I. Lo que vamos a decir lo decimos sin ninguna ilusión ni tampoco esperanza, ni sobre su utilidad ni sobre la verdad última de nuestros argumentos. Estamos demasiado lejos de los acontecimientos, tanto física como temporalmente, demasiado lejos, demasiado tarde, como para pretender tener ninguna influencia sobre ellos. Estamos lejos, además, de su propia negación, pues a pesar de que efectivamente compartimos una miseria análoga que se debe a las mismas causas, no es sin embargo igual, ni tiene su misma intensidad. Pero nos animan al menos dos deseos: contribuir, junto con los propios actos y a la luz de los mismos, al esclarecimiento del mundo en el que sobrevivimos, y salir en su defensa, allí donde su acción por muchas razones ejemplar merece ser defendida, contra todas las calumnias y mentiras que se han levantado y se levantarán por los enemigos de afuera y los de adentro, y no porque los insurrectos de Francia necesiten esa defensa, sino porque la necesitamos nosotros, los otros proletarios de tez “blanca” y conciencia desteñida, para desenmarañar el tejido de ficciones que nos encadena paralizando nuestra propia ira y nuestra propia revuelta. No pretendemos tampoco idealizar ni glorificar nada, porque nada debe ser ensalzado en el terreno de la guerra social. Tan mísera es nuestra condición, que el más mínimo triunfalismo es otro clavo más sobre el ataúd material y virtual que nos encierra en la vida diferida. Pero por eso mismo, deseamos seguir permaneciendo a la escucha de cualquier signo que venga de cualquier parte manifestando que ese estado catatónico empieza a romperse. Incluso aun cuando después, aparentemente, el silencio vuelva a reinar en Europa: especialmente en este último caso.
II. Los barrios periféricos de los centros urbanos y económicos franceses han sido los protagonistas de una revuelta que ha puesto en cuestión la razón y la legitimidad de los estamentos y la oligarquía europea. La periferia convertida en lugar de almacenaje, no sólo de mercancías ruinosas sino de seres humanos no menos averiados, ha rebasado la mera condición separada de problema urbanístico. Los revoltosos, con la quema de edificios y coches, expresan lo que es ya un hecho indudable: su imposibilidad de gestionar su propia vida y de controlar su destino, porque su vida se desarrolla en la periferia de todo. La violencia de los revoltosos, de aquellos que juegan al escondite con las fuerzas del orden y cuyo signo distintivo es su rostro cubierto bajo las capuchas, demostró contra qué o quienes se dirigía su rechazo. Tras los ataques contra la policía (que presenció cómo las paredes comenzaban a hablar bajo la frase de “policía de mierda”) rápidamente se dio paso a la destrucción de todo aquello que los situaba, inexorablemente, frente a su realidad como grupo social. Es por esta razón por la que los sociólogos no debieran necesitar mayor investigación que la observación de los restos de la violencia y su resultado. El paisaje de guerra del que tanto hablan los medios no es otra cosa que el programa de la revuelta y las exigencias de los protagonistas, que parecen absurdos e incomprensibles sólo al que se niega a comprender, o ha comprendido demasiado bien (hasta el lavado de cerebro o el colaboracionismo) los razonamientos del poder. Basta con oír a estos chicos que supuestamente no saben ni pensar ni hablar. Así se expresan, por ejemplo, tres jóvenes del barrio 112 de Aubervilliers: “es una desgracia pero no tenemos elección, estamos dispuestos a sacrificarlo todo porque no tenemos nada (…) si un día nos organizamos, tendremos granadas, explosivos, Kaláshnikovs…nos daremos cita en la Bastilla y será la guerra”. Pero esto es lo último que espera la dominación, y por eso se empeña en emborronar un discurso que sin embargo es muy claro: se trata de que, bajo ningún concepto, pueda también llegar a ser contagioso.
III. Supermercados y centros comerciales no son sino los indicadores de la opresión económica y la falta de expectativas por acceder a las cuotas de bienestar anunciadas por republicanos y socialistas. Ante su presencia obscena estalla la constatación diaria de la escasez, del inalcanzable estado de cobertura de necesidades básicas para familias de cinco o seis miembros y un solo sueldo, de tal forma que, ante esta verdad inocultable que se vive radicalmente, la propaganda economicista se declara en quiebra y se hunde cualquier ilusión posibilista de lograr “una vida normal” que ya no existe ni existirá para nadie, igual que no se encuentran alimentos sanos o agua pura. Así, la destrucción de los grandes complejos comerciales y de consumo se transforma en la ética y la estética del rechazo, ya que niega el confort anunciado y, más aún, niega todo un modelo de vida falsificada. Por eso el pueblo francés, bajo un supuesto proyecto y destino común, se levantó el día 27 de octubre con los monstruos que crearon treinta años de políticas de exclusión social, política y económica. En este sentido, la democracia francesa (y el resto de democracias con ella) no está en crisis sino que ha sido negada de facto y por la fuerza de la violencia, y no por la violencia juvenil precisamente, sino por la que se ejerce en su nombre y bajo su coartada todos los días, en todas las dimensiones de la vida, y prácticamente sobre casi toda la población. Sólo cuando tal violencia es devuelta por el espejo de la contestación social, es cuando preocupa al poder y por tanto a la opinión pública. Cuando Sarkozy dice que “por supuesto que hay miseria, racismo, desempleo…pero nada puede justificar la violencia gratuita”, es que para el aprendiz de Thiers, sus congéneres y todos aquellos que todavía le creen, cualquier violencia que se levante contra el racismo, la pobreza, etc, etc…es y será siempre gratuita. Porque el escándalo no lo provoca el espectáculo de la pobreza, sino el estallido de los que la sufren, que inmediatamente se intenta pasar por espectacular para así desacreditarla hasta ante sus posibles cómplices. De esta manera el estado de excepción y emergencia vuelve a retirar el velo democrático de su política hacia los inmigrantes al viejo estilo colonial, como cuando administró con mano de hierro Argelia y sus colonias. En este sentido, hoy, igual que ayer, estamos con los que llamaban a la insumisión frente al gobierno francés, pero concretándolo en lo que ya es asunto de salud pública: el ataque contra el proyecto social francés, contra el proyecto social europeo.
IV. No puede sino considerarse bajo la misma línea la deliberada y obstinada acción destructora contra los centros educativos. Si los coches de segunda mano, los supermercados mal (o bien, según se mire) provistos de comida basura y quincallería barata, y los equipamientos miserables del Estado de bienestar residual son los espejismos paródicos de la abundancia y la prosperidad, los colegios y los institutos son la parodia desencarnada de la igualdad de oportunidades y de la posibilidad de ascenso social que la economía predica para no cumplir. Y el fuego que ha devorado a unos y a otros es la previsible respuesta desencantada y furiosa del que despierta de su encantamiento. “Los chavales de 15 años ven que los que tienen 25 y fueron buenos estudiantes siguen en el paro, viviendo en casa de sus padres y sin futuro”, razonaba uno de esos “irracionales” del barrio de Blanc-Mesnil de Saint-Denis, y en sus palabras encontraremos todas las razones de esa furia sin que haga falta que ningún experto añada ni una sola banalidad de más. Así, negado el futuro a los hijos de los franceses, de los inmigrantes ya legalmente franceses, ante los pasmados rostros de sus mayores, esa población potencialmente escolar que ahora ama la gasolina desprecia el sistema educativo por la misma razón que desprecia al propio Estado francés. Ellos, los bárbaros del proyecto de la “vieja Europa”, han sido estigmatizados como la racaille, es decir, la chusma, la gentuza canalla, y han aceptado ese estigma con el tradicional orgullo de los proscritos: como los “mendigos del mar” en la Holanda rebelde del siglo XVI, como los enragés de 1793 o del Mayo 68, como los punks londinenses de 1977. Ellos, los revoltosos, han recogido el testigo y han declarado que, una vez perdido el miedo a salir a la calle, han decidido pelear hasta el final. “Ha venido todo un representante de la República y nos ha llamado escoria, y lo que nosotros estamos haciendo ahora es exactamente eso, actuar como escoria. Hemos comprendido que es la forma de que nos presten atención”, dice un chaval de 15 años de Saint-Denis; “nos ha lanzado un reto y nosotros lo hemos aceptado”, contesta otro de la misma ciudad. “Puesto que somos escoria, vamos a dar trabajo en la limpieza a este racista. Las palabras hacen más daño que los golpes”, se oye en el barrio 112 de Aubervilliers. Por todas partes, la causa está entendida, todo está dicho y todo está por hacer.
V. Con un exceso de modestia o coquetería, algunos rebeldes de Aubervilliers concedían que “no tenemos palabras para explicar lo que sentimos. Sólo sabemos hablar prendiendo fuego”. Hay que decir cuando menos que tal lenguaje es elocuente y eficaz, y nadie puede pretender que no lo escucha. Sirve además para poner sobre la mesa las cuestiones molestas que nadie se atreve a hacer. Por ejemplo, los disturbios han supuesto la propaganda por el acto del urbanismo capitalista, cuya monstruosidad inhumana ya nadie puede negar, hasta el punto de que por toda Francia se están derribando esas torres de tortura de 14 pisos donde la vida sólo podía asarse a fuego lento. Nadie negará tampoco su eficacia, no sólo como campos de concentración diseñados para aislar a las personas de sí mismas y de los demás, sino sobre todo en su función de cárceles invisibles de las que sus presidiarios no se atreven a salir, incluso cuando se han amotinado: la aparente falta de decisión de los rebeldes de llevar los disturbios a los centros de las ciudades, allí donde más impúdicos se exhiben los símbolos de la felicidad capitalista, y más determinante es su destrucción, dice mucho del éxito psicogeográfico de las banlieus como sistemas de represión y aislamiento autorregulados. Pero el concepto de banlieu como basurero humano no se entiende sin la basura que contiene en sus límites físicos, sociales y psicológicos, y su estallido ha contribuido a derribar otro de los mitos favoritos de nuestro tiempo, repetido a veces muy imprudentemente por los que se consideran sus enemigos, a saber, que los inmigrantes “son necesarios” y hasta imprescindibles para asegurar el crecimiento económico y enriquecer la aburrida cultura europea, dando esa pizca de color y alegría que tanto gusta a los fanáticos del turismo exótico y del abigarramiento multiculturalista. Pues bien, dejando a un lado la dimensión cínicamente oportunista de tan miserable cálculo, ya estamos viendo para qué necesita el capitalismo a estos inmigrantes, a sus hijos y a sus nietos, qué utilidad quiere dar la economía a estos franceses de tercera generación: ni siquiera se toma la molestia de explotarlos, ya que le salen más baratos sus hermanos de raza que malviven en África o Asia, y el uso masivo de una tecnología que arrasa tanto recursos naturales como biografías humanas. El único enriquecimiento que el orden espera de ellos es el “crecimiento” a una escala cada vez mayor del famoso ejército de reserva de parados, y el “desarrollo” de la panoplia de terrores securitarios con los que atormentar a la población indígena que también vive en la cuerda floja, para que se mantenga disciplinada y bajo las faldas del Estado policial. Esto es de lo que se dan cuenta los rebeldes de los suburbios: los “treinta gloriosos” y los “milagros económicos” de la Europa de la segunda posguerra y sus espejismos de prosperidad, bienestar y justicia social nunca volverán, no hay margen posible bajo el capitalismo bulímico y ecocida para las promesas reformistas de los políticos y de los arbitristas bienpensantes de la progresía. Como decía el joven antes citado del barrio de Blanc-Mesnil, “la mala situación económica hace que por primera vez haya franceses haciendo el trabajo que antes sólo hacíamos los emigrantes”. Por primera…pero no por última. Cuando vemos cómo por todo ese nuevo mundo feliz occidental cierran las fábricas y se adelgazan las plantillas, cuando comprobamos cómo los escasos “afortunados” que logran el ansiado empleo temporal trabajan 10 y 12 horas por todos aquellos que se quedan aparcados en el paro, entonces no queda más remedio que aceptar, y lo mejor para todos nosotros es hacerlo ya y sin excusas, que cuando el poder habla de modelos de integración de los inmigrantes, reinserción social, reactivación de los barrios bajos, y cualquier otra patraña parecida, simplemente está volviendo a vender humo a nuestra costa. Y ese humo es infinitamente más irrespirable y nocivo que el que ha salido de las hogueras que se han prendido en los suburbios. Así por ejemplo, un sociólogo (y encima de origen argelino) cree encontrar la piedra filosofal asegurando que “hay que eliminar los guetos y hacerlo sin complejos. No se trata de rehabilitar estos horribles edificios de hormigón, hay que derribarlos y tener la capacidad para convencer a la gente que vive en ellos de que su futuro será mejor fuera del gueto, dentro de la ciudad y lejos de los suburbios. Los guetos sólo desaparecen de una manera: fundiéndolos con la ciudad”. ¡Nada menos!, porque semejante reforma, que no sería tal sino ruptura revolucionaria con el mundo desfigurado del capital, exigiría la fundición del orden totalitario que diseña, construye y necesita esos guetos, por lo que podemos preguntarnos quién es el ingenuo, si los críos obtusos y embrutecidos de la ciudad dormitorio, o el hábil sociólogo; sea como fuere, mientras que las autoridades deciden si hacen caso o no de tan brillantes perogrulladas, parece que cierta juventud ya está lo suficientemente convencida de que su futuro no está en el suburbio, y por eso ha empezado a destruirlo sin complejos. La lucidez, como la acción, ha cambiado esta vez de bando: se trata ahora de constatar hasta qué punto lo ha hecho y en qué medida se ha transmitido a quienes, por ahora, no se han sumado al combate.
VI. Pero si el bando que debe perder es capaz de mostrar alguna lucidez, aunque sea parcial, aunque se refiera más a lo que se odia que a lo que se desea, entonces hay que neutralizar sus razones y sus actos por todos los medios, anegándolos bajo el consabido tsunami de mentiras y bajezas. Sólo nos ha sorprendido relativamente que algunas de esas infamias provengan de los así llamados revolucionarios, que se rebajan difamando a los revoltosos tachándolos de quemacoches al servicio del Estado y sus estrategias policíacas de provocación y miedo. Sin descender a tanta y tan obvia podredumbre, que parece contentarse con que el oprimido rumie en manso silencio su humillación cotidiana hasta que el lenin de turno (y de bolsillo) dé permiso para iniciar el levantamiento, es necesario discutir otros lugares comunes que, por serlos, alcanzan a un número mucho mayor de personas a las que la dominación desea quitar cualquier tentación de comprensión o simpatía hacia los rebeldes. Es evidente que el espantajo de la violencia es el plato fuerte de cualquier menú que se prepare para tales menesteres de intoxicación ideológica y miedo social. Violencia que, sin embargo, los pocos observadores honestos han reconocido como mucho menos salvaje e indiscriminada de lo que se ha dicho, y ejercida además, en general, con plena conciencia de la gravedad y consecuencias de la misma: “es una desgracia”, admitían los jóvenes de Aubervilliers, y como ellos muchos otros, sin rastro de exhibicionismo o crueldad. Nada tiene que ver por otro lado una violencia colectiva y espontánea que se levanta contra la opresión cotidiana que un buen día ya no se soporta más, por muy lamentables y arbitrarios que sean sus daños colaterales, y la violencia sistemática, hobbesiana y gangsteril de las bandas neofeudales y misóginas toleradas (y alentadas) por el poder. Más bien todo lo contrario, pues lo que ha sucedido no es el despliegue habitual de anomia afectiva, sensibilidad descompuesta, agresividad tribal, matonismo chulesco y aburrimiento letal que coexisten junto con otras realidades muy distintas en los suburbios (sería asombroso que en un mundo en ruinas aquellos que sobreviven bajo los más hondos cascotes se mantuvieran absolutamente puros, para mayor sosiego espiritual de los que todavía vegetan en los estratos superiores), miserias que han sido metabolizadas (y banalizadas) como una desgracia natural inevitable por los mismos que tanto se escandalizan ahora, sino el intento de su abolición por la vía práctica del enfrentamiento a cara de perro con el sistema que ha engendrado esas lacras (de las que por cierto nadie está exento) y todas las demás. Es por esta razón que esa violencia, antes tan llevadera, tan irrelevante para los jerarcas de la dominación que no suelen vivir allí (y algo menos para los que la sufren como propina adicional del terror que les administra el Estado y la economía), se revela de repente como intolerable. Por eso el espectáculo se ha regodeado con las imágenes, a veces dolorosas, a veces miserabilistas, de colegios y guarderías quemadas, buscando la empatía fácil y el reflejo condicionado contra los rebeldes, pero se ha cuidado muy mucho de hablar, por ejemplo, de las sucursales bancarias que también han ardido (si no lo han hecho más, es porque hasta los bancos desertan de las banlieus). Por otra parte, no deja de tener cierto interés que los últimos informes judiciales ofrezcan un retrato sociológico de la revuelta en las antípodas de los clichés que se nos quieren vender: entre los primeros encarcelados, hay 562 adultos por 577 menores, y “la mayor parte de estos menores no tenían ningún tipo de ficha policial, estaban escolarizados en centros de formación profesional o incluso realizaban estancias de aprendizaje y no procedían de familias especialmente desestructuradas, ni tampoco polígamas, como se apuntó desde un miembro del gobierno” (El País, 27-11-2005). Según estos datos, si clases peligrosas ha habido en esta revuelta, han sido las de siempre, lo que no impide (ni nos da ni frío ni calor), por supuesto, que aquellos que el poder llama “delincuentes juveniles” aportaran su granito de arena. Pero da la impresión de que aquellas bandas que en efecto atormentan la vida cotidiana de los habitantes de los suburbios (especialmente de las mujeres, bajo el fuego cruzado del integrismo islámico y de la violencia sexual neomachista), no son las que más se han destacado precisamente: quizás porque son antes bien los socios de la policía que sus enemigos. Da lo mismo. “No somos vándalos, somos rebeldes”, intentaban aclarar los de Aubervilliers. Nadie les hará caso: para su desgracia o no, ser rebelde hoy pasa necesariamente por ser también vándalo.
VII. Como era de esperar en una sociedad que adula a la juventud por su “rebeldía” siempre que la consuma virtualmente y no pretenda experimentarla en la realidad, el origen juvenil y adolescente de los protagonistas de la revuelta también está siendo utilizado para desacreditarla. Se insiste así en su infantilismo, expresado no sólo en el absurdo aparente de la destrucción indiscriminada, sino también en el carácter de juego inconsciente y emulación compulsiva que demuestra. A continuación se habla de los juegos de ordenador, de la realidad virtual, de la “generación game-boy”, de los “pobres chavales” autistas que reflejan en su violencia ciega los mecanismos de deshumanización y competitividad que han aprendido de la misma sociedad que les aniquila, porque todo lo explica y a plena satisfacción la playstation maldita, como si sólo los cabecitas negras del arrabal jugaran con esos chismes, o fueran los únicos afectados por su radiación venenosa. Se utilizan de paso las propias palabras de los jóvenes suburbiales, que se quieren entender única y exclusivamente en el sentido que más conviene, cerrando el paso a cualquier otra interpretación que matice o corrija la versión interesada. Pues si es cierto que en estos comportamientos puede haber mucho de la herencia maldita del vacío encarnado en la irresponsabilidad de mercado y en la adicción enfermiza a la ultraviolencia, igual que pueden dar pie a su recuperación bajo la forma mediática y comercializable de nuevos y excitantes deportes de riesgo, no lo es menos que se deben también a otras instancias, y que entroncan con otros árboles genealógicos. En efecto, los desafíos entre las bandas rebeldes para ver quien ofrece los fuegos artificiales más fastuosos a sus vecinos, quemando los trofeos de la riqueza y del poder, pueden venir tanto de la contaminación mediática como ser la gozosa reactualización de la institución del potlach, y, si salvajes son, que se les conceda al menos el derecho de regresión a las viejas y buenas costumbres de los pueblos primitivos, sin ponerles bajo la perpetua sospecha de cretinismo multimedia. Pero fue Fourier quien mejor explicó las virtudes de la sana emulación entre los grupos revolucionarios que se retan en el juego de la subversión, y por una vez que no ha sido la economía quien ha recuperado sus teorías (y poco importa si a Fourier se le lee o no en el gueto: las buenas ideas, si los son, siempre acaban encontrando a quien las confirma en la práctica), no vamos a escandalizarnos…De la misma manera, los expertos aprovechan un comentario de los revoltosos acerca de que prefieren quemar coches en vez de contenedores “porque hacen mucho más ruido”, para reírse de esos jovenzuelos que confunden la realidad prosaica con los efectos especiales de la consola, cuando el principio básico de toda guerrilla que se precie es hacer el mayor daño posible, llamar la máxima atención, con el menor coste en los medios utilizados. En todo caso, y como se ha sugerido ya, no es tan malo que ciertas quimeras del inconsciente colectivo, que a veces se cuelan por la pantalla aparentemente más banal en la forma del rap o de la mitología degradada de Matrix, empiecen a materializarse en la calle, especialmente si se trata de los fantasmas de la subversión. ¿Acaso lo imaginario no era lo que tendía a ser real?
VIII. Sin duda es mucho más perniciosa esa mala reputación que acusa a los jóvenes de estar separados de sus padres y de las generaciones adultas, y a todos los negros y magrebíes de estarlo respecto a sus vecinos blancos. Respecto a lo primero, se ha puesto en primer plano la angustia de la joven madre soltera ante la guardería quemada, o la del trabajador ante el utilitario abrasado, imprescindible para su supervivencia. Hay que entender tal angustia y tal desesperación en unas gentes que los golpes han moldeado demasiado bien, y que por una intuición muchas veces acertada sólo esperan del acontecimiento nuevo lo malo de siempre. Pero teniendo razones, la razón decisiva no está de su lado sino de sus hijos, pues aunque dolor cause, pretende terminar con el dolor y con sus causas. En este sentido, como en la Intifada palestina de los años 80 o el levantamiento antirracista del Soweto de 1976, la revuelta lo ha sido tanto contra los padres como contra el Estado, el racismo y la economía, en cuanto que los adolescentes rabiosos han hecho lo que las generaciones anteriores, en su gran mayoría, no se atrevieron o no pudieron hacer. Así, cuando se habla del déficit de autoridad de los cabezas de familia “porque no llevan un sueldo a casa”, no se cita otro tipo de respeto, tan importante o más que el anterior: el que nace de la resistencia cotidiana a la opresión, que, aun desde la derrota, se transmite a los hijos como el mejor ejemplo que se puede dar en la vida. Hay aquí un desgarro generacional que no puede satisfacernos, puesto que su mantenimiento y exacerbación conviene, sobre todo, al sistema que lo ha hecho nacer; pero es un desgarro del que en último término estos adolescentes no tienen la culpa, más bien son su producto y, tal vez, su solución, a poco que tal brecha se colme y la ira con ella. Por otro lado, sería verdaderamente sorprendente que los medios de comunicación dieran voz a los vecinos que sí puedan estar de acuerdo, en mayor o menor grado, con la revuelta de sus hijos; al contrario, siempre enfocarán al que se queja y no comprende tanta furia desatada. Sin embargo, como en todas las revueltas de este tipo, esas complicidades existen, y no hay mejor ejemplo que la ridícula concentración “por el fin de la violencia y la discriminación” convocada el día 11 de octubre por BanlieuesRespects, “un colectivo de 165 asociaciones sociales de los barrios de las periferias de las grandes ciudades francesas”. Como un periódico tuvo que admitir con desgana, tal demostración de fuerza de la mayoría silenciosa, adulta y reformista de las banlieu atrajo a…”no más de 300 personas, de los cuales una buena parte eran miembros de los medios de comunicación, y pocos los que habían viajado desde las zonas que han sufrido la violencia de estas dos últimas semanas”. La anunciada Marcha de la Paz que debía seguir a esta concentración “fue anulada”. Sobran los comentarios.
IX. Podríamos decir algo parecido respecto a los que rebuznan que esta revuelta sólo es la expresión de las tribus negras y árabes, sin relación posible con los proletarios franceses de pura cepa y sus “luchas”, y que por lo tanto está aislada y no puede tener trascendencia alguna. En realidad, como en la rebelión de Los Ángeles de 1992, o en los disturbios de Brixton de 1981, los jóvenes blancos perdedores se han sumado a la rebelión con tanto ímpetu como sus hermanos de otro color, mal que les pese a Le Pen, a los islamistas y al Estado, que medran por igual de las separaciones étnicas artificiales y sólo temen que puedan disolverse primero para disolver después el chantaje económico. Y así a veces, las buenas noticias son tan buenas que ni el espectáculo puede ocultarlas por completo. “El perfil sociológico de los detenidos corresponde a la población de los suburbios: abundan los jóvenes hijos de emigrantes, pero también los apellidos estrictamente franceses, los cabellos rubios y los ojos claros”, reconocía con no menos desgana el mismo periódico. No es otra cosa la que se escucha en los arrabales. “Los alborotadores son magrebíes y subsaharianos, pero también franceses de toda la vida que, hartos de tanta injusticia, salen a la calle; en este barrio todos sufrimos la injusticia”, se dice en la banlieu de Toulouse, como se podría decir en cualquier otra parte donde reine la miseria pero todavía no la resignación. Lo mismo valdría para la tan cacareada inspiración islamista de los disturbios: ninguna prueba lo confirma, y los insurrectos se han cansado de desmentirlo con sus palabras (“nadie nos controla, ni los caids de la droga ni los imanes islamistas”) y con sus actos (no haciendo ningún caso de los llamamientos a la calma de las mezquitas y sus fatuas adormecedoras al mejor estilo de los estalinistas de antaño). Pero lo que importa es negar la evidencia y, mejor aún, suprimir las palabras del suburbio y su sentido: éstos que son invisibles, que no importan, tampoco tienen por qué hablar y mucho menos ser oídos. Ni entendidos.
X. Al mismo tiempo que los modernos proletarios de Europa jugaban con fuego y “se quemaban”, en Asturias varios mineros se encerraban en protesta por sus condiciones laborales y de vida. Estos hechos visualizan la evolución del concepto de clase y de la conciencia de la explotación por parte de los derrotados. Vieja y nueva clase toman su relevo y adelantan lo que será una realidad en unos cuantos años en todo el continente. Pero en este baile, los bailarines se mezclan formándose parejas inesperadas y prometedoras: si ponemos en relación la negatividad de los motines que nos es vendida como suicida, nihilista y enloquecida, con otros conflictos sociales que sólo merecen ese nombre porque comparten la misma desesperación, empezaremos a ver más claro. En efecto, más allá de que provengan de una misma opresión, no tiene mucho sentido relacionar las actuales revueltas con las huelgas generales de aquí o de allá, las marchas de parados o las performances reivindicativas de los tunos de Bellas Artes: mejor hacerlo con conflictos como el de la fábrica de Cellatex en julio de 2000, donde los trabajadores amenazados de despido amenazaron a su vez con volar la fábrica y los productos químicos que albergaba si no se les daba una salida mínimamente digna, arrojando al río un poco de sosa cáustica y de ácido sulfúrico para demostrar que la pantomima no era su fuerte, excelente ejemplo que fue seguido por los obreros de la Moulinex de Cormelles (que incendiaron parte de las instalaciones) o los de la fábrica de cerveza alsaciana de Adelshoffen (que se aprovisionaron de bombonas de gas por si acaso), por no citar sino los conflictos más famosos de una reacción en cadena de “terrorismo social” (como lo llama el siniestro European Foundation for the Improvement of Living and Working Conditions , ellos saben por qué) animada por el “síndrome Cellatex” en el verano de 2000, y que se prolongará al año siguiente en las factorías textiles de la firma Mossley con la quema de máquinas, mercancías y oficinas. También los periódicos (y los ecologistas orgánicos y los revolucionarios del Régimen) hablaron en estos casos de suicidio, nihilismo, locura, como lo hacen siempre que se encuentran con lo incontrolable que hoy, por desgracia, tiene que presentarse con tan oscuros títulos para serlo de verdad. Las mismas acusaciones se lanzan, por ahora en Francia o Inglaterra y muy pronto por todas partes, contra esos nuevos obreros salidos de los suburbios, malos estudiantes ayer y peores trabajadores ahora, que no contentos con escaquearse todo lo que pueden escuchando y bailando música, bebiendo vino o hablando por el móvil, saltan sin previo aviso e “irracionalmente” a la mínima provocación de sus capataces, sin dudar en recurrir a la violencia y sin pararse a pensar en las obvias consecuencias de despido y, si las cosas han ido demasiado lejos, cárcel (1). No discutiremos que tal negatividad sea a su vez reflejo de la negación de la vida que practica el capitalismo, y que en sí es insuficiente. Pero nos interesa señalar que existe, y que existe fuera de todo cálculo y de toda razón, especialmente de la Razón de Estado (2), y que es en esa existencia y no en otra parte donde podrán encontrarse, si lo hacen, las diferentes revueltas, los verdaderos deseos, las nuevas utopías. Por nuestra parte, y para empezar, sólo podemos volver a decir que no será el miedo a caer en la ingenuidad el que nos haga bajar tales banderas.
XI. La cantinela mediática gusta también de mostrar un hipócrita asombro ante la destrucción “gratuita” (¿ahora también hay que pagar para participar en un levantamiento?) de los mismos barrios y propiedades de los alborotadores, calamidad incomprensible propia de estos tiempos desnortados. Se dice además que esta destrucción ciega es inédita en la historia, que nada parecido había pasado antes en ninguna revuelta, y menos en una revolución; y que este dato vuelve a demostrar el carácter alienado y alienante de estos desenfrenos de furia baldía, buena para nadie, si no lo es para la dominación que en última instancia, quién si no, ha teledirigido los acontecimientos. Dejando a un lado las consideraciones que ya hemos apuntado sobre el valor de uso real de esos barrios y esas propiedades, así como del problema de la violencia que el poder llama irracional porque no es suya, habría que preguntarse ahora dónde está esa supuesta novedad histórica en el comportamiento de estos nuevos bárbaros, novedad que les descalificaría irremisiblemente ante el recuerdo de otros bárbaros que, si lo eran, eran bárbaros ilustrados, homologados, diríamos que de pata negra para esos buenos conoisseurs universitarios aficionados a la Historia Social que se deleitan con las luchas pasadas para aborrecer las actuales y, sobre todo, las futuras. Porque, ¿cómo se comportaban acaso los rebeldes de Los Ángeles de 1992? ¿Y los de Brixton, Toxteth, Lyon o Marsella en 1981? ¿Y los vecinos rabiosos del barrio de Watts de L. A. en 1965? ¿Y los de los guetos del Johannesburgo de los tiempos del apartheid? ¿Y las mil y una batallas de la guerra civil perpetua que se libra en las villas miserias, favelas y bidonvilles de todo el tercer mundo, del caracazo de 1989 al estallido de la Argentina de diciembre de 2001? ¿Y las mismas sufragistas de principios del siglo XX, burguesas que destruían escaparates y mercancías burguesas en nombre de unos derechos –que fueran limitados es otra cuestión- que la burguesía patriarcal no quería reconocer? Y esto por no hablar de otros movimientos que tenían las ideas más claras, la sangre más caliente y los puños más prontos. No hay nada nuevo en estos furores: los marginados suelen empezar por destruir el decorado deprimente e insoportable de su marginación, iniciando de paso la reapropiación urgente de los bienes de primera necesidad por la vía del saqueo y del pillaje, lo que siempre es muy bueno, aunque no acierten después a destruir todo lo demás, lo que sería mucho mejor.
XII. Lo que dice esta gente tampoco resulta desconocido. “No queremos dialogar con el gobierno; nuestros padres, nuestras familias ya han recibido demasiados abusos tras sus discursos. El diálogo se ha roto definitivamente, no penséis en adormecernos. No podréis manipularnos, a pesar de la utilización de imanes y portavoces que empujáis a que hagan llamamientos a la calma (...) La sociedad nos ha creado, lo que prueba que esta civilización corre a su pérdida. No tenemos nada que perder, preferimos morir rodeados de sangre que de mierda”, aclaraba un panfleto firmado por unos “Combatientes de la revuelta del 93”, y esas palabras se han pronunciado en otras bocas y en otros tiempos y lugares (3): por ejemplo y para no ser reiterativos, este mismo año en Nueva Orleáns, donde otra “canalla”, por razones distintas pero no tanto, también saqueó. No vamos a caer en la adulación y en la tentación de afirmar que estas palabras y estos actos constituyan el único programa revolucionario posible. Todo lo contrario: quizás sea el que más se equivoca, precisamente por ser el más radical. Pero es que la guerra social hoy es así: fea, vulgar, equívoca, tan convulsiva como episódica, lastrada por mil adulteraciones del abyecto espíritu de la época, y seguramente condenada al fracaso, una y otra vez. Sin embargo, más allá de cualquier aprobación o condena teórica, práctica, moral, estética o pret-a-porter, es laguerra social que nos ha tocado vivir en el peor de los mundos posibles, porque es el que menos opciones da y dará para su hipotética superación. Negar una revuelta que pasará a la historia como la primera gran toma de conciencia en Europa por parte de sus nuevos explotados, que ha obligado al Estado a tomar medidas de excepción que no se adoptaron ni en el mayo 68 (decisión que, no lo dudemos, nunca agrada al poder en cuanto que permite atisbar que no está tan seguro de sí mismo y que le castañean los dientes al primer atisbo de enfrentamiento serio), que se ha contagiado a otros países, que no va a desaparecer tan fácilmente de la memoria de los insurrectos por mucho que se empeñe el espectáculo, y que ni siquiera ha terminado sino que se ha transformado en una revuelta de baja intensidad, negar su cualidad radical porque hay platos rotos, o porque falta programa, programa, programa, o porque no se aprecian sus frutos inmediatos, o porque tenga efectos “contraproducentes” cuando lo verdaderamente contraproducente es que se extinga la idea misma y la práctica real de la revuelta, es falsificar el problema en vez de ayudar a su resolución.
La revuelta ha llegado, y lo ha hecho para quedarse. Los inmigrantes, y con ellos todos los proletarios que a base de sangre, sudor y lágrimas reaprenden que lo son, han pasado de dar las gracias a exigir su derecho a vivir. Por todos los medios necesarios. El dilema es bien sencillo y ya se planteó en 1977: ¿Te haces con la situación o acatas órdenes? ¿Vas hacia atrás o vas hacia delante?
Noviembre 2005
Grupo Surrealista de Madrid
Colectivo de Trabajadores Culturales La Felguera (Madrid-Tenerife)
Oxígeno (Logroño)
Las malas compañías de Durruti (Logroño-Zaragoza)
Fahrenheit 451 (Madrid)