciones que a la obra central de tales personajes. La popularidad de las anécdotas y rumores acerca del Robespierre del arte y de su relación con México sirven de justificación a una curiosa complacencia nacional: asumirse surrealistas en un sentido que es sinónimo de arbitrariedad, disfunción y absurdo. "¡Ya lo decía Breton somos un país surrealista!".

Ahora bien, una reacción se repite entre algunos intelectuales mexicanos: ni somos exóticos, ni queremos ser estigmatizados como tales. Presente lo mismo en los ensayos del crítico Carlos Monsiváis que en el manifiesto de la "generación del crack" (grupo de escritores jóvenes representados principalmente por Jorge Volpi e Ignacio Padilla), el argumento es que cierto "realismo mágico" de la literatura latinoamericana reproduce un estigma folklorista, una visión primitivista y naïf de la cultura latinoamericana. Desde esta perspectiva, quienes ven a América Latina como exótica serían en el fondo eurocentristas y quienes aceptan la etiqueta de exóticos se autodenigran. Así, aquella consigna que repetía Antonin Artaud a los artistas mexicanos de que se alejaran de toda influencia occidental e hicieran un auténtico arte propio es vista como un prejuicio inútil o, al menos, como un mal consejo que ha producido a veces una literatura estereotipada de guacamayas, cactus y pueblos fantasma. Si Monsiváis llama a reconocer y fomentar la madurez de la vida cultural mexicana, los escritores del crack apelan a que los artistas latinoamericanos se abran a todos los temas, a una especie de nuevo cosmopolitismo.

Ahora bien, los surrealistas nunca fueron defensores del folklore, ni del nacionalismo, y, como hemos visto, de ninguna forma de sentimentalismo (antítesis del humor negro). Breton estaría de acuerdo con Mosiváis y con los escritores del crack en rechazar un exotismo transformado en orgullo nacional, identidad cultural oficial o receta estética multiusos. No obstante, el surrealismo en su manifestación latinoamericana ligada a la reivindicación de la cultura popular, a un sentido particular del absurdo y de lo maravilloso no puede ser vista como una deformación del movimiento iniciado en París. Ello es tanto o más una autodenigración injustificada. Antes de inventar la noción de lo "real maravilloso", Alejo Carpentier fue surrealista, último firmante del panfleto contra Breton, Un cadavre, de 1930. Y si alguna idea permanece a lo largo de todo el movimiento surrealista, más que la liberación del inconsciente en el arte, la paranoia crítica -como decía Dalí-- o la provocación de la cultura burguesa, se trata de la defensa "incondicional" de la intuición de lo maravilloso contra los estorbos de la lógica, la moral y el buen gusto. "Todo lo que es maravilloso es bello y no hay sino lo maravilloso que sea bello", dice Breton desde el primer manifiesto, en 1924, hasta el final de su vida.

Es muy fácil trazar relaciones entre el surrealismo y la mayoría de los movimientos artísticos del siglo XX, pero en el caso del arte latinoamericano no se trata de encuentros aislados. Veamos algunos ejemplos.

Si Breton siguió el camino estético y profesional trazado por Guillaume Apollinaire, por su parte Octavio Paz en México y Cesar Moro en Perú siguen el camino de ambos franceses. En efecto, el joven André Breton visitaba el departamento de Apollinaire lleno de fetiches africanos, marionetas polinesias y pinturas de los amigos (Apollinaire sabía poco de historia del arte pero frecuentaba el taller de Picasso como si fuera su segunda casa) y, en su momento, decide él mismo iniciar su colección, idear su propia revolución en poesía, la escritura automática, a partir de la influencia del psicoanálisis de Freud. No es casual que Breton haga suyo el neologismo de Apollinaire, "surrealismo", presente en el prefacio de su obra Les Mamelles de Tirésias. El antiguo estudiante de psiquiatría elige a sus amigos entre los mejores poetas y pintores de su generación, Eluard y Aragon entre los poetas, y al italiano Giorgio de Chirico, luego al alemán Max Ernst; en 1928, y cada vez a un conjunto más amplio y heterogéneo de pintores que recibirán la denominación de surrealistas. Breton escribe su libro Le Surréalisme et la peinture como antes Apollinaire lo hizo con el cubismo.

Este modelo de poeta-crítico-líder organizador de la ofensiva estética será exportado a Latinoamérica. El mexicano Octavio Paz, iniciado al surrealismo a raíz de su viaje a España en 1937, se impone entre sus pasiones predilectas las artes visuales y, como Breton, ejerce una izquierda liberal crítica del stalinismo, tomando como principio supremo el de la libertad del artista. Paz será el crítico por excelencia de los pintores surrealistas latinoamericanos, encargado por éstos de redactar los textos introductorios a las grandes exposiciones. Por su parte, el peruano César Moro, quien entra en contacto con los surrealistas desde 1925, publica en 1938 una antología de poemas acompañados de reproducciones de obras plásticas y, en 1940, es con Breton y con Paalen, el coorganizador de la exposición surrealista de México. A su regreso a Perú, Moro se ve forzado a convertirse en profesor de francés en el colegio Leoncio Prado de Lima, entre cuyos alumnos se encuentra Mario Vargas Llosa. En sus memorias (El pez en el agua), este último describe al surrealista peruano del siguiente modo: "Enseñaba francés y en el colegio se decía que era poeta y maricón. Sus maneras exageradamente corteses y algo amaneradas y esos rumores que circulaban sobre él excitaban nuestra animosidad contra alguien que parecía la negación encarnada de la moral y la filosofía del Leoncio Prado". A la muerte de Moro, en 1956, Vargas Llosa descubre que su antiguo profesor había formado parte del núcleo central del movimiento surrealista, entonces investiga su vida, lee sus poemas y sus críticas de arte. Moro le enseña, a través de su obra, a mirar la pintura. Décadas más tarde, su pequeña novela ilustrada con pinturas clásicas Elogio de la madrastra, comenzará con Amour a mort, de César Moro, en francés:

Il faut porter ses vices comme un
manteau royal, sans hâte. Comme
une auréole qu'on ignore, dont on
fait semblant de ne pas s'apercevoir.
Il n'y a que les êtres à vice dont
le contour ne s'estompe pas dans la
boue hialine de l'atmosphere.
La beauté est un vice, merveilleux, de la forme.


Acaso existen también, como algunos especulan, vasos comunicantes entre el surrealismo y la literatura fantástica de Borges, donde el sueño no funciona como escapatoria del mundo, como para los románticos, sino como mundo real en el mundo real y viceversa. En todo caso, el virus surrealista llegó a América Latina portado por miembros del primero o segundo círculo de Breton (Lam, Paalen, Matta, Carrington, Paz, Moro). La relación, desde luego, no fue unidireccional, pues los surrealistas europeos descubrieron y se inspiraron también de pintores latinoamericanos y del arte popular y la cultura latinoamericana (Frida Kahlo formaba parte de los pintores elegidos en el volumen El surrealismo y la pintura).

El exotismo no es producto de una "mala recepción" del surrealismo en Latinoamérica y, por ello, hay que evitar creer que una especie de madurez o modernidad de la cultura latinoamericana requieren una renuncia del sentido de lo maravilloso, del sueño, de la imaginación, del arte popular. Por el contrario, una de tantas revoluciones truncadas del continente es precisamente la revolución surrealista, la que debió transformar nuestra rígida moral sexual, anteponer el humor crítico a la violencia de dictadores y guerrillas; la única revolución que podía servir de arancel impuesto por la imaginación de cada ciudadano a la cultura de masas estadounidense, la que debió emanciparnos del provincialismo de la burguesía local, abrir nuestra sensibilidad a los mundos indígenas y atenuar nuestras pulsiones de modernización. ¿Y todo esto para qué?

Para trazar una línea en la celda de un solitario,
para iluminar con un girasol la cabeza de luna del campesino,
para recibir a la noche que viene con personajes azules y pájaros
de fiesta,
para saludar a la muerte con una salva de geranios,
para decirle buenos días al día que llega sin jamás preguntarle de
dónde viene y adónde va,
para recordar que la cascada es una muchacha que baja las
escaleras muerta de risa,
para ver al sol y a sus planetas meciéndose en el trapecio del
horizonte,
para aprender a mirar y para que las cosas nos
miren y entren y
salgan por nuestras miradas,

(versos de la Fabula de Joan Miró, de Octavio Paz).