ROSA
Dos lunas de carbón
sostienen el aroma
a sueño café de sus ojos
de madre.
Dos veces el amor ha
dado en ella sus pétalos de sombra;
abrió de tajo la ventana
tibia de su vientre.
Aquí mis ojos dan de
beber en su nombre
y no tengo ojos para dar
de beber a su nombre –Rosa,
suspendida lágrima en el
filo de la osamenta–
y me duele la caída de
sus ojos
ante la tierra abierta
donde sembró mariposas.
En la cocina llueve
sordamente
y su cuerpo cae en la
unidad acostumbrada,
sus labios guardan esas
alegrías de cuna sin abrir.
Ella mira pasar los
estigmas de la lluvia
y no hay afrentas en la
noche de su día.
Viene y va su llanto
descompuesto
por el tiempo mordido de
la sala,
por la lluvia herrada de
la ducha.
En las manos del amor
hay alacranes
pero ensaya su sonrisa
anaranjada,
su andar a ciegas por el
día
que se oye ladrar bajo
la puerta.
La orfandad y sus
índices
le enseñaron el escudo
del silencio desde niña
pero su maternidad se
derrama sobre el hueso de la cera que arde
y el calostro se oxida
dentro de sus dos sueños redondos
y esa pregunta de cinco
años que está sobre sus piernas la hiere
porque no hay forma de
explicar un puerto que se abandona
o la lluvia encallada en
la cocina.
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