El barco que recuerdo
El barco que recuerdo
es el primer objeto en mi memoria.
Luego no hay nada o casi nada
por un buen trecho largo y plano
como el tiempo es.
Transatlántico era, por entonces,
una palabra portentosa.
Ni siquiera hoy me deja indiferente.
En esa nave, a fin de cuentas,
nadie partía en verdad.
Casi todos regresaban y regresar
no es un viaje, pensándolo bien
y en el completo sentido de la palabra.
Como una fotografía
(los abuelos jóvenes aún),
todo un poco vago y desenfocado.
Habían sido unos viajeros. Insisto.
Ahora era la vuelta: el viaje de los
arrepentidos
(nadie querría envejecer así).
Algunos pensaban que al final de la excursión
serían bellos otra vez. Que los dientes serían
firmes y de nuevo fuertes
y las caras transparentes y felices y todo lo
demás.
Y que nosotros de algún modo
desapareceríamos.
Ellos iban a vivir la misma vida
una vez más.
Alguien, que quizá era mi padre,
me sostenía sobre sus hombros.
Si miraba para abajo veía su cabeza, si miraba
para arriba, el cielo y ese río raro que
vos sabés.
Sacó un pañuelo del bolsillo
y me lo dio para la despedida.
(Sí, ahora lo veo bien, era mi padre.
Definitivamente.
Adoraba los gestos teatrales).
Mucho después leí algo cierto y cursi:
“cada instante es una despedida”.
Como anillo al dedo, pensé, como anillo al dedo.
Parecido a saber
y todo implicando el gesto:
Muelle, más Barco, más Pañuelo.
Lo levanté, lo agité un poco.
Para que te vean —me dijo.
No quiero que me vean —pensé. Y lo tiré al agua.
Recuerden (a modo de disculpa)
que esta es mi memoria más antigua,
que
por entonces yo era muy
pequeña
y no tenía adónde regresar.
|