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MILAGROS SOCORRO:
"Marta Colomina"

A lgo ha permanecido invariable en las distintas vetas que colorean la biografía de Marta Colomina: el estilo monjil de su atuendo. Otros detalles de su aspecto han cambiado, ahora se atusa un poco el cabello y es de sospechar que se lo rocía con lacas y fijadores. Ahora desliza —con escasa pericia, que todo hay que decirlo— una untuosa barra sobre sus labios e incluso se azota los altos pómulos con brochas de rouge. Algo ha aprendido de las sesiones de maquillaje a las que debe someterse cada madrugada antes de entrar al estudio de televisión y no hay por qué descartar la influencia de algunas amistades en lo atinente a su toilette. La Marta que publicaba libros para demostrar que el demonio se desperezaba en el lecho satinado de los medios de comunicación masiva llegaba incluso a lucir desangelada con aquella cara de militante palidez; muy en contraste con esta Marta massmediática que ha aprendido a ocultar su vulnerabilidad y sus timideces bajo una máscara de panqué que fija a sus ojos con rimmel. Todo muy desconcertante para quienes la conocieron a lo largo de los más de veinte años en los que se desempeñó como docente de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Zulia. Para tranquilidad de éstos, la profesora Colomina ha persistido en el uso de anchas jamugas y faldetones —de las que a veces emerge una fornida rodilla a medio rasurar— donde su sensualidad e igualmente hipotética coquetería han sido asfixiadas de la manera más conveniente. Su público, que antes se reducía a las aulas y ahora abarca todo el país, la quiere pues aguerrida pero modosa, sabidilla pero recatada, argumentadora y asexuada como una madre superiora.

Probablemente, Marta Colomina sea en la actualidad la más prominente figura de cuantas corren en el lote de los formadores de opinión. Su columna dominical, Feedback, que encabeza la página de Opinión del diario El Universal, ha devenido el sebucán a través del cual gira la comidilla política nacional. Sin chismes y sin especulaciones arbitrarias, como es de rigor en cierto columnismo, este espacio ha impuesto su influencia con un aliento científico que no descarta la mordacidad y el abierto señalamiento. Durante los últimos tres años y a lo largo de toda la semana, su voz se escucha a través de Unión Radio, emisora que transmite su programa de entrevistas y comentarios, de 11 a 1 del mediodía (conectando desde las doce con 22 emisoras en todo el país). Y a las seis y media de la mañana —hasta las siete— se la puede sintonizar en La Entrevista del noticiero de Televen donde realiza, desde el 2 de septiembre del 96, sus diálogos televisivos, «otra forma», dice ella misma, «de romper el molde, porque a mi edad y con mi aspecto físico, soy el antiparadigma del modelo femenino de televisión».

Ese acento de enfática pulcritud castellana, en que se expresa Colomina, es, desde luego, la emanación explícita de su hoja de vida. Marta nació en Barcelona, España, el 12 de julio de 1938. Su padre, Francisco Colomina, era un ebanista que vino a Venezuela en la época del general Gómez, atraído por la promesa petrolera y se instaló en Maracaibo donde prestaba servicios en la Caribbean Petroleum Company. Cuando ya todos los indicios señalaban que iba a estallar la Guerra Civil Española, el hombre regresó a su país a alistarse en el bando de la República con el rango de capitán de guardias de asalto, en Cataluña. Estaba, por entonces, soltero, hasta que conoció en Barcelona a una bella leonesa que trabajaba como empleada doméstica en una casa de familia. Se casaron en la capital catalana y allí nació Marta. Una vez perdida la guerra, el padre hubo de permanecer en suelo español, detenido en un campo de concentración en Biarritz, hasta que fue liberado por las diligencias del alcalde del pueblo de su mujer, falangista pero sobre todo leonés y solidario con su gente. Al salir del presidio, el padre regresó a Venezuela dejando a su mujer, a su hija y al pequeño recién nacido, en el hogar de su suegra en León, a la espera de ser reclamados para su nuevo destino. La postguerra española se abatió sobre ellos con la dureza que es de sobra conocida, y si no pasaron hambre fue por la ayuda de familiares y vecinos que arrimaron el hombro a la mujer del indiano que aguardaba el primer cheque para alimentar a dos hijos. De allí debe venirle a Colomina esa severidad que sus allegados le atribuyen, esa irrestricta austeridad que harían de su matrimonio con el poeta y periodista Hesnor Rivera un campo de batalla con dos víctimas solitarias.

El padre se establece nuevamente en Maracaibo y en cuanto le es posible envía los pasajes de tercera clase en el barco que trasladaría a la pequeña Marta al puerto de su nueva nacionalidad. Aquí hace sus estudios primarios y cuando le toca proseguir la secundaria, es enviada a España. «Hice el bachillerato parte en León y parte en Barcelona. Hablar catalán era entonces un delito y recuerdo que la Escuela Normal —porque obtuve el bachillerato elemental y superior y simultáneamente estudié en la Normal— estaba llena de letreros que decían: ‘Estudiante, si sientes el orgullo de ser español habla el idioma del Imperio’. Había allí una profesora de Pedagogía que era de una gran ferocidad, una mujer monstruosa, que acostumbraba castigar con una regla. Nos hacía extender las manos para golpear en las uñas, lo que producía un dolor terrible. Y siempre arremetía cuando alguien hablaba catalán. Por eso lo entiendo pero nunca lo hablé porque me desarraigué muy pequeña y no tuve ocasión de aprenderlo bien aunque mi padre lo hablaba en casa». En esa época asistió al colegio de las monjas teresianas de León que la iniciaron en el complejo y neurótico mundo del bordado con respaldo perfecto. En esta labor la obsesión perfeccionista de la joven Marta encontraría idóneo desahogo y consta en los archivos de la institución que la niña descolló al bordar, coser, pegar botones y coger ruedos. Años después las impresionantes canastillas de sus dos hijas serían de su exclusiva autoría.

Una vez bachillera, la chica le comunica a la familia su intención de quedarse en Barcelona para proseguir estudios universitarios de Periodismo, cosa que el padre rechaza de plano. «Tenía una pésima opinión del gremio. Nunca creyó que hablar o escribir pendejadas fuera, en verdad, un trabajo». Tendría que regresar a Maracaibo y cumplir el sueño paterno de ser maestra. Y así lo hizo. A lo largo de todos sus estudios universitarios, Marta impartió clases de Castellano y Literatura en el colegio de las Siervas del Santísimo y en el Nazaret. Pero era desconocer a la primogénita el pensar que no iba a hacer su voluntad. En el año 59 se inscribió en la Escuela de Periodismo de LUZ, para convertirse en la mejor estudiante de la segunda promoción, con derecho a beca para extender su formación en el exterior.

—Nunca más tuve un estudiante tan formal como ella —dice Sergio Antillano, maestro de Colomina y de muchas generaciones de periodistas en el Zulia—. Sus enormes cualidades de investigadora, ese afán por la precisión en el dato, por la corrección en el trabajo, ya estaban presentes en Marta cuando era estudiante. Era lo que se llama una comelibro. Cuando hacíamos un examen, todo el mundo se iba y yo tenía que quedarme ahí como una hora más en el aula porque ella seguía escribiendo. De golpe, entregaba exámenes de 24 páginas. ‘¿Tú crees’, le preguntaba, ‘que yo me voy a leer eso, Marta?’. ‘Es que quiero ser exhaustiva, profesor’. Una muchacha muy trabajadora, tanto que llegué a pensar que se le pasaba la mano y algunas de sus compañeras me lo confirmaron al contarme que sus padres desenroscaban los bombillos de las lámparas para obligarla a parar de estudiar y descansar un poco por las noches. Ella introdujo la investigación en la Escuela del Zulia y le dio otra dimensión a la institución».

Un día Marta levantó los ojos del libro y ahí estaba un hombre moreno con un papel en la mano donde estaba escrito un soneto dedicado a ella. El día de la graduación de Marta, Hesnor Rivera, que la había conocido un día en que ella había ido de visita a Panorama, el matutino donde él se desempeñaba como jefe de redacción, cayó por su casa sin invitación. Estaba hechizado por ella desde que la vio y no podía parar de escribir poemas —e incluso de publicarlos en Panorama— inspirados por su porte y por su gracia (que entonces, en honor a la verdad, no debía ser mucha porque Marta siempre fue una muchacha gruesa y muy poco dada a requiebros y camelos). El caso es que Hesnor se presentó sin invitación pero con un regalo, dispuesto a arrancarle aunque fuera una sonrisa a la destacada reportera del Diario de Occidente, que en poco más de una semana dejaría el dorado puerto de Maracaibo en dirección a la Universidad de Stanford. Y sus desvelos tuvieron recompensa porque esa noche, cuando todos se fueron, ella accedió a quedarse un rato con él en el balcón del apartamento de sus padres y llegó incluso a admitir que su compañía no le era del todo repulsiva. Hesnor Rivera debía ser entonces un tipo encantador —todavía lo es—, de seductora conversación y refinado humor, absolutamente excepcional en la brutal oferta masculina de Maracaibo. Y esto hasta Marta debió percibirlo con los ojos húmedos de la medianoche.

Breve cortejo le fue dado al poeta Rivera porque a los diez días, era septiembre del año 64, Marta ya discurría, diligente y obsesiva, por la caminería de la Universidad de Stanford, donde obtendría un título de maestría en Investigación de la Comunicación, con una especialización en Cine. En los Estados Unidos tuvo un noviete, un cerebro con pantalones (mal cortados) que se apresuraba en concluir sus estudios para ocupar el cargo que lo aguardaba en la Nasa. Y ella llegó a pensar en casarse con él; claro, era la pareja ideal, hubieran pasado noches extraordinarias... fichando anaqueles completos... y amaneceres de locura... entrechocando los respectivos espejuelos. Pero pasó que Marta regresó en enero del 66 y a las pocas semanas estaba escribiendo una carta para desengañar a Mister Perfection porque ya tenía planes de casarse con Hesnor Rivera en diciembre de ese año.

Hesnor se aplicó a la conquista con la furia y la ternura de un caballero andante. Así como es audaz en las arenas del periodismo y la política, Marta es una tímida irrecuperable, que no sabe dónde meterse si la velada se desplaza hacia los chistes pícaros, por ejemplo. Es de imaginar, entonces, el rubor que la cubrió cuando Hesnor, espoleado por un amigo que lo instó a declarar su amor públicamente, se encaramó en una mesa de la Pizzería Napolitana, en Maracaibo, «y, como D’Artagnan, grité a los cuatro vientos: yo amo a Marta». Reportero veterano, incluso para entonces, Hesnor conocía a todo el mundo en la ciudad, desde la cumbre hasta la orilla; y entre sus amistades se contaba a la bella Mitsuko, estrella travesti que hacía un espectáculo de deshabillé en el Sans Soucí, y que cada vez que veía llegar a Hesnor lo saludaba aleteando los dedos desde el escenario y le mandaba una copa del champaña con que la colmaban los ganaderos zulianos que acudían en tropel a aplaudirla y agasajarla. «Una noche convencí a Marta de ir a ver a Mitsuko, con el juramento de que en la oscuridad y la nube de humo, nadie nos iba a reconocer. Imagínate la cara que puso cuando, nada más entrar, se oyó una voz que decía: ‘y ese poeta Rivera, qué dice...’. Esa fue una gran época, íbamos a El pescadito, una terraza deliciosa en la avenida El Milagro, en cuya rockola poníamos tangos y canciones de Edith Piaf, y nos mirábamos a los ojos con la vigilancia cercana de su hermano, que no nos dejaba ni a sol ni a sombra».

—Yo diría —propone Rivera— que tuvimos un buen matrimonio, aunque ella peleaba mucho conmigo por mis desafueros alcohólicos, principalmente por lo que éstos tenían de culpables del desmedro de la economía familiar. Marta tiene un tremendo sentido del ahorro, tanto que vivíamos con su salario de profesora y guardábamos el mío, que llegó a ser alto en mi puesto de subdirector responsable de Panorama, antes de la devaluación. No me permitía quedarme con un centavo de eso, al punto de que, para tener un dinerito que gastar en ciertas suntuosidades, tenía que mentir con respecto al monto de los bonos que me asignaba el periódico. Todo lo que ahorraba lo invertía en el negocio inmobiliario, gracias a eso gozo de cierta comodidad en los días de mi jubilación. Marta es maravillosa».

No se encontró, sin embargo, ningún amigo de Rivera que avalara el elogioso concepto que Hesnor conserva de su ex esposa. Para todos ellos, Colomina es «ni más ni menos que una bruja, mujer dominante que nunca comprendió a Hesnor. Todavía no se ha enterado de con quién estuvo casada esos veintiún años». Tanto encono obedece al hecho, refrendado por varias personas, de que la señora Rivera no se inhibía para botar de su casa a los contertulios del marido y ni siquiera de ponerlo a él mismo de patitas en la calle cada vez que se pasaba de tragos. El propio Hesnor reconoce entre risas que llegó a tener una habitación permanente en el Gran Hotel Delicias, de Maracaibo, adonde llegaba con su equipaje cada vez que lo echaban. Pero testigos rencorosos aseguran que en alguna oportunidad el autor de Silvia habría dormido en su carro, mal parado frente a la casa. «No hay que hacer demasiada alharaca de todo esto», pide Hesnor, «total, a los dos días ella me llamaba al hotel y me decía: ‘mira, chico, es que tú no piensas volver a la casa’. Y yo volvía con mi maletica. Lo importante es que, más allá de las peleas, hoy somos grandes amigos. Y cuando ella tuvo problemas, cuando fue perseguida por todos, injustamente, por su gestión en el canal 8, no encontró apoyo ni de la izquierda ni de Acción Democrática, sólo halló solidaridad en mí, que siempre he creído en ella. Yo sigo escribiendo poemas, ésa es mi vida, y muchas imágenes del amor ideal están, todavía, relacionadas con ella».

Si Colomina hubiera esperado la jubilación de la Universidad del Zulia y se hubiera quedado en casa disponible para cuando se la precisara para cuidar los nietos (que todavía no le han dado sus hijas Celalba y Martita, periodista residenciada en España, la primera y diplomática de carrera asignada a la Embajada de Venezuela en Ginebra, la segunda), sería conocida por sus aportes a la reflexión crítica en materia de comunicación. En 1968 publicó El huésped alienante (alias de la televisión), el primer análisis que se hacía en América Latina sobre el contenido y los efectos de la radio-telenovela sobre las audiencias, del que llegaron a hacerse tres ediciones y que la convirtió en una celebridad en el medio académico continental. Y en 1976, salió de la imprenta La celestina mecánica, un estudio de corte feminista que analiza la manipulación de la mujer obrada por los medios de comunicación, las revistas, las telenovelas y todo el material subliterario enmarcado en la llamada industria cultural. A pocos meses de su salida, el libro estaba agotado y le había valido a su autora el Premio Nacional de Periodismo en Docencia e Investigación, así como un puesto de finalista en el Premio Casa Las Américas, de Cuba, en la mención Ensayo.

«Mi trabajo de investigación», establece Colomina, «lo hacía desde una perspectiva crítica, insertada en una visión marxista, pero nunca estuve vinculada a ningún partido político. Todos los investigadores de la época en Venezuela partíamos del modelo estatista francés, británico, español o italiano, una visión que luego se fue suavizando. En la época en que escribí La celestina mecánica hice un viaje largo con la familia y estuvimos varias semanas en Polonia y en la Unión Soviética. Entonces tuve una tremenda decepción porque, contrariamente a lo que establecían sus legislaciones y discursos políticos, la mujer de los países socialistas estaba muy oprimida; y seguían privando prácticas culturales ancestrales: los hombres se emborrachaban igual que los maracuchos, las mujeres tenían que hacer las colas para aprovisionarse mientras los hombres estaban en los bares. En fin, la misma historia, incluso peor. Vine muy desencantada. Cuando Monte Avila me pidió autorización para la segunda edición de La celestina... les dije que no, porque tendría que cambiar muchas cosas».

Años después comenzaría su vinculación con Acción Democrática, aunque es preciso dejar constancia de que ella asegura no ser adeca, ni haberlo sido nunca. «Yo conocí a Jaime Lusinchi en Maracaibo, cuando estaba en campaña para ser presidente. Mis alumnos de la cátedra de Metodología de la Investigación habían hecho una encuesta cuyos resultados reflejaron que, a contravía de lo que se tenía por un hecho, Lusinchi aparecía en la encuesta como ganador sobre Caldera. Estas conclusiones llegaron a la prensa y se armó un escándalo. A partir de entonces, Lusinchi mostró curiosidad por conocerme, según me contó Ixora Rojas, a quien conocí por aquellos días, los del comienzo de nuestra amistad».

En enero del 84 Lusinchi inicia su periodo presidencial y dos años después Marta Colomina se instala en el despacho de la presidencia de Venezolana de Televisión. «Cuando la planta entra en crisis, Simón Alberto Consalvi y Carmelo Lauría hablan con Omar Barboza, en esa época presidente de Corpozulia, donde yo estaba en comisión de servicios, para que me convenza de venirme para el canal 8». Ya tenía fama de mujer estricta, severa consigo misma y con los demás, y de poner orden donde llegara. Cabe presumir que el reducido escenario de la provincia se le había hecho asfixiante y ya no le quedaban, por lo demás, metas que cumplir en su patio. La dirección del canal 8 era un bocado demasiado tentador para una profesora universitaria atraída por los encantos del mundo real. Fue como abrirle la jaula a un pajarito para que planeara por el cielo de los gavilanes.

—Esa gestión fue conflictiva, —recuerda con un estremecimiento— básicamente porque soy una persona que no sabe manejar la mano izquierda. Yo no venía del mundo político sino de practicar una disciplina académica férrea, con una visión del mundo heredada de mi padre según la cual quien recibe un sueldo tiene que sudarlo. Y me encuentro en el canal 8 con una nómina de cerca de dos mil personas, la mitad de las cuales había venido vegetando desde varias gestiones, tanto de Copei como de Acción Democrática. Tardé unos seis meses en enterarme de cómo eran las cosas hasta que me impuse de la situación: lo que se planteaba allí, en primer lugar, era una reducción de la nómina, y luego, poner orden. Encontré, por ejemplo, que el carro y el chofer de Antonio Ríos, entonces presidente de la Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV), era pagado por el Canal 8. Que el departamento de Fotografía de la planta trabajaba para la CTV. En una oportunidad boté a un fotógrafo porque llegó diciendo que lo habían asaltado y se habían llevado el equipo de fotografía (patrimonio del Canal). Resulta que una investigación de la PTJ demostró que él mismo se lo había vendido a un aguantador. Hubo el caso de la hermana de una magistrada del Consejo de la Judicatura que trabajaba como escritora en el Canal; hete aquí que la señora jamás había escrito nada y cobraba religiosamente el quince y el treinta. Por supuesto, salió con todo el grupo de despedidos del Canal. Había choferes cuyo sueldo superaba en mucho el asignado a la presidencia de la institución, aritmética que obedecía a la cantidad de horas extras que acumulaban sobre todo por (un falso) desempeño los días sábado y domingo. Convocados a mi despacho, les pregunté quién había ordenado que los choferes llegaran los sábados en la mañana, sellaran sus tarjetas y se desaparecieran con la certeza de que cobrarían las veinticuatro horas de guardia. Y ellos me contestaron: ‘mire, doctora, a nosotros nadie nos ha mandado venir pero tampoco nadie nos ha mandado a no venir’. Eso te da una idea del manejo de los asuntos del canal 8 y de lo difícil que era poner un cierto orden. Los reposeros se contaban por legión. Uno de los más conspicuos era Pastor Heydra, quien había estado dos meses en el aire y llevaba los casi tres años del gobierno de Lusinchi, junto con su novia, cobrando doce mil bolívares mensuales, sin trabajar. Una vez detectada la maraña de la nómina, lo llamé y le dije que tenía que ponerse a trabajar o, en su defecto, sería despedido. Su respuesta fue: ‘te va a llamar Pérez, deja eso sí’. Le contesté que Pérez no era mi jefe y que ni aunque me llamara el presidente Lusinchi cambiaría de actitud. Le ofrecí varias alternativas para que seleccionara la de su conveniencia y le di quince días para que se presentara a su puesto de trabajo. Concluido el plazo lo llamé y él me preguntó si Pérez no me había hablado. Le hice saber que eso no había ocurrido y que mi llamada era sólo para conocer su respuesta. Me dijo: ‘bótame si te atreves’. Me canso, le respondí. Y lo boté. Desde luego, se le pagaron sus prestaciones dobles, como se hizo con un gentío.

—Yo no entiendo qué le pasa a Marta Colomina conmigo —se impacienta Heydra, diputado adeco por Nueva Esparta—. Yo no era ningún reposero del Canal 8. Yo tenía allí un espacio semanal de corte educativo, llamado Escena política, que conducía junto a Cecilia Ramírez. En enero de 1986 hicimos una emisión sobre el aniversario de Copei y Alberto Federico Ravell nos sacó del aire para hacerle una carantoña a Blanca Ibáñez. A partir de ese momento estuve jugando banco porque Ravell no me daba trabajo y en esa situación estaba cuando llegó la Colomina y me acusó de estar cobrando (cinco mil bolívares, por cierto, una miseria incluso en aquel momento) sin trabajar. Después, cuando Joaquín Marta Sosa, su sucesor en la planta, denunció irregularidades administrativas en la gestión de Colomina, ella me atribuyó a mí los ataques y empezó a acusarme de reposero. Eso es todo.

En 1988 termina el período presidencial de Lusinchi. En los dos años que ha durado la gestión de Marta Colomina al frente de la televisora oficial, ella no ha conocido un día de paz. Se ha querellado con todos y ni siquiera su propio gremio, el Colegio Nacional de Periodistas, constituye una excepción. A pulso se ha ganado el remoquete de la Thatcher, con que es aludida en los pasillos del edificio de Los Ruices, a los que, de paso sea dicho, ha aligerado de paseantes y perdedores de tiempo. Pero lo peor estaba por venir. Colomina fue acusada de aprovechamiento de bienes públicos; de manejo irregular de los intercambios comerciales que la emisora establecía con firmas comerciales; de irregularidades en el despido de trabajadores; de violaciones a la Ley de Crédito Público y otras libertades administrativas.

«Yo entrego la presidencia del canal 8 a Joaquín Marta Sosa a las siete de la noche; y al día siguiente aparece en la prensa una declaración de Pastor Heydra asegurando que el superávit del que yo hablaba no aparecía por ninguna parte. Es decir, la declaración había sido dada antes de la entrega del informe final de mi gestión. Pastor Heydra, estaba exultante; formaba parte de un gobierno que se acababa de coronar con aquel acto del Teresa Carreño, del año 89; había sido nombrado titular de la Oficina Central de Información y tenía ese presupuesto en sus manos. No le fue, pues, difícil pagar un grupo de columnistas que se confabularan en mi contra y propalaran toda clase de infamias. Por supuesto, el mundo se me vino encima. No entendía cómo, habiendo trabajado de sol a sol como lo hice durante todo ese tiempo, podía ser perseguida de aquella manera. Y ante tanta injuria, me defendí con la verdad, con la permanencia en mi país del que nunca me fui, siempre di la cara. Reconozco que todo eso me afectó muchísimo y doy gracias a Dios de que mi padre hubiera muerto antes, porque él no lo hubiera resistido. Creo que todo lo que he llorado en la vida lo lloré en esa época. Me sentía muy sola. Estuve casi tres años sin salir. Me daba horror. Sentía miedo hasta de ir al supermercado ante la sola idea de que me dijeran «ahí va la corrupta del canal 8».

Pero, curiosamente, más que la pretendida corrupta de VTV, la que concilió el mayor repudio fue la supuesta amiga de Blanca Ibáñez, su presunta cómplice en el presunto aprovisionamiento de películas y otros materiales audiovisuales pagados por la planta estatal para ser entregados bajo cuerda a una planta privada de televisión de la que, según se decía, Ibáñez es accionista mayoritaria. «Esa televisora», sugiere Heydra, «se montó a costa del canal 8, en connivencia con Marta Colomina. Y la prueba es que allí se encuentra el tren comunicacional de Lusinchi, en pleno: Alberto Federico Ravell, Rafael Poleo, Carlos Croes y la propia Colomina, quien demostró haber olvidado las páginas de Mattelart que tanto saqueó en el pasado».

Marta, sin embargo, niega esa amistad con Ibáñez. «Siempre le presenté cuentas al ministro Lauría, sin duda alguna, un extraordinario gerente. A veces entraba Blanca Ibáñez, a veces estaba Jaime Lusinchi, a quien recuerdo como un hombre muy cordial, muy afable, nunca lo vi de mal humor. Y a eso se limitaron mis contactos con Blanca Ibáñez, con quien no tuve ninguna amistad. Y no tendría ningún empacho en aceptarlo si así hubiera sido».

En noviembre de 1992, con ponencia del magistrado maracucho Roberto Yepes Boscán, fue aprobada por unanimidad de la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia (casualmente, la misma que condenó a Pérez) la sentencia que ratificaba la decisión unánime absolutoria del Tribunal Superior de Salvaguarda que, a su vez, daba por terminada la averiguación sumaria instruida a Marta Colomina, «por haber quedado fehacientemente comprobado que las acusaciones en su contra carecían de fundamento y los hechos denunciados no revestían carácter penal».

Exculpada y repuesta en la estima de la tribu, a Colomina le llevó, sin embargo, unos años recomponerse del alud de piedras que había llovido sobre su peinado (siempre conservador y como atrasado en dos años a la moda). Se sustrajo a la mirada de los extraños y apenas compartía con su círculo de íntimos, esos pocos que pueden dar fe de que es una consumada bailarina de flamenco; capaz, en palabras de Hesnor Rivera, de describir en el aire las más graciosas y complicadas piruetas. Pero eso sí, cuando asomó la cabeza no quedó nadie que lo ignorara. Primero se hizo célebre en la Universidad Católica Andrés Bello por su excepcional talante en la cátedra. Y luego, por la frontal oposición que ha hecho de las candidaturas presidenciales de Irene Sáez y el comandante Hugo Chávez Frías, cuya candidatura ha calificado como «de la vendetta por lo que tiene de perseguidora» y, por eso mismo, ha señalado a sus seguidores de «fundamentalistas, cercanos a los Testigos de Jehová por su fanatismo».

—No tengo nada contra Irene —aclara—. Simplemente me parece un crimen que quienes la rodean la hayan inducido siquiera a pensar que podía llegar a la Presidencia de la República, cuando ella no tiene ni una sola cualidad para calzar los zapatos de estadista. Irene es la representación material de la desideologización y de la pérdida del espíritu de la democracia, que tendría que ser reflexión, crítica, análisis y, desde luego, programa de gobierno. Adverso la candidatura de Irene Sáez porque me niego a que la democracia sea aclamación y no reflexión, crítica y discusión. Me niego a que el Estado se convierta en un espectáculo.

Podría estar ocurriendo que, sin darse cuenta, la profesora Colomina esté convirtiendo su propio show en un monólogo. Señora de las muchas y gigantescas audiencias como es, podría estar quedándose muy sola, recogiendo las tempestades que ha sembrado con semillas tan implacables.