Lord Moro: así firma el poeta dos cartas escritas en México dirigidas a su amigo Emilio Adolfo Wesphalen, fechadas el 13 de junio de 1945 y el 1-2 de octubre de 1946; en la primera dice que ha decidido regresar al Perú y alude al dolor de amor que lo aquejaba por entonces en México; en la siguiente carta de la serie, del 15 de noviembre del mismo año: “...amo, toda mi vida está aquí sobre un solo ser (..) ¡Estoy tan atormentado, tan trastornado, tan perseguido siempre !”; y en otra del 5 de julio de 1946: “Darse enteramente a una idea o a un amor y después de ocho años de dedicación, de amor loco, de adoración, encontrarme peor que al comienzo, es decir, más solo por esta derrota y tan magullado” (Westphalen/Moro 1983: snp). Lord Moro: señor dolorido del amor y de la idea y este dolor es como el núcleo de su poesía erótica y quizás incluso de su poesía toda: expresión de la entrega a la idea o al amor.
En efecto, y es necesario recalcarlo al principio de estos apuntes, por una parte el amor loco (“l ‘amour fou” de Breton que en algunos surrealistas está tan cargado de literatura y de “lits et ratures”) es en la poesía de Moro, igual que la experiencia de una idea, un hecho absolutamente singular y personal, íntimo, y como lo subraya el propio Moro en otra carta a Westphalen del 26 de mayo de 1945 refiriéndose a su bello poema “Lettre d’amour”: “Para sentirlo bien habría que leerlo en un solo sollozo. Es demasiado íntimo. Piensa que es una carta con destinatario” (ibid:): por consiguiente no referible a ninguna literatura, a nada sino al encuentro entre yo y el otro, encuentro siempre más o menos insensato, y el poderoso chorro poético que brota de él. En el otro, el objeto del amor, encarna la idea o el ideal que gobiernan una vida y de ello el poeta da testimonio en el poema o carta: ”La mayoría de mis cartas son testimonios”, precisa en otra carta a Westphalen (30 de marzo de 1948). Las cartas son testimonios y los poemas de amor de Moro son a menudo cartas, un dirigirse al otro desde la ausencia cuando en la presencia ya nada es posible, testimonios de una vida quemada por la pasión del ideal y la locura casi mística de la unión en cuerpo y alma con otro cuerpo-alma, unión en que la pasión sexual es un aspecto primordial a lo largo de la obra poética.
Digo, aunque primordial, un aspecto, ya que, por otra parte, el sentimiento de amor que se difunde por la poesía moresca y la impregna trasciende en ciertos casos la experiencia erótica directa del amante con el amado encendida en el deseo. El amor puede ser naturalmente motivado por otra persona que no sea directamente objeto de deseo, como por ejemplo un niño (“Es la primera vez que amo a un niño, de verdad, como adulto, sabiendo la diferencia de mundos que nos separa y sin celos”). Se trata en este caso del hijo de Antonio, su amante. Moro añade que a ese niño lo considera como su hijo y, si lo fuera, no podría amarlo más (cartas del 17, 21 de octubre de 1946; 9 de febrero de 1948). También el amor a la madre está muy marcado en las cartas a Westphalen; y finalmente, más allá de cualquier determinación individual, el amor a la vida en toda su extensión y su intensidad: “Ahora, después de tantos años de haber pensado en el suicidio, sé que amo la vida por la vida misma, por el olor de la vida” (30 de marzo de 1948). Todo el mundo llamado exterior, fundido con el interior, con el alma sensible y el espíritu, está comprendido en esa vida y su olor, por más que la gente, “en su ceguera”, cierre las narices “para no respirar ni oler el paisaje”: no huelen la vida porque son ciegos para la vida que anima el paisaje. La fusión de los sentidos de la vista y el olfato es un ejemplo del insólito tejido metafórico de la poética de Moro (uno de los poemas de amor de La tortuga ecuestre se llama precisamente “El olor y la mirada” y en él el poeta acerca “el olor de cabellera bajo el agua” del amado a su “mirada de holoturia, de ballena, de pedernal”). Como en Baudelaire, no sólo los perfumes, los colores y los sonidos se corresponden sino que “la carne espiritual” del ser amado “tiene el perfume de los ángeles”, como ya lo ha visto la crítica (Silva Santisteban 1980, 30); igual que en el gran poeta del siglo XIX, en la poesía de Moro “los transportes del espíritu y los sentidos” se funden en un solo transporte de todos los sentidos que se aúnan en un sentimiento tentacular de la vida y el amor, del amor que es vida. En Moro, como en Baudelaire, una permanente incandescencia amalgama y consume en su llama la materia y el espíritu. Toda unidad, toda unión rotas buscan en esta poética de la vida su reunión. Esta busca jalona en la obra de Moro las etapas ─ y su poesía es de ello el mejor testimonio ─ de una vida dedicada al amor:
Un long silence se fait sur le spasme
Les nuages chargés s’accumulent
Le long d’une vie dédiée à l ‘amour
Sans cesse l’amour et ses distances
L’amour plus dissemblable que jamais
Esta última estrofa de un poema (“La pudeur n’est pas plus nécessaire qu’un hibou”) fechado en 1935 recalca el sentido de una vida dedicada y destinada al amor pero, en medio de su apariencia objetiva o temática, no es difícil descubrir aquí, bajo la expresión “una vida”, la referencia a mi vida, la del yo biográfico que a veces se funde íntimamente en la poesía de Moro con el yo lírico: son éstas las dos maneras de evocar en la poesía el sentimiento, el afán y la experiencia eróticos: el amor, que subsume bajo su representación indefinida todas las vivencias amorosas, y tú mi amor, el amado encarnado diversas veces en un ser cada vez único. Son sobre todo estos poemas los que pueden calificarse de “cartas”, como las cartas de amor, desde la edición de Silva Santisteban en 1980, se integran en la obra poética.
Las segunda manera aparece en la poesía de Moro ya desde los primeros poemas escritos en castellano en el decenio de los veinte. En estos tanteos los versos dirigidos a un amante personal (algunos entre los cronológicamente primerísimos) parecen a veces letras de valse criollo o de bolero: “La cruz de mi calvario / son tus brazos / El tormento de mis noches / tus ojazos”; “Yo quisiera ser tan tuyo / como tú eres todo mío”. “Despacio”, “Atormentado en mi recuerdo”, “Canto del amor sin esperanza”, «Brazos” son algunos títulos, a los que se puede añadir tres textos que no están inspirados en el amor o el erotismo pero constituyen los primeros ejemplos de carta-poema en la obra de Moro: “Mi querido adelantado”, “Querido gracias,” y “Arcachon, 15 de octubre de 1928”.
Este mismo año de 1928 el poeta, que se había trasladado de Lima a París en 1925, se incorporó al grupo surrealista de Breton y ─ apunta André Coyné ─ “inmediatamente dejó de escribir en español y adoptó el francés como lingua prima de su poesía”. ( Coyné, 1987:78). En los años siguientes, hasta 1936, en París y en Lima, adonde regresó a finales de 1933, escribe en francés una serie de poemas que Coyné ha presentado con el título de Ces poèmes...(1930-1936), tomado de la dedicatoria manuscrita de Moro: “Le 26 mars 1934 / Lima-Pérou / Ces poèmes et leur ombre conséquente / et leur lumière conséquente sont dédiés / à André Breton / à Paul Eluard / avec l’admiration sans fin de/ César Moro / Lima le 7 juin 1934”. Estos poemas, por la libertad con que se asocian las imágenes y por el automatismo de la escritura, atestiguan la identificación de Moro con las líneas directrices de la actividad poética del surrealismo. Recorriéndolas en sus versos libres, el poeta dibuja un impresionante laberinto de imágenes y sonidos donde lo que los lingüistas llaman “el referente” se ramifica o se evapora de tal forma que no parece referente de nada porque refiere al todo de la experiencia mundana imaginada en la vivencia misma, y además al propio tejido imaginante y sonoro de los poemas: imágenes y sonidos, ídolos, signos eidéticos y sonoros no tanto para significar sino para ver y para oír: “movimientos de entera libertad” (“Aux temps héroïques de l’idéale Hellade”) que dicen su propio movimiento en y hacia el mundo y nada más; y en este decir nos dan a ver lo invisible, dejan oír ese “silencio que resulta del gran grito del nacimiento” (“Adresse aux trois règnes”, Le château de grisou ). Eso invisible y silencioso que aparece en las visiones y los sonidos del poema es la única referencia del poema, tentacular e indefinidamente fragmentada en imágenes y en palabras: la misteriosa unidad de la vida y de la muerte y, entre las dos, el término que las vincula, las separa y las hace estrechamente inseparables e inconciliables; el “olor de la vida” es el olor del amor y el olor de la muerte, del amor a muerte. Amour à mort: esta expresión, título de uno de los poemarios de Moro, recuerda uno de los grandes poemas de otro gran poeta, Giacomo Leopardi, “Amore e morte”: “Fratelli a a un tempo stesso amore e morte / ingegnerò la sorte./ Cose quaggiù sì belle / altre il cielo non ha, non han le stelle.” Cosas tan bellas y tremendas en la poesía de Leopardi como en la de Moro, para no hablar de la experiencia de tantos que aman y viven y no escriben poesía.
Por lo dicho se podrá deducir que esta poesía, la de Ces poèmes... en particular, no es “temática”, es decir que casi no hay poemas “a...» o “que traten de...”: la acelerada movilidad de las visiones, el agolparse tumultuoso de imágenes que acuden de todos los horizontes, y la ninguna distancia que deja la intuición entre lo visto, lo sentido y lo dicho impide que el poema sea fijado en esos temas o tópicos de que suelen echar mano los autores de versos, incluido el amor estereotipado de tantos y tantos líricos. En el poeta peruano el amor como experiencia vital y como imagen poética no tiene nada que ver con el cliché literario: evocado en su pluralidad anónima pero vivido o encarnado en la imagen de un solo amante es, quizá, el único hilo conductor ─ a la vez fórmula ritual y obsesión vital y mortal ─ que indica que estos poemas “sueltos” están eslabonados por la recurrencia de un[a] tema en el otro sentido del vocablo, subyacente idea fija (cada loco o poeta con su tema) que emerge con reveladora frecuencia a la superficie visible del poema: la agonía erótica. Experiencia ─ ha dicho Armando Rojas ─ “que nos llega a través de un lenguaje abierto, casi sin control y nos produce el efecto de un ciclón” (Rojas 1987:76)
Sans cesse l’amour et ses distances (“La pudeur n’est pas plus nécessaire...”), Premièrement la couleur change / Mais l’amour revient plus blessé que jamais (“Premièrement c’est vert...), Car à quoi je tiens plus qu’à toi / Amour, amour aux lèvres de foudre” (“Plus sombre que la nuit”), “L’amour blessé et les béquilles soutenant l’amour” (“J’avoue cette pâleur...”), Une encre rouge servant à écrire / AMOUR (“Que les toits...”), Arbrisseau (...) Renouveau de l’amour / Tes os brisés par la flamme / Décuplent le feu de l’amour (“Un enfant remarquable”), Depuis l’aurore jusqu’à la limite de l’horreur /D’être abandonné au seul et propre amour (...) Une saison éternelle pour l’amour / Quel temps de fièvre pour aimer / Quelle joie de feu de sanglots pour aimer / Premier jour au monde pour l’amour (“Mugir est l’ouverture...”), C’est la pluie, le vent, le soleil, mais c’est toujours l’amour (“On rève comme on sort...”). En todos estos versos la presencia, la ausencia, la insistencia del amor jalonan el camino poético recorrido entre París y Lima en la primera mitad de los años treinta. Los versos citados evocan sobre todo lo que hemos llamado más arriba la representación del amor indefinido que absorbe en el imán de su nombre toda vivencia amorosa. Todo lector podrá apreciar, nada más que en estas citas sueltas, la dimensión del ámbito sagrado ante cuyo altar el amante es oficiante y víctima, la tensión, el desgarramiento y la angustia de amar entre sollozos: “desde la aurora hasta el límite del horror de ser abandonado al único y propio amor”: y es como si los vocablos mismos de las lenguas de Moro acompañaran con sus consonancias el duelo erótico: amor: dolor: horror.
Otros poemas de la misma época son un acercamiento al amor explícitamente encarnado en un tú, el amado, o en el nuevo ser doble que nace en la noche voraz (el amor en Moro es casi siempre devorante y nocturno) del abrazo de los amantes:
Nuit des amants ouvre ta gangue
Ouvre tes jambes sors tes mamelles d’acier
Avale-moi comme tu avales la fumée des cratères
Giclant sur ton visage inaltérable
Pour moi plus pauvre que nature
Dont les veines éclatent au sang qui passe
Charriant l’angoisse d’un amour
Plus grand que le souffle du monde
Ouvre tes lèvres
Donne la mesure monstrueuse de ta clarté
Plus loin que ma présence
Brûle et dévore les ciments (*) de ma vie
Becs des saisons portez-moi
Vers la nuit vorace
El poeta le pide a la noche, la que pasaba por ser protectora de los amantes, que se lo trague, que incendie y destruya los cimientos de su vida. Quemados estos, de esa vida no quedan sino cenizas; y es como si bajo la representación de la noche donde prende sin cesar el fuego del amor quedara sólo como un rescoldo el verso de Quevedo: “Serán cenizas mas tendrán sentido”: acaso lo que la poesía puede transmitir de los desastres incendiarios del amor sea nada más que eso: el sentido de las cenizas.
La poesía de Ces poèmes... describe una parábola en la que se esboza la historia de un amor desde que el amante se acerca al amado e ignora la ausencia porque “mi fuerza nace de tu rostro”: Plus près de toi mon amour / Plus près de toi / J’ignore l’absence / Car ma force naît de ton visage (“Aspects je parle de vous seuls”), a través de la interrogación por el olvido y la comprobación del alejamiento: Oublier ton goût d’incendie (...) Tes gestes de cataclysme ? // Dans les ruelles mortelles du rève / Tu t’éloignes / Je me réveille aveugle (“Arbres noyaux de peine”), hasta el final, hasta el desastre del adiós al amor. Lo que tenía que suceder ha sucedido: A nu l’échafaudage d’inégalable peine (...) Toutes mes nuits vides se sont remplies peu à peu de ton ombre, de ton nom, de ton odeur, ma vie calcinée jusqu’à l’os ne tient plus qu’au faible espoir lâche de ta rencontre (...) Adieu ma jeunesse, adieu passé misérable (...) Combien durera-t-il mon corps secoué par la fièvre, combien encore résisteront mes yeux devant cette lumière sans l’ombre prodigieuse de ton amour (...) Adieu amour, je te quitte à jamais pour mes tourments (“Ce qui devait arriver...”). Este poema escrito en Lima está fechado con meticulosa precisión el sábado 7 de abril de 1934 a medianoche. Cuatro años antes el poeta había escrito otro texto de soledad y desaliento que, aunque fechado en París en marzo de 1930, lleva el título “Con motivo del año nuevo”, con dedicatoria “A mis amigos”. Bajo la cáscara amarguísima de este poema el lector adivina otro amor roto al que alude aquí la soledad del cuerpo enamorado, con una fuerte ironía en la antífrasis revolcarse en los placeres sublimes de la carne: ça ne vaut plus rien depuis que mon corps est seul et ne se vautre plus dans les plaisirs sublimes de la chair. (...) Il faudrait détruire l’abominable amour qui nous mène encore, il faudrait tout détruire jusqu’aux cendres, jusqu’a l’ombre, pour ne plus recommencer, pour faire disparaître cette honte qui signifie exister ne fût-ce qu’un instant. / Je vis loin de ce que j’aime, on a le courage, on appelle ça courage, de vivre quand même (...) je n’aime ni boire, ni manger ni faire l’amour. Voilà ce qui me fait différent de vous: je n’aime rien (“A l’occasion du nouvel an”): no amo nada: nada me gusta, como si al disolverse el amor se disolviera todo el encanto y la atracción del mundo.
En estos poemas de amor y desamor hemos dicho que el amor se define en un amado y éste encarna en el poema en un “tú” explícito y singular pero innominado. El lector descubre al amante bajo ese “tú” que lo revela velándolo pero no sabe ni averigua nada de él: es sólo una presencia o una ausencia que impregnan el poema de plenitud o de vacío. Después de esta racha de poesía amorosa entre París y Lima la próxima etapa, en México, y sin lugar a dudas la más importante y genial de la poesía erótica de Moro es, toda en castellano, la del poemario La tortuga ecuestre y otros poemas relacionados con él; en dos poemas del conjunto el amante es nombrado por su nombre, Antonio; él aparece como el destinatario real y fantástico de casi todos los poemas y también de varias cartas personales, “género” que, como ya hemos visto, el propio autor, refiriéndose a Lettre d’amour, identificaba con el del poema. Se ha de leer la mayoría de dichas cartas como poesía, que es lo que han hecho ya los editores y lo que hará espontáneamente cualquier lector no advertido de la intención epistolar de estos textos.
Así pues, lo que podríamos llamar el ciclo de “La tortuga ecuestre” integra en total:
1) El poemario La tortuga ecuestre ─ mayo de 1938-1939 según la cronología establecida por André Coyné (1957:83) ─ constituido por 18 poemas con títulos o numerados.
2) Cuatro poemas separados de La tortuga ecuestre que, según Coyné, pertenecían a la primera versión del poemario pero que el poeta descartó por meros motivos de presentación editorial (v. nota a pie de página en la presente edición).
3) Dos poemas anexos a La tortuga ecuestre (“Antonio es Dios” y “Libertad-Igualdad”, el cual, fechado en agosto de 1940, cierra este ciclo de poesía erótico-lingüístico-geográfico: poemas de amor en castellano escritos en México).
4) Siete cartas dirigidas al mismo inspirador de los poemas, cuatro de las cuales (II; III; IV; V) no se diferencian en nada de lo que se suele llamar “poemas en prosa”. En total: 31 textos.
De ellos hay que destacar en primer lugar los dos poemas anexos a La tortuga ecuestre que el coordinador de esta edición crítica ha situado con muy buen tino enmarcando el conjunto de La tortuga como pórtico y colofón de los textos centrales. El primero, las letanías a Antonio sin título (o con un título reiterativo, ANTONIO, que inicia absoluto cada uno de los 28 versos del poema) introduce de manera fulgurante al dios Antonio que impera sobre los cielos y la tierra y en torno al cual crece mágicamente ese centro de la tierra que es ahora para el poeta la ciudad de México. ANTONIO es el alma del mundo y aparece ya en este poema liminar como una divinidad proteica que hace toda la historia y todo el espacio y el tiempo y puede destruir el mundo en un instante: Moro crea en estas treinta líneas el núcleo de toda la visión cósmica y mítica que se va a desplegar en los poemas sucesivos de La tortuga ecuestre. La tortuga es en esta poesía un ser mítico imaginario y real existente adoptado por el poeta como signo o símbolo poético y erótico que en su lentitud infinita parece adherir inmutable a todas las mudables representaciones del amor.
Por el testimonio de Coyné sabemos que el poeta quedó impresionado por la vista de una cópula entre dos tortugas en un parque de Lima (Coyné s.f.: en prensa). Esta escena, transformada, reaparecerá en el último poema del conjunto.
Después adoptó él mismo una tortuga a quien bautizó con el nombre de Cretina (una tortuga musical divina y cretina, “Visión de pianos apolillados...”). Cretina o la diosa tortuga que ella encarna participa en la escenificación fabulosa de La tortuga ecuestre, si no como efigie montada literalmente en un caballo, sí como viva tortuga divina montada en el poema por un tigre alado: La divina tortuga asciende al cielo de la selva / Seguida por el tigre alado...”) (...) La esmeralda puede resisitir la presencia insólita del tigre / Acoplado a la divina tortuga ecuestre” (“Libertad-Igualdad”). La tortuga y el tigre son pues de naturaleza divinal y, desplazada del espacio del parque limeño al espacio del poema en México, la cópula de dos tortugas naturales se transforma en imagen fabulosa del acoplamiento de dos divinidades: el tigre y la tortuga: La divina pareja embarcada en la cópula / Boga interminable entre las ramas de la noche/ (...) la diosa / Bajo el tigre real (“Libertad-Igualdad). La diosa es la tortuga divina: Cretina.
En La tortuga ecuestre encontramos como, por lo demás, en gran parte de la poesía de Moro, todo el material de un impresionante bestiario: caballos, peces, pájaros, ostras, holoturias, conchas, caracolas, cocodrilos, gallinas limpias y gallinas endemoniadas, lagartos, avestruces, gacelas, leopardos, perros, lobos, gaviotas, cernícalos, mariposas, ballenas, etcétera; pero destacan, coronados de un halo sagrado e investidos de una evidente función de expresión imaginante, simbólica o metafórica, estos dos: el tigre y la tortuga, dos seres sagrados recurrentes en el poemario y que parecen tener, en el teatro de amor que se monta en él, una función de representación dramática y de alegoría erótica. César Moro nombra a los “dioses” que visitan el poema o viven en él y que son antiguos reyes o emperadores, y esta enumeración culmina en los tres personajes principales que tienen a su cargo la acción y la distracción en esta especie de auto sacramental erótico que es La tortuga ecuestre, Antonio, Cretina y César:
En lo recóndito de una montaña mágica
Cubierta de zapatos de muñeca y de tarjetas de visita de los dioses
Armodio Nerón Calígula Agripina Luis II de Baviera
Antonio Cretina César
Tu nombre aparece intermitente
(“5 / Verte los días el agua lenta”)
Se puede pensar en una intención de fundir la relación de atracción entre Antonio y César en México y la de Antonio y César en la Roma antigua, intención acentuada por la enumeración de las otras figuras históricas incluida Agripina cuya simpatía fónica con Cretina es evidente, como si la historia se fundiera toda en el instante intemporal del poema, sus palabras, sus nombres y sus consonancias. No se olvide que estamos en lo recóndito de una montaña mágica o, por qué no, en uno de los castillos mágicos de Luis II de Baviera, el rey “loco”, que es otro de los personajes clave de La tortuga ecuestre y al que está dedicado el poema “La vida escandalosa de César Moro”. El nombre intermitente no puede ser sino el de Antonio, único y absoluto destinario de esas misivas de amor que son casi todos los textos de La tortuga. Antonio es aquí doble o se desdobla, o más bien es triple o se destripla: es el amante mexicano de César, el poeta peruano; es el triunviro romano, protegido, amigo y quizá amante de César de Roma; y es finalmente el personaje real existente y fabuloso mítico totémico, amado de y creado por Moro, que es Dios y que es el Sol, que tiene pies de constelaciones y puede crear continentes si escupe sobre el mar...: la personificación jubilosa, terrible y consternante de las gracias y desgracias de la pasión de amor.
Antonio Cretina César: ¿y el tigre, que forma con la tortuga ecuestre la divina pareja que boga interminable entre las ramas de la noche... ? Hay aparentemente a lo largo de toda la gestación y la gesta de La tortuga ecuestre como una fijación o identificación de César-poeta terrestre y Cretina-tortuga divina en un personaje compuesto masculino-femenino, hombre-tortuga, César-Cretina. Sobre esta hipótesis se puede pensar ─ y creemos que hay en los poemas bases suficientes para pensarlo ─ una identificación análoga entre Antonio y el tigre. El amor luminoso y borrascoso, creador y destructor, prometido e imposible entre el amante-tigre y el amante-tortuga parece realizarse y negarse continuamente en la cópula de la “divina pareja”: tigre-tortuga, Antonio-César. Se puede notar esto de manera directa en diversos poemas, pero sobre todo en “La leve pisada del demonio nocturno” donde aparece el demonio Antonio con toda la pinta de un tigre sobrenatural: “con tu cuerpo rabioso e indomable (...) Con tus pies de lengua de fuego... Con tus ojos de salto nocturno...Con tus dientes de tigre....Con tus uñas para abrir las entrañas del mundo... Con tus labios elásticos de planta carnívora...Así te levantas para siempre / Pisoteando el mundo que te ignora /...Y que gime tras el olor de tu paso... De catástrofe intangible y que merma cada día / Esa porción en que se esconden los designios nefastos y la sospecha que tuerce la boca del tigre que en las mañanas escupe para hacer el día. Como si en una nueva Génesis el dios tigre consubstancializado con Antonio, demonio nocturno y dios de obsidiana, escupiera a las tinieblas diciendo: sea el día, y el día fuera. Porque este mismo demonio que es Antonio es un semidiós y es un dios y es Dios y es una bestia (“Mesándome el cabello lentamente subo / Hasta tus labios de bestia”): una fiera mítica, pero por encima o por debajo de todo eso, es un ser humano, como el poeta que le rinde culto y le prodiga amor, veneración y deseo hondo y preñado de angustia: ad augusta per angusta. Angostas son las vías para llegar a la unión con la augusta divinidad que es una fiera y ha de albergar, pese a todo, en un recinto sagrado de su inasible cuerpo y sus metamorfosis, un corazón humano. Pero el ser humano del poeta enamorado es también una especie de tótem, un animal mítico y participa místicamente de la naturaleza divina de la tortuga. Lo que da seguramente su peculiar trascendencia y su complejidad a este gran poema de amor, La tortuga ecuestre, es que cada uno de los dos personajes del idilio-tragedia reúnen en su ser tres naturalezas: animal, humana y divina (y, derivadas de la indefinida metamorfosis de lo divino, también mineral, vegetal, etc.). Pero la unión entre ese dios proteico y terrible, apenas figurable y asible que aparece nombrado como Antonio en el primer poema anexo a La tortuga ecuestre, asi como en el poema en “Verte los días el agua lenta”, esa unión está siempre en vilo, es más deseo de unión realizada que unión realizándose, posesión fragmentaria o frustrada que deja en este y otros poemas unas huellas marcadas seguramente más por el deseo que por la posesión, por el afán de abrazarse al dios y deslizarse por “la pendiente de [su] cuerpo” divino; pero la visión poética, por detrás del espejo roto del amor en el tiempo, proyecta en el segundo poema anexo del ciclo de la tortuga, anterior a o contemporáneo de las primeras cartas, la visión del eterno viaje de amor de la pareja bogando por la noche en estos versos ya parcialmente citados:
En vano los ojos se cansan de mirar
La divina pareja embarcada en la cópula
Boga interminable entre las ramas de la noche
De tiempo en tiempo un volcán estalla
Con cada gemido de la diosa
Bajo el tigre real
Que para el tigre y la tortuga sea interminable la boda en la boga interminable por las ramas de la noche. La poesía realiza la eternidad del amor irrealizable en la vida. Hasta aquí los poemas poemas.
Siguen las cartas poemas que llevan a su punto culminante la expresión de la soledad, el sufrimiento y el desamparo absolutos del poeta: “Nada puede hacerme sufrir más que el espectáculo del amor. Yo solo (...) en el mundo intermedio de la nostagia fúnebre, de las aguas maternas, del gran claustro, del paraíso perdido”. “Ahora dónde ir, dónde volver la cara, a quién contar lo que puede sufrir un ser humano que a veces desconozco y que siento como un extranjero enloquecido dentro de una casa vacía». Mientras que, dueño absoluto del espectáculo del amor, del claustro, del paraíso y de la vida del propio poeta enloquecido y de su casa vacía, aparece por última vez el dios, el demonio, el omnipotente esta vez como un caballo alado en el que podríamos ver por fin una relación concreta con la tortuga ecuestre (¿imaginada aquí sobre Pegaso, el caballo alado?): “Abrásame en tus llamas, poderoso demonio; consúmeme en tu aliento de tromba marina, poderoso Pegaso celeste, gran caballo apocalíptico de patas de lluvia, de cabeza de meteoro, de vientre de sol y luna, de ojos de montañas de la luna. Gran vendaval, dispérsame en la lluvia y en la ausencia celeste, dispérsame en el huracán de celajes que arremolina tu paso de centellas por la avenida de los dioses donde termina la Vía Láctea que nace de tu pene.»
Y se riza el rizo. Ya en el primer poema anexo el poeta decía: “ANTONIO es el origen de la Vía Láctea”. Ahora, obra de la pasión amorosa, hay en el universo dos vías lácteas paralelas: la primera salió del pecho mordido de una diosa helena; la segunda del pene erecto de un dios mexicano. Todo puede de pronto cesar de nacer, salvo el mito, antes creación de pueblos, hoy refugiado entre poetas ocultos.
Lo que hemos llamado “el ciclo de La tortuga ecuestre” abarca los años de 1938 y 1939. Pero como lo prueban las fechas de las cartas a Westphalen hasta 1948 y la publicación en 1944 de Lettre d’amour, en francés, la influencia de aquel amor sobre la vida y la poesía de Moro fue larga, quizás indeleble. El largo treno de la desolación, la soledad y la derrota amorosa sigue dejándose oír en las cartas dirigidas al amigo de Lima, pero sobre todo en uno de los poemas de más alta intensidad lírica, pienso, que se hayan escrito en este siglo: Lettre d’amour, magistralmente traducido por Emilio Adolfo Westphalen (**).
El dolor del amor imposible sigue igual; la angustia de la ausencia y del vacío también pero, en los versos que lo dicen, todo ahora es menos tenso y tumultuoso, más remansado; la furia sexual de algunos poemas de 1938 se ha vuelto honda melancolía y “la rabia de perderte” de La tortuga ecuestre es ya más bien la tristeza de haberte perdido en Lettre d’amour. Y se puede notar que reaparece la vía láctea pero ésta ya no sale del sexo del amado sino de su rostro, “pensado” en el poema como “inmóvil brasa”. Lo que muchas veces en el poemario anterior se oía como un grito o hasta como un alarido, es ahora, como dice Moro en la carta ya citada, “un sollozo” y es “demasiado íntimo”. Quizá ahora que todo es rememoranza y contemplación angustiada del vacío infinito que deja el fracaso del amor, las intuiciones mismas que constituyen el fondo del poema influyen en la musicalidad y en la armonía de estas estrofas tan equilibradas, al mismo tiempo surrealistas y clásicas, si cabe decir. En ellas las palabras surgen sostenidas por un ritmo tan hondo y vibrante, tan perfectamente mesurado, que se diría que por primera vez la poesía, asumiendo totalmente el dolor, se lo somete y, al llorar, canta un canto tan hermoso que, en medio de “la prisión” en que lo deja la ausencia del amado, de “la soledad en que este poema [lo] abandona”, en “el destierro en que cada hora [lo] encuentra” y a pesar de su aislamiento “en la noche total”, el poeta, como se ve en una carta ya citada, “después de tantos años de haber pensado en el sucidio”, afirma “am[ar] la vida por la vida misma”.
La perspectiva en que ahora el poeta, en su carta de amor, evoca al amado es la que separa lo recordado y lo pensado de lo vivido y lo viviéndose, que era la dominante en los poemas de La tortuga ecuestre:
Pienso en la holoturias angustiosas
que a menudo nos rodeaban al acercarse el alba
cuando tus pies más cálidos que nidos
ardían en la noche
con una luz azul y centelleante
Pienso en tu cuerpo que hacía del lecho el cielo y las montañas supremas
de la única realidad
...............................................................................
Pienso tu rostro
Este pensar sumerge todo lo vivido en un pasado que ya no se vive sino tan sólo se recuerda: “Intratable cuando te recuerdo la voz humana me es odiosa”. Todo lo vivido está ahora detrás sin dejar de estar presente en el recuerdo. Notemos como curiosidad que el primer verso del poema “Pienso en las holuturias angustiosas” había sido escrito diez años atrás: “Je pense aux holoturies barbares” (“Essai sur la conduite essaim”, en Ces poèmes). Exhumado ahora de un pasado anterior al encuentro con A. el verso abre el gran poema destinado en cierto modo a poner una lápida sobre la tumba de lo que fue sin duda el gran amor, la más pura y ardiente experiencia del amor en la vida del poeta; pero no sólo el contexto vital ha cambiado sino la expresión: ahora las holoturias ya no son bárbaras sino angustiadas: la angustia es lo que era y es antes del amor, en el amor y después del amor (visiblemente el amor la atrae como un imán); lo que nos constituye a todos los que vivimos en el amor y después ya no. El nexo entre el amor y la muerte. Amour à mort.
César: señor de las moradas del amor.
|