Carina Sedevich

CARINA SEDEVICH
“La capacidad de expresarse artísticamente es un don: se tiene o no”
Entrevista realizada por Rolando Revagliatti


Revista Triplov, Série Gótica, outono de 2017


Carina Sedevich nació el 29 de junio de 1972 en Santa Fe de la Vera Cruz, capital de la provincia de Santa Fe, Argentina, y reside en la ciudad de Villa María, provincia de Córdoba. Desde 2003 es Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Nacional de Villa María. Es especialista en Semiótica, maestra en Ceremonial por el Centro de Altos Estudios en Ceremonial de Buenos Aires y profesora de Yoga Integral por la Alianza Cordobesa de Yoga. Cursa el instructorado en Técnicas de Meditación en la Escuela de Yoga Clásico y Científico de Córdoba. Participó en festivales de poesía en su país, Uruguay y Venezuela. Entre otros, ha sido incluida en los volúmenes “Antología Concurso Internacional de Poesía ‘José Pedroni’” (1996), “Antología Concurso de Poesía Universidad Nacional de Río Cuarto” (1998), “Muchachas punk vs. Poetas clásicos” (Compilador: Iván Wielikosielek, 2012). Publicó entre 1998 y 2016 los poemarios “La violencia de los nombres”, “Nosotros No”, “Cosas dentro de otra cosa”, “Como segando un cariño oscuro”, “Incombustible”, “Escribió Dickinson”, “Klimt”, “Gibraltar” y “Un cardo ruso”.


1 — Solicitamos el esbozo de un relato de vida, Carina: la tuya.

CS — Nací casi a la medianoche de un jueves. Llovía y hacía mucho frío. Mi mamá estuvo en trabajo de parto por más de veinticuatro horas. Parece que mi cabeza era enorme y que me resistía a abandonar el útero. Mi papá me cuenta que el médico, un francés desalineado, no se sacó la bufanda durante todo el proceso y en un momento dado, cuando la cosa se puso especialmente complicada, se arrodilló en el piso de mosaicos helados para rezar. Fui la primera de cuatro hermanos.
Mi mamá asegura que al año y medio hablaba perfectamente y que a los tres sabía qué era el desamor. El primer grado de la escuela primaria lo cursé en tres provincias: durante 1978 me mudé con mis padres y hermanos desde Mendoza, donde estábamos viviendo, a Río Negro, y luego regresamos a Santa Fe. En mi ciudad natal cursé hasta cuarto grado y después, en Villa María, hice quinto en una escuela y sexto y séptimo en otra. Quizás todas estas mudanzas contribuyeran a que muy pronto comenzara a comprender el carácter contingente de la existencia y a forjar una personalidad afirmada en mi interioridad por sobre el contexto circunstancial o la pertenencia a grupos de cualquier índole.
No recuerdo con alegría mi paso por las instituciones escolares. Adoraba leer y escribir pero no disfrutaba estar entre la gente: el contacto con mis compañeros me resultaba traumático y sentía que mis docentes me defraudaban. También sufría la imposición de permanecer en determinados espacios durante horarios establecidos y tener que realizar tareas que no estimulaban mi creatividad ni alimentaban mi espíritu. Para mí fueron tormentos la escuela primaria y la secundaria. Las instancias posteriores —educación terciaria, universitaria, posgrados— las transité apelando a un enfoque más pragmático —es decir, enfocada en el fin último: obtener la certificación— y aprovechando al máximo toda flexibilidad en materia de cursado. Siempre estudié mucho y tuve las mejores notas —recibí, por ejemplo, una distinción por ser la egresada con el promedio más alto de mi colación de grado— pero me incomoda hasta el día de hoy estar atada a horarios, actividades o espacios por pura burocracia institucional.
Mi hijo Francisco nació cuando yo tenía dieciocho años: vino al mundo durante la siesta del domingo 21 de abril de 1991, en medio de, quizás, una de las más difíciles etapas de mi existencia. Apoyada por mis padres y mis hermanos, que cuidaban de mi hijo, poco a poco retomé los estudios y comencé a trabajar. Fueron años duros, atravesados por momentos complejos. En 1998 apareció mi primera publicación de poesía, editada por el poeta Alejandro Schmidt para su colección Plaquetas del Herrero. Mi plaqueta se llamó “Una nube decapitada y grave”: esa era una de las líneas del primer poema. Estimulada porque a Alejandro le hubieran gustado mis poemas y también por el hecho de haber sido elegida en un par de concursos para integrar antologías, ese mismo año autoedité mi primer libro: “La violencia de los nombres”. En este punto debo aclarar que no empecé a escribir poesía a los veintiséis años: estimo que escribo desde los ocho, al menos.
En el 2000 autoedité dos libros más: “Nosotros No” y “Cosas dentro de otra cosa”. Todavía me gustan mis primeras publicaciones —algunos versos más, algunos mucho menos, por supuesto—. Volví a publicar recién en 2012. Durante esos doce años en que no publiqué hice otras cosas: estudié y trabajé mucho, viví en pareja, perdí dos embarazos. Más allá de eso, aunque escribí poco, nunca dejé de escribir. A fines de 2011 terminó mi relación de pareja. Me mudé una vez más —me mudé muchas veces a lo largo de mi vida, por lo menos veinte— y escribí un libro muy doloroso, al que puse por título “Como segando un cariño oscuro”. Empezó para mí una etapa nueva, en la que escribir y publicar se volvieron cuestiones importantes, que me salvaban de la tristeza. La respuesta de los lectores, los colegas, las editoriales, era muy buena, muy alentadora. Sentía que tenía sentido. Escribí y publiqué mucho desde 2012 hasta hoy. Algunos poemarios fueron editados en España, también. Tradujeron poemas míos al italiano, al portugués, al mallorquín. Difundieron parte de mi obra en revistas de diversos países de Europa y de Latinoamérica. Participé de varios festivales internacionales. En el transcurso de esos años, asimismo, algunos músicos hicieron canciones con mis poemas, otros me invitaron a sumarme a shows musicales con mi poesía, varios periodistas y escritores comentaron mis libros o me entrevistaron acerca de mi vida y mi escritura. También hubo artistas plásticos y audiovisuales que se inspiraron en mis poemas. Estoy muy agradecida por la ocurrencia de todas esas cosas maravillosas.
Ahora vivo sola, con mi gata Mimí, que me acompaña desde 2009. Trato de dedicar tiempo a las cuestiones que me hacen feliz, además de escribir: practicar yoga, cuidar de mi sobrina más pequeña, investigar sobre alimentación, preparar mis alimentos. Soy vegetariana desde hace veinticuatro años y me interesa la medicina oriental. Sé que soy una persona sana, pero a lo largo de mi vida padecí algunas afecciones —anorexia, depresión, ataques de pánico— que me llevaron a interesarme por la profunda conexión que existe entre organismo y espíritu. Hoy puedo decir con alegría que, después de mucho dolor y aprendizaje, transito cada día como si fuera el primero y el último de mi existencia: eso me permite estar en paz.

2 — ¿Qué añadirías sobre tus poemas musicalizados y tus incursiones en shows?

CS — El contacto con la música me fascina porque es un lenguaje técnicamente desconocido para mí. Las cosas hermosas lo son más si conservan algo de misterio. Por eso no me interesa saber cómo funciona una melodía o diseccionar un poema. Para poder crear hay que conservar una mirada fresca sobre las cuestiones de este mundo. Asomarme a un lenguaje que no manejo, entregarme a él y disfrutarlo plenamente, hace que recuerde que el arte es mucho más que conocimiento o ejercicio. El arte es revelación de la vida en verdad y en belleza, como dijo alguna vez Ernesto Sábato hablando de poesía.

3 — ¿Cómo es Villa María, su vida social, cultural…?

CS — Es una ciudad tranquila, no muy grande. Soy agradecida y debo decir que a mí me ha tratado bien. De todas formas no soy la persona más indicada para juzgar el lugar en que vivo. En principio porque siento que no soy de aquí ni soy de allá. En segundo lugar porque de la vida social participo muy poco, lo imprescindible. Suelo pensar que me daría lo mismo vivir en cualquier otro sitio. A veces me complacería tener acceso a cines a los que trajeran las películas que prefiero, que no son las más comerciales, o a ámbitos más diversos para escuchar música en vivo o para comer. Otras veces me agradaría tener más cerca las montañas o el mar. Esas cosas. Pero siempre me las arreglo con lo que tengo a mano. No necesito estímulos extraordinarios ni demasiada compañía, en general, para estar a gusto y en paz. Diría que más bien todo lo contrario.

4 — ¿Prevés para pronto la aparición de algún otro poemario?

CS — En breve se publicarán mis dos libros más recientes: “Cuadernos de Lolog”, por Postales Japonesas Editora, y “Lavar a la madre”, por Editorial Buena Vista. También estoy incluida en la antología “Atlas de poesía argentina”, que presentará la Editorial de la Universidad Nacional de La Plata (EDULP). Y además, una editorial de Brasil me pidió mi libro “Un cardo ruso” para editarlo en ese país traducido al portugués.

5 — ¿“Estamos listos”, “Estamos a mano”, “Estamos muertos”, “Estamos hechos”, “Estamos hartos”, “Estamos enteros” u “Hoy estamos, mañana no estamos”?…

CS — Hoy estamos, mañana no estamos. El presente es lo único que existe. Y cómo estamos es harina de otro costal. Una harina que molemos nosotros mismos cada día.

6 — “Me gusta el escritor desarrapado”, declaró el escritor español Enrique Vila-Matas: “Marguerite Duras o Roberto Bolaño, por ejemplo.” ¿Tenés a quién calificar así?

CS — Leí con entusiasmo a Marguerite Duras en otras épocas. Admiro su originalidad como escritora, seguramente muy vinculada a las particularidades de su experiencia existencial y de su sensibilidad. No sé si desarrapados o no: considero que una expresión artística debe tener belleza, sentido y humanidad, y plasmar todo eso mediante una singularidad que no sea impostada. Es un equilibrio delicado que, sencillamente, ocurre o no ocurre.

7 — ¿Cuándo no hay que llamar, en poesía, “a las cosas por su nombre”?

CS — En principio, debo decir que considero que la capacidad de expresarse artísticamente es un don: se tiene o no. Después, lo que un artista hace durante toda la vida es trabajar su voz, su estilo. Trabajar en lo que tiene para decir y en cómo. Crear y crearse a sí mismo como artista en ese trabajo. En ese camino y visto desde esa perspectiva, las cosas pueden decirse de maneras muy diversas. No creo en las recetas para escribir. Ni que haya palabras o formas que no deban usarse —aunque tenga, por supuesto, mis preferencias al respecto—. El arte se consigue o no, como un milagro. Como un prodigio se acerca uno, o no se acerca nunca, a esa expresión singular de belleza, sentido y humanidad.

8 — ¿Qué dirías que te pasó cuando finalmente no te pasó lo que, en alguna ocasión, deseabas que te pasara?…

CS — Creo que nada “le pasa” a uno. Los hechos no suceden por casualidad, sino porque estuvimos actuando, consciente o inconscientemente, para que fuera así. Lo que ocurre puede parecernos inesperado, pero es sin duda lo que en el fondo esperábamos que sucediera aunque no fuésemos del todo conscientes de eso. A veces es difícil asumir lo que uno está haciendo cada día de su vida. Es complejo aprender a verse con lucidez. Puede sonar superficial o vacuo pero me parece que cada uno está donde ha decidido, con mayor o menor consciencia, estar.

9 — ¿Qué calle, qué recorrido de calles, qué pequeña zona transitada en tu infancia y/o en tu adolescencia, y/o en otras etapas de tu vida recordás con mayor nostalgia o cariño, y por qué?…

CS — Ser melancólico —y yo he sido melancólica casi toda mi vida— es garantía de infelicidad: vivir en el pasado, es decir, fuera del presente, no puede traer a nuestro espíritu otra cosa que no sea tristeza. Si bien tengo buenos recuerdos, considero que todo tiempo presente es el mejor.

10 — ¿Incursionaste en la narrativa, en la dramaturgia o en el ensayo?

CS — Leí cuentos y novelas ávidamente durante mi infancia y mi adolescencia. Sin embargo, intentar escribir algo así como un cuento o llevar siquiera un diario me mataba de aburrimiento. Ensayos tuve que consumir y escribir como parte de mi carrera académica: pura actividad intelectual, nada de magia. En cuanto a la dramaturgia, cuando era niña disfrutaba de inventar guiones de historias y actuarlos con una amiga. También me divirtió, ya adulta, frecuentar un taller de teatro durante algunos meses. Pero la diversión se terminaba para mí cuando se acababa la improvisación: prefiero, en la expresión histriónica, lo lúdico y lo espontáneo.

11 — ¿Me equivoco si se me da por imaginar que suscribirás en su totalidad estas afirmaciones de Raúl Gustavo Aguirre?: “El ejercicio de la poesía se tratará de una tragedia, y para colmo, de una tragedia solitaria: mal leídos y peor comprendidos, todos los verdaderos poetas, a pesar de las apariencias, son (desde el punto de vista del público) póstumos. La ventura del poeta es otra: consiste en realizarse en su supremo acto de comunicación (que es siempre un don, una entrega de sí mismo a los otros), realizarse en el acto supremo del poema. Y allí termina lo principal. El resto es circunstancia, azar, ruido o silencio de la Feria, y nada más. Literatura: el resto es literatura…”

CS — El poema es comunión: interpelar a otro o sentirse interpelado por otro a través del arte genera una conexión profunda, maravillosa. Uno lee o escribe para tocar el alma, la propia y la del otro. Por eso es imprescindible ser uno mismo al crear, no mentirse, no impostarse. No concibo la creación si no es desde la propia singularidad y la propia verdad. Tampoco reniego de la soledad del que escribe: como somos únicos, en el fondo todos estamos solos. Es más, a veces la comprensión del mundo y de la vida nos es posible sólo cuando conseguimos aceptar la soledad. Es desde esa consciencia de nuestra soledad esencial que podemos interpelar a otros seres humanos.

12 — Cualidades: ¿en qué orden?: el valor, la bondad, la inteligencia, el humor.

CS — Ninguna alcanza por sí sola. Sólo adquirir consciencia de las fluctuaciones de esas cualidades en nuestro espíritu puede ayudarnos a tratar de ser mejores. Si tengo que elegir me inclinaría por la humildad y la capacidad de dar y recibir amor.

13 — ¿Qué talento podés haber sospechado que tendrías y no te empeñaste en desarrollar?

CS — Tengo facilidad para los idiomas, pero siempre me pareció aburrido estudiarlos en una academia, fuera del contexto del uso cotidiano. Hubiera querido aprenderlos como aprendí el castellano: escuchando, hablando, inmersa en situaciones existenciales reales. No tuve esa oportunidad hasta el momento. De todas formas estudié algunos idiomas cuando fue preciso por distintos motivos: inglés, portugués, francés. También soy bastante histriónica. Me gusta entretener y divertir a la gente en las reuniones, actúo espontáneamente. Disfruto frente al micrófono o sobre el escenario.

14 — ¿Cuál considerás tu mayor extravagancia (sin o con comillas)?

CS — Un amigo mío, escritor, solía definirme como “un espíritu libre”. Tal vez mi extravagancia sea el ejercicio persistente de la libertad, para mí misma y para con los otros. Respetar y promover la libertad de quienes me rodean es también ser libre.

15 — ¿Qué esperás y qué no esperás de tus amigos?

CS — Casi no tengo amigos ni amigas. No espero nada de ellos y me gusta pensar que ellos no esperan nada de mí. De ese modo todo lo que podamos recibir el uno del otro resulta una sorpresa. Siempre confío en que sea una sorpresa agradable, pero estoy preparada para lo desagradable, también.

16 — ¿Cuál ha sido tu recorrido en el específico área de la docencia? ¿En qué instituciones?

CS — Nunca fue mi vocación dar clases. Lo hice en la universidad durante unos años porque me ofrecieron el trabajo y el dinero me venía bien. Me di cuenta de que como docente lo pasaba mal porque carecía de fe: fe en la disciplina que dictaba y en la institución. Eso provocaba que tampoco tuviera ninguna confianza en el proceso de enseñar y de aprender. Lo terminé de comprender cuando tuve la oportunidad de dar una clase de yoga: me sentí muy bien, porque sí creo en la disciplina y en quienes la practicamos. De todas formas tampoco es mi objetivo enseñar yoga: estudié y sigo estudiando con la intención de mejorar mi práctica diaria.

17 — ¿Cuál de tus poemarios considerás que más te conforma y por qué?

CS — No lo sé. No es algo que me interese analizar. En lo más reciente suelo reconocerme más, pero no reniego de lo publicado —por más que, si me enfrentan a un libro viejo, pueda avergonzarme de una palabra, de un verso o de todo un poema—. El arrepentimiento es el más inútil de los sentimientos. Procuro confiar en mi criterio, en mi intuición, en mi trabajo: selecciono y corrijo intensamente antes de publicar. Es mucho más lo que he desechado que lo he publicado en mi vida. Tampoco invierto tiempo en revisar lo ya publicado: ya no soy la misma, no soy la que escribió ayer. Vivo y escribo hoy.

18 — Rodolfo Walsh infería que “la literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez.” ¿Qué es para vos, entre otras cosas, la literatura?

CS — La palabra literatura remite para mí a una asignatura académica: no me habla de poesía. Por eso no me interesa gran cosa el concepto de “literatura” ni las obras literarias que no son poesía. La poesía entró en mi vida espontáneamente, se me reveló, me deslumbró. Eso no me pasó nunca con otro tipo de escritura literaria. Creo que lo que es capaz de tocarnos de esa manera es arte, el resto no.

19 — ¿Cómo procediste en la concepción de ese poemario que lleva por título el apellido del pintor austríaco Gustav Klimt (1862-1018)?

CS — Procuro que cada uno de mis libros constituya realmente una obra, es decir, que guarde coherencia semántica y estilística. Suelo ordenar los poemas en capítulos, atendiendo a los matices que en ese sentido van apareciendo: cada sección tiene su propio clima, su color particular. Y el título de los libros es siempre un verso o el fragmento de un verso que, además de gustarme y parecerme atractivo para el lector, condensa, de alguna manera, el espíritu del libro. “Klimt” no habla del pintor: se refiere en un poema a uno de sus cuadros. La conexión que guarda el título con los diferentes componentes de la obra es múltiple, difícil de explicar: prefiero que cada lector la conciba por sí mismo.

Carina Sedevich selecciona poemas de su autoría para

acompañar esta entrevista 


Entrevista realizada a través del correo electrónico: en las ciudades de Villa María y Buenos Aires, distantes entre sí unos 570 kilómetros, Carina Sedevich y Rolando Revagliatti, 2017.

www.revagliatti.com