No me recuerdo cuándo conocí a Enrique Lechuga Godínez. Al parecer había venido un amigo suyo trayéndome un pequeño libro que contenía algunas reproducciones que eran collages en blanco y negro. No me llamó especialmente la atención, porque es así como uno se equivoca. Cuando él vino a verme en persona, que yo imaginaba un hombrecito pequeño y esmirriado, pude salir de mi error. Enrique, mi amigo, es un gigantón de casi dos metros, con un ánimo y una sonrisa capaz de partir piedras. La última vez que estuve en su casa de la Ciudad de México durante algunos días tuve oportunidad de ver casi un centenar de collages suyos en que este hombre afable y simpático se juega el todo por el todo y nos da una especie de bomba de color y de composición.
¿Qué es lo que tienen los collages de Enrique que los separa enteramente de la gente que empieza a pegar papeles e imitar a las que otras quinientas personas han hecho antes? Hay una aventura, asumida por este artista que da un resultado fabuloso.
Yo hago collages hace unos cincuenta años, pero no me había encontrado con un sujeto tan decidido en esto de cambiar la piel y el armazón del collage transformándolo en una nueva entidad que no deja de sorprendernos. Por ejemplo: hizo una serie de figuras, digámoslo así, recortó una serie de figuras en color de un valioso libro de medicina que él tiene escondido —y que no me lo mostró—, y las fue distribuyendo en un especie de colchón infinito, para de alguna manera ver hasta qué punto nos encabritamos los seres cuando decidimos enfrentarnos a la verdad. Estos colchones se convierten en unas entidades afrodisíacas donde los huesos salen de la carne y penetran jardines absolutamente ignorados de la mente. Hay sonidos que se deslizan a lo largo de esa horizontalidad de la jungla en que Enrique juega con nuestro ánimo y nos propone una serie de soluciones distintas en las que uno no sabe nunca si el próximo paso va a ser sostenido por un arcángel o va a caer en un pozo infinito.
Lo he visto arrugar el papel, cortar la cubierta de latón de algunos tarros y disfrazarlos luego de inocentes labios que son capaces de rebanarte en tajaditas, cuando menos lo piensas, es decir, cuando al recordar lo que acabas de ver te das cuenta de lo que ha hecho en tu inconsciente.
Yo he visto una buena cantidad de collages de distinta gente. Los ha hecho Max Ernst, los ha hecho Prévert, los han tijereteado disimuladamente algunos para devorarnos en la propaganda y no nos damos nunca cuenta por qué razón estamos dentro de esa boca mecánica y sin embargo seductora que tiene papeles, sedas estiradas como una llama, y sospecho que además, un perfume que nos mantenga en ese estado cercano al éxtasis.
Yo quisiera que cuando esté en Brasil pueda hacer una reproducción grande de algunos de estos paisajes devoradores y ver qué efecto hace en los brasileños este mirar, escuchar dentro de sí, el ruido del Océano Atlántico moviendo sus engranajes de locura bajo el simple título "Dama tendida en el sofá" por Enrique Lechuga Godínez. |