|
Luis Bacigalupo
Foto
de Laura Dubrovsky |
|
Luis Bacigalupo
nació el 5 de
octubre de 1958 en Buenos Aires, ciudad
en la que reside, la Argentina. Cursó la
Carrera de Letras en la Universidad de
Buenos Aires. Coordina talleres de
escritura. Es director de la editorial
“El Jardín de las Delicias”. Dirigió la
revista de literatura y el sello
editorial de poesía “La Papirola”.
Textos suyos han sido incluidos en
diversas antologías —“70
poetas argentinos, 1970-1994”,
compilador: Antonio Aliberti, Editorial
Plus Ultra, 1994,
“El
textonauta”,
compiladoras: Graciela Komerovsky y
Noemí Pendzik, Editorial Troquel, 1994,
etc.—, como así también en publicaciones
periódicas del país y de España,
Venezuela, Perú, Estados Unidos y
Uruguay. Publicó entre 1987 y 2014 los
poemarios
“Trogloditas”,
“Yo escribía
un poemita”,
“El relumbrón
de la claraboya”,
“Madagascar”,
“Las
purpurinas”,
“El océano”,
“Elíptica del
espíritu”
y
“Mixtión”.
En 2000, a través de Ediciones Simurg,
aparece su novela
“Los
excomulgados”,
precedida por su relato “La deuda”.
|
|
|
LUIS
BACIGALUPO:
sus
respuestas y poemas
Entrevista
realizada por Rolando Revagliatti
|
|
|
1
— En el diseño de la portada de tu segundo
poemario (Ediciones La Escuela Baldía) se
advierte a un pibe (con blanco delantal) que
mira al centro de la cámara y que perfectamente
podrías ser vos. ¿Empezamos por el pibe que
fuiste y desde allí la seguimos?
LB —
Efectivamente, ese
pibe soy yo en una clásica foto escolar con
pupitre —1° inferior, 1965— “intervenido”,
gráficamente, por Laura Dubrovsky.
Ese pibe
hasta los cinco años vivió en el barrio de
Palermo, Gorriti entre Francisco Acuña de
Figueroa y Medrano, en una casa que aún
permanece intacta, al menos en su fachada. De
ese tiempo conservo vivos recuerdos vinculados a
esa casa de importantes dimensiones: vestíbulo,
patio, terraza, un profundo comedor desde donde
se descendía, a través de una puerta trampa, a
un sótano en el que se arrumbaban trastos de
todo tipo. Al fondo había un jardín con canteros
y faroles de pie dignos de plaza. Alineados a lo
largo del jardín con sus rosales, jazmines del
cabo y una descomunal Santa Rita de flores
violáceas, había una serie de cuartos, que
debieron de haber sido oficinas del aserradero,
“Bacigalupo e Hijos”, que había pertenecido a mi
abuelo, colindante con el fondo de la casa y con
entrada por Medrano. Hacia los primeros años de
la década del cincuenta, el aserradero bajó
definitivamente sus persianas. Más allá del
jardín se accedía, a través de unos escalones, a
un terreno apenas más elevado. Allí había una
higuera, a cuyo pie solía ir con mi hermana, mi
madre y un buen cesto de mimbre a recoger higos
maduros. En este terreno además se conservaban
unos corrales donde mi abuelo había criado
gallinas y conejos que, como a él, no llegué a
conocer. Cuando nací, ya mi abuela paterna
vivía, junto a nosotros, en estado de
postración, consciente y serena, anciana y
uruguaya. La veo a la abuela María Capra en su
cama, al cuidado de la mujer que la asistía en
todo cuanto su edad y salud demandaban. En la
parte delantera de la casa vivía mi tía María,
la hermana de mi padre, con su hijo Jorge. Mi
primo era considerablemente mayor que yo, muy
carismático y me tenía mucho cariño. Además,
como si ello fuera poco, era ilusionista. A mis
cuatro o cinco años no podía estar menos que
fascinado con mi primo Jorge, que bien, por su
edad, podía haber sido mi tío. Era un auténtico
mago: presencia, actitud, estilo y todos los
requisitos y equipamiento que un mago que se
precie debía tener. Esos primeros años de mi
vida quedaron entonces impregnados por el
encantamiento de los grandes espacios (con sus
rincones, muebles y objetos de todo tipo:
antiguos y contemporáneos, en uso o arrumbados
en el sótano o los cuartos lindantes con el
jardín) y los trucos más increíbles que un niño
pueda imaginar: era en verdad maravilloso tener
un mago en la familia y más aún, en la propia
casa.
Luego llegaría la
mudanza a Mar del Plata. Mi padre amaba Mar del
Plata. Alguna vez vi una foto de él en La
Rambla: tendría dos o tres años de edad. 1909,
supongo. Cuando nací, él ya contaba cincuenta y
uno, de ahí que, al igual que Jorge, casi todos
mis primos paternos fueran mucho más grandes que
yo. Esa marca de un padre que bien podría haber
sido mi abuelo estuvo presente en la última
etapa de mi infancia y en especial a lo largo de
mi adolescencia de un modo negativo y hasta
controversial. En Mar del Plata vivimos por el
término de seis años. Seis años representaban,
desde la percepción del niño que era, toda una
eternidad, una bella eternidad considerando mi
feliz paso por aquella infancia marplatense.
Vivíamos en un barrio humilde de clase media, a
unas pocas cuadras de la estación de
ferrocarril, entre las avenidas Luro y Libertad,
en la calle Deán Funes. Enseguida me hice de
muchos amigos. Nuestros juegos por lo común
tenían lugar en la calle, en las veredas o algún
baldío. No estoy diciendo nada nuevo. Pertenezco
a una generación para quienes la calle lejos
estaba de constituirse en una zona de riesgo ni
mucho menos, era más bien un espacio de
encuentro, juego y libertad a la vista de buenos
vecinos no siempre afables a la hora de
responder a algún pelotazo accidental propinado
a sus puertas o ventanas. Por esos años hice mis
primeras lecturas, libros de la colección “Robin
Hood”:
“La isla del tesoro”,
“Corazón”,
“Pinocho”,
“Los viajes de
Gulliver”, “David Copperfield”,
“La cabaña del tío
Tom”, “Robinson Crusoe”
y algo también de
Salgari…
Tengo un libro que guardo con especial cariño:
“Los cuentos de
Navidad”
de Dickens, un pequeño ejemplar que me
obsequiara mi maestra de segundo grado, “la
señorita” Savorido. La Escuela N° 5, Gral. José
de San Martín, estaba a cuatro cuadras de casa.
Llevo esas cuadras como fotografiadas, paso a
paso, en mi memoria. Uno no se olvida de esas
cosas, son registros indelebles: las aulas, los
patios, las maestras, sus rígidos rodetes, el
oropel de sus prendedores en la solapa
almidonada del delantal, los pupitres con los
compañeritos, y esas compañeritas de las que uno
creyó haberse enamorado o se enamoró de una
manera acaso solipsista… los globos terráqueos,
los planisferios, los útiles (tanto útiles como
inútiles), el simulcop, el vasito plegable, el
olor del cuero de los portafolios con fuelle, el
de la tinta, el de la goma de borrar... Hay
caras de compañeritos que se nos quedaron
grabadas para siempre con la nitidez algo
decolorada de esas figuritas de jugadores de
fútbol que allá, promediando los sesenta,
supimos gastar. O las estampitas de los próceres
de nuestra patria. Son rostros como estampados
en el corazón, porque es allí, en el corazón de
la infancia, donde esos menudos próceres que nos
acompañaron, compartiendo aprendizajes, ritos e
iniciaciones, libraron su gesta.
|
|
Luis Bacigalupo en Roma, 1999.jpg |
|
2 — A mi percepción,
Luis, destaca
“esa marca de un
padre…”
LB —
Él era un gran
lector, y un lector memorioso. Pero, además,
atributo que yo siempre admiré, un gran
conversador (iba a decir “conservador”, cosa que
también fue, aunque, creo, más para mal que para
bien. Esta característica del orden de las
costumbres, la moral y las ideas acrecentó la ya
de por sí gran brecha generacional que nos
separaba y contribuyó, así lo pienso, a que su
vida no le resultara fácil, viviendo su
adaptación a los acelerados cambios de una época
ya convulsionada en una tensión poco feliz).
Había dos autores, prolíficos ambos, cuyas obras
por años (por lo menos guardo esa impresión)
estuvo leyendo incansablemente. En mi
adolescencia heredé las lecturas de Anatole
France, no así las de Emilio Salgari, a quien ya
había leído de chico. Por supuesto que,
entonces, sucumbí a la fascinación de un libro
como
“La isla de los
pingüinos”,
aunque a esa edad el contexto histórico y
político no me resultaba demasiado claro. Sin
embargo, algo había allí, más allá o más acá de
mi comprensión, que se me revelaba bajo la forma
de una emoción, una emoción distinta, suscitada
por la escritura, su poder expresivo, la
elegancia de un estilo como el de France, su
erudición, su fina ironía. Aquella magia que en
mi infancia detentaba mi primo Jorge ahora había
transmutado a la literatura.
Con los años, entre
los cuadernos de mi padre escritos con una
caligrafía y prolijidad asombrosas, descubrí
poemas que le pertenecían, remedos modernistas,
rubendarianos, y también breves relatos de menor
interés esbozados en su juventud. Conservo
además otros cuadernos en los que compiló
material de diversos saberes para un proyecto,
pergeñado a los veintiún años, de “Manual para
la educación del pueblo”, o algo así. El suyo
era un espíritu metódico que, lamentablemente,
no heredé, como así tampoco su ya mencionada
memoria, esa figura del lector memorioso que
hace de su conversación un jardín florido de
citas, literarias y literales. En algún sentido,
tanto por sus lecturas como por sus hábitos y
pensamientos, debió de comulgar con las ideas de
la filosofía helenista, y en particular con los
estoicos. En 1954 editó un libro,
“Diario recordatorio”,
de efemérides, conmemoraciones y gestas
históricas.
Durante
aquella infancia marplatense empezó a despertar
en mí la afición por el arte. Tenía alguna
condición natural tanto para el dibujo como para
la pintura, por lo que, prescindiendo de
estudios en esas materias, persistí en esta
pasión de novato (así lo vivía, apasionada y
novatamente) hasta muy entrada mi adolescencia.
A poco de iniciar mi sexto grado regresamos a
Buenos Aires instalándonos en una casa de altos
en la esquina de las avenidas Córdoba y Medrano.
A tres cuadras, en una escuela de la calle
Pringles, prosigo mi primaria, donde retomo, una
vez gestionado el pase, mi sexto grado. Lejos de
hacerme sentir un forastero, mis nuevos
compañeritos de grado me honraron, por el
contrario, eligiéndome el mejor compañero del
año. Me obsequiaron un libro para la ocasión con
sus firmas:
“La vuelta al mundo
en 80 días”.
Año después, en séptimo, me tocó la medalla por
mi “supuesta” aplicación. Nunca creí demasiado
en eso de los premios. En general, nunca los
perseguí. Y las pocas veces que lo hice, ya en
el terreno de la escritura, la fortuna no quiso
que los alcanzara. Pero en aquellos momentos sí
tuve la suerte de aterrizar en una escuela de
almas generosas. Hoy me resulta tan risueño y
tierno lo que acabo de contar... pero también,
el hacerlo, como una suerte de profanación. La
remisión voluntaria a la infancia desde un
presente lo bastante alejado de ella, comporta
una intromisión en un estado del ser y la
existencia suspendido en el asombro, la
inocencia, la simple verdad de vivir y nada más,
la profanación de un tiempo aplazado, que ya no
es. Algo hay del pasado, del espíritu de la
infancia que pareciera verse vulnerado en estas
injerencias de la memoria.
Mi paso por la
secundaria tuvo lugar en el Colegio Nacional N°
3, Mariano Moreno. Durante este período se
produjo un gran cambio en mí (la pubertad, por
definición, es flujo de cambios de todo tipo).
Por entonces yo seguía pintando, pero había
perfeccionado mi estilo a fuerza de persistir en
ese quehacer que consumía horas de un día, más
allá del dedicado al estudio, acaso lo bastante
ocioso. Esta certidumbre no tenía sino sentido
para el puro placer de ese ego perfeccionista
que todos cultivamos y sólo se ve satisfecho
ante cada instancia más o menos superadora. Ya
que no pasaba siquiera por mi cabeza nada
semejante a hacer de la pintura una profesión,
pero ni tan siquiera un hobby (según entonces se
decía) con el cual proyectarme como un
aficionado sin otra ambición que la obtención de
placer, el puro placer de entregarse a la
práctica o ejercicio del arte por el hecho mismo
de hacerlo. Solía dedicarle horas bajo un estado
mental casi extático. En esos momentos, si mi
madre me llamaba para que fuera a comer, y yo me
encontraba inmerso en uno de esos trances
creativos, compenetrado en conseguir por ejemplo
un color o dar con la perfección de una línea,
lo más probable era que no llegara a escuchar su
llamado, el que reiteraba una y otra vez, hasta
que al oírla le decía que ya estaba yendo, y
renovaba la promesa más y más (ella, su
llamado), siempre difiriéndola, hasta que al fin
ella terminaba por entender lo inútil de su
insistencia. Mejor comer más tarde a tener que
romper el hechizo de ese momento único, y
sumamente concentrado, del goce y la afirmación
del espíritu en el acto de crear, afirmación de
la que uno nunca llega a ser consciente del
todo. Ambos, mi madre y yo, debíamos de
compartir implícitamente esta idea.
|
|
|
3
— Etapa tan compleja en nuestro país.
LB —
Por esos primeros
años del bachiller se empieza a despertar en mí
cierta inquietud por la política. Durante los
años ´72 y ´73 la política tenía en la vida
cotidiana de todos los argentinos una presencia
contundente, decididamente protagónica. Se hacía
notar, ver, oír, sentir en todo, era un fenómeno
insoslayable, cultural incluso, epocal. Y su
expresión más trágica, la violencia, la
violencia política (vista a la distancia quizás
algo patética) flotaba a diario en el aire que
respirábamos. En mi primer año (1972) participé
de la toma de mi colegio. Hubo mucho de aventura
en esa participación. Era toda una feliz
aventura semejante a un campamento para un chico
de 13 o 14 años contar con las instalaciones de
un colegio como el Moreno a su total disposición
y la del conjunto de sus compañeros: sin
profesores, preceptores ni director, sin
autoridad de ningún orden que nos vigilara.
Estuve dos o tres días dentro del colegio como
si se tratara de defender una fortaleza (el
último bastión) de la amenaza, algo afantasmada
algo exagerada, de la derecha más recalcitrante
que ya empezaba a dejar de pasar inadvertida.
Luego vino el ´73 y con el derrocamiento del
gobierno de la Unidad Popular de Salvador
Allende perpetrado por el dictador Gral. Augusto
Pinochet, empecé a tener algunas ideas algo más
claras acerca de lo que estaba ocurriendo en mi
país y Latinoamérica. El golpe militar en Chile
fue un punto de inflexión en la conciencia
política de mi generación y, por supuesto, de la
que nos precedía. La intervención de Nixon y
Kissinger a través de la CIA y la Embajada de
los Estados Unidos en ese golpe genocida
consolidó la conciencia antimperialista de toda
una generación a lo largo del continente.
Absorbíamos la cultura (¿una contra-cultura?)
como esponjas, pero “esponjas críticas”, valga
la figura. El rock en general, y,
particularmente, el nacional: Vox Dei, Sui
Generis, Aquelarre, Pescado Rabioso, Color
Humano, Alma y Vida, Crucis; pero también las
más variadas expresiones del rock inglés (¿una
contra-dicción?) como Deep Purple, Led Zeppelin,
Black Sabbath hasta apuestas más elaboradas como
lo que luego se dio en llamar rock sinfónico:
Emerson Lake and Palmer, Jethro Tull, Génesis,
Yes, Premiata Forneria Marconi, Focus, Van der
graff generator, King Crimson, Mahavishnu
Orchestra o genios inclasificables como Frank
Zappa. Ocios y negocios se agolpan: Parque
Rivadavia, compra de libros usados, canje de
discos y afiches de las revistas “Pelo” o “Pop”,
“El Expreso Imaginario”, “Periscopio”, los Hare
Krishna, el Auditorio Kraft de la calle Florida,
donde tocaban grupos de música nada
convencionales como Supermoco, una banda mezcla
de rock pesado y música aleatoria formada a
principios de los setenta por Mica Reidel. Y las
primeras películas de cine de autor, de cine de
arte. Tendría quince años cuando escribo mis
primeros poemas y algunos textos en prosa de
supuesta reflexión sobre grandes temas
empequeñecidos por el carácter demasiado general
del tratamiento. Mi poesía en cambio tenía una
clara tendencia al lirismo, aunque algunos
poemas se insinuaban pretensiosamente
existencialistas. En una de aquellas dominicales
incursiones al Parque Rivadavia, compré un
librito de Sartre, editado bajo el sello Sur:
“El existencialismo
es un humanismo”.
La lectura apasionada de aquel esmirriado
volumen sacudió el anodino orden de mis pocas
ideas sobre todo y nada. Quizás fue el primer
texto que me invitó a reflexionar sobre
cuestiones como la libertad, la responsabilidad
y el acto de elegir al que nos empuja la
existencia. Ya había empezado a interesarme por
algunos simbolistas franceses: Paul Verlaine,
fundamentalmente, algo de Baudelaire y menos de
Mallarmé, cuyos textos me ofrecían resistencia.
Hermann Hesse ya había entrado en mi biblioteca.
Tengo presente la lectura de un libro de relatos
de Mika Waltari, el autor de
“Sinuhé el egipcio”,
novela que leí algo más tarde y cuya historia
disfruté como pocas. Era la historia, pero ante
todo la magistral prosa de Waltari: no hay
historias buenas
per se,
sino buenas narraciones. Todos recordamos el
film homónimo de Michael Curtiz, con Victor
Mature y Gene Tierney. Estaría en tercero o
cuarto año cuando leo por primera vez a Julio
Cortázar. Esta misma apasionada perplejidad,
esta extrañeza indescriptible se reiteraría
luego con Boris Vian y la saga de Ubú, de Alfred
Jarry, y su Doctor Faustroll, también, más toda
su “patafísica”. Ya había leído a Apollinaire:
“Alcoholes”,
“Caligramas”
y algunos textos en prosa como
“El poeta asesinado”,
“El Heresiarca y Cía”
y
“Las once mil vergas”.
Y
“Los cantos de
Maldoror”,
por supuesto. Lautréamont debió de haber sido el
paso obligado al surrealismo, a la fascinación
del surrealismo. Era un lector ávido de la prosa
ensayística, imaginativamente loca pero
formalmente exquisita e inexpugnablemente
racional, de André Bretón. Dadá fue un
deslumbramiento, o un alumbramiento. Creo que
leía lo que todo el mundo, por vocación, edad y
compulsión a una escritura como medio de
experimentación formal. La escritura como
laboratorio también podía entenderse como fin. A
la primera fascinación por las vanguardias
históricas siguió mi necesidad de estudiarlas
tanto en sus postulados como en sus obras. Fue
una etapa para mi natural y necesaria, pero tan
pasajera como esas febriles anginas que tanto
padecimos (y disfrutamos) de niños.
Por esos años conocí
a un poeta, en realidad era un poeta que mi
padre llegó a conocer en Mar del Plata. 1970,
hacía poco habíamos regresado a Buenos Aires.
Fue una larga temporada de vacaciones en la que
habíamos alquilado una casita en San Patricio,
entre Playa Serena y Barranca de los Lobos. La
razón de esto había sido (en orden inverso,
supongo) vacacionar y poner a la venta unos
lotes que mi padre tenía en la zona. Recuerdo
hacia fin de la temporada el silbido del viento
(la casita que alquilábamos estaba a menos de
una cuadra de la playa, cuando todavía había
poquísimas casas por allí); veo incluso un
cardal agitándose bajo esos vientos silbadores
entre la ruta 11, lindante a la costa, y la
ventana de esa casa pequeña tipo chalecito. Allí
muy cerca, en Playa Serena, mi padre había
conocido a Pedro Godoy, un poeta nacido en
Bolívar hacia fines del siglo XIX, que por
entonces vivía de las monedas de los turistas,
al amparo de una carpa, a cambio de cuidarles
sus autos. Hasta su fallecimiento, en 1986,
Pedro Godoy no abandonó esa forma de vida. Al
parecer era la vida que había elegido vivir...
Bajábamos, con mi padre, a través de los médanos
a esas playas entonces lo bastante inhóspitas
incluso durante el mes de enero. Había para mí
en esos parajes silenciosos, en los que el rumor
del mar y el aullido del viento eran hijos
necesarios del silencio, el misterio de lo
salvaje, de lo “aún salvaje”, de la soledad
vinculada a la intuición de la belleza y la
libertad, el recogimiento y la expansión. Como
decía, mi padre conoció al poeta en este
entorno. Imagino que debió de experimentar
alguna empatía con ese hombre profundamente
místico, hermano a su vez de todos los hombres,
anarquista, humilde en el real sentido del
término y cristiano, conforme San Francisco lo
fue. En síntesis, un espíritu atado a nada
esencialmente material sino al cielo y al mar
que eran su casa y su horizonte.
“Leía a San Juan de
la Cruz
(escribió Carlos Penelas)
y exaltaba la vida
libre y el surrealismo, mientras decía sus
poemas frente al mar, frente a las olas, en la
playa, solo y múltiple…”
“…un día, en los años
70
(recuerda Penelas),
me propuso hacer la toma de un banco con varios
poetas para que la gente no viviera alienada.
Debíamos entrar al grito de ‘¡Este banco está
tomado! ¡Deberán escuchar poemas!’”
Guardo el poemario
“Milonga de los
caminos”,
que Godoy le obsequiara a mi padre, quien a su
vez le entregó a Godoy, en aquella oportunidad,
un ejemplar de su
“Diario recordatorio”.
Quizás uno de los primeros libros de poemas que
despertaron en mí la secreta convicción de que
la poesía iría a acompañarme por el resto de mi
vida, y, me atrevería a decir, que ejercieron
influencia en mi manera de pensar y articular el
lugar de la lengua, el trabajo con ella, en mi
propia producción. “Aerosúplica marina”, uno de
los extensos poemas del libro, es una fiesta
épico lírica del lenguaje en su espesor fónico e
intensa desmesura, que se anticipa a las
experiencias neobarrocas más osadas de los 80.
El mar, como tópico, es otra de las influencias
que percibo, en un libro como
“Madagascar”
al menos, del poema de Godoy. Aunque el mar,
como expresión de inmensidad, tensión entre lo
eterno y lo perecedero, ya estaba muy presente
en el paisaje de mi infancia: el infinito
flotaba allí, en ese paisaje como así también en
las caminatas junto a mi padre por aquellas
playas desnudas, desoladas, cuando el verano y
sus ruidos ya habían quedado atrás.
Al cabo de mi
último año en el Moreno, en 1976, ya contaba con
un
corpus
de
poemas con algunas ganas de darse a conocer
públicamente. Junto a Andrés Vidal, un querido
amigo, compañero de estudios y también poeta nos
disponemos a dar forma a un libro, el que
incluso había llegado a la instancia de la
composición y armado. Allí, en esa instancia
quedó. Quizás habíamos entendido la conveniencia
de no avanzar más allá de esos primeros pasos;
no obstante, la elección del material y el
armado del libro había tenido para nosotros un
valor en sí. “Otoño y otras palabras”, era el
título. Su sola mención me sonroja, y también me
enternece.
|
|
4 — En algún momento
te vinculás con ese teatro que ya pocos ubicarán
por su nombre completo: Idisher Folks Theater.
LB —
Sí, en 1980 tomo
clases de teatro en el IFT con Salvador Amore,
Pepe Bove y Enrique Laportilla, y asisto
también, en la misma institución, al taller
literario que coordinaban Héctor Freire y Daniel
Calmels. Es ese año cuando empiezo a militar en
la Federación Juvenil Comunista, y también
cuando conformo el grupo “3 a 5”, junto a Andrés
Vidal y seis artistas amigos, dedicado a la
producción y exposición de poemas ilustrados.
Fue una etapa de mi vida muy importante, muy
intensa. Pero fueron también los años más
oscuros que vivió el país. El teatro, la poesía,
la cultura resultaban salvoconductos frente al
sofocamiento, el miedo y la apatía impuestos por
el terror de Estado. En ese marco tuvieron lugar
mis impulsos más creativos, mis estudios y
militancia.
En 1985 entro
a cursar la carrera de Letras, en la Facultad de
Filosofía y Letras de la UBA. Contaba por ese
año con varias carpetas repletas de textos que
esperaban revisión e imprenta, y con una
modestísima antología que habíamos editado en
1983 junto a poetas con los que compartíamos
afinidades literarias y políticas. Los años en
la facultad fueron intensos y no sólo me
permitieron ampliar mi espectro de lecturas,
sino que, además, canalizar intereses vinculados
a la reflexión sobre la escritura y la
literatura, al trabajo crítico sobre los textos
y al conocimiento de las teorías literarias del
siglo XX en su conjunto, desde el método formal
o formalismo ruso hasta la deconstrucción
derrideana. Leo también por esos años a autores
argentinos, en gran medida contemporáneos, que
me ayudan a dar un giro respecto de lo que se
había insinuado como mis primeros y primarios
intereses literarios más o menos firmes.
Macedonio Fernández, Héctor A. Murena, Juanele
Ortiz, Leónidas y Osvaldo Lamborghini, Luis
Gusmán, Fogwill, Alberto Laiseca, Héctor
Libertella, Néstor Sánchez, César Aira, Ricardo
Zelarayán, Arturo Carrera, Hugo Padeletti,
Héctor Viel Temperley, Néstor Perlongher son
algunos de estos nombres.
En 1987 edito la
revista de literatura “La Papirola”, junto a
Laura Dubrovsky, quien tiene a cargo el arte de
la misma y yo su dirección. Fue una revista
trimestral donde publicábamos material literario
y crítico preferentemente inédito, como así
también entrevistas y traducciones. En sus tres
números trimestrales fueron apareciendo textos
de Philippe Sollers, Umberto Eco, Saúl
Yurkievich, Germán García, Osvaldo Lamborghini,
Arturo Carrera, Alberto Laiseca, Arnaldo
Calveyra, Leónidas Lamborghini, Néstor
Perlongher, Noé Jitrik, Rubem Fonseca, Julio
Ortega, César Aira, una selección de poetas
chilenos contemporáneos y otra de poetas
daneses. Fue una experiencia breve, de tan sólo
tres números, pero muy satisfactoria, ya que me
introdujo formalmente en un espacio de
escritores muy estimulante. Ese mismo año edito
mi primer libro,
“Trogloditas”.
Entre 1988 y 1995 publico siete libros más de
poemas. Son años en que también escribo
narrativa, principalmente novelas. En 2000 sale
“Los excomulgados”,
una, la más breve, de las cuatro que ya tenía
terminadas. En 2001 presento
“Entrañas argentinas”
(1999-2001) a la convocatoria del Premio Clarín
de Novela, siendo seleccionada como una de las
diez finalistas. Esta misma, pero bajo el título
“La estupidez”,
vuelve a concursar al año siguiente, y
nuevamente figura entre las diez finalistas.
Empecinado pruebo suerte una vez más, en 2003, y
una vez más, es seleccionada. Todavía me
pregunto qué pudo haber ocurrido; mientras tanto
esa novela (como otras) sigue inédita. Durante
los últimos años me dediqué a mi trabajo de
editor y a dictar talleres de escritura. Realicé
estudios de filosofía Oriental y filosofías
comparadas entre 2007 y 2010. En 2014 publico
“Mixtión”,
un libro que permanecía inédito desde 1990.
Actualmente dirijo el sello de poesía “El Jardín
de las Delicias”, proyecto en el que me acompaña
Laura Dubrovsky.
|
|
5 — En
tanto he accedido a varios títulos de “El Jardín
de las Delicias” y aprecio la estética, los
cuidados formales, los detalles, no puedo menos
que invitarte a que te explayes sobre esta
propuesta.
LB — “El
jardín de las delicias” surge en 2014. El lugar
del editor posee por lo menos dos aspectos
primarios a tener en cuenta: el literario y el
gráfico. Este último, y en lo que refiere en
particular al arte, diseño, imagen como marca
distintiva e identitaria, el aspecto como vos
bien decís, estético, está en manos de Laura
Dubrovsky. No es sencillo establecer una
colección cuyo diseño quede circunscripto a una
obra archiconocida pero inagotable como lo es
ésta de El Bosco. En el trabajo al filo de esta
limitación, que requiere de una economía de
recursos riesgosa pero que merece ser afrontada,
está el reto que asumimos desde ese espacio
estético que apreciás, y te lo agradezco.
En cuanto al
aspecto literario, defiendo el compromiso del
editor que toma una responsabilidad con el
material que ha decidido incorporar a su
catálogo. Hablo de un compromiso de lectura
crítico pero amoroso. No entiendo que se pueda
establecer con el texto otro vínculo que no sea
de esta naturaleza.
Tuvimos la suerte de
haber lanzado el sello con autores cuyos textos
facilitaron este vínculo. Rita Kratsman, que ya
lleva dos títulos publicados en “El jardín…”,
“Giverny”
y
“Tornasol”,
es una poeta consolidada por una obra plena en
sutilezas y evocaciones que recuperan la
infancia a un presente resignificado
dialógicamente por las voces del tiempo, que es
una manera también de proclamar su abolición. En
una vertiente menos lírica, en cuanto al lugar
que ocupa el yo en la enunciación, Alberto Boco
(“Visitas
inoportunas”)
despliega, en un dominio de la narratividad del
texto poético extenso y polifónico, recursos
propios del montaje cinematográfico, la pintura
y las estrategias del ojo que, por momentos, se
constituyen en un
patchwork
de voces de una intensidad y densidad dignos del
drama, en tanto género. Romina Funes, en
“Diez noches en el
cuadrado”,
trabaja la ausencia, la pérdida, la reclusión,
dos voces perentorias y como afantasmadas que se
sostienen, mutua, humanamente en el vacío del
sentido, en la elisión que soporta en su
consistencia y densidad lo dicho, lo poco que
puede ser dicho, la economía de la palabra, su
valor, el sentido que la profanación del uso y
abuso y todos los despojamientos no han
conseguido vaciar. Estoy hablando de voces
valiosas de nuestra poesía actual.
Mi trabajo
como editor está estrechamente ligado a mi
actividad gráfica, que ejerzo desde siempre, y,
ya centrada en la producción de libros para
autores y pequeñas editoriales independientes,
desde hace unos veinticinco años. Existe una
tensión en este doble devenir: escritor, editor.
No sabría definirla, pero a veces he
experimentado esa relación como un choque de
intereses. Uno es escritor, y ese escritor que
es uno demanda un tiempo para realizarse como
tal, es decir, en principio, para escribir. Pero
los escritores a su vez algo demandan a un
editor (un tiempo entre otras cosas), y que está
también vinculado a su realización, y esto es
que su obra sea editada. Más allá de estas
pequeñas disquisiciones, amo los libros y todos
los procesos que llevan a su gestación y veo en
ellos, aunque no todos lo sean, uno de los
objetos más bellos que ha logrado crear el
hombre. Y más valiosos, si se piensa que la
mente, el espíritu, el alma y el corazón del
hombre y su cultura pueden hallarse en un libro
como en ninguna otra obra humana.
|
|
6 — Hablemos de Diego
Diegues, ese personaje tuyo, narrador en el
cuento “La deuda” y que con despliegue de título
así aparece concluyendo tu novela: DIEGO DIEGUES
/ LOS EXCOMULGADOS.
LB —
Diego Diegues hace su
debut en
“La deuda”
para reaparecer luego
in absentia,
pero otorgando sentido a toda esa novela
contigua a
“La deuda”
(es importante esta relación de contigüidad),
que es
“Los excomulgados”.
En esa otra novela inmediatamente posterior,
“Entrañas argentinas”,
D. D. se sitúa ya definitivamente en el
epicentro de la historia, como héroe y narrador,
que es tanto su propia historia como la del
país, con sus remisiones a un pasado situado en
los llamados años de plomo. Ya en
“Los excomulgados”
esta metáfora del extremo horror aparece, pero
en clave grotesca, paródica, dramatizada en un
grupo familiar que ha trasvasado todos los
límites de la moral occidental y cristiana, sólo
posibles de ser trasvasados desde la moral,
precisamente, occidental y cristiana. D. D. es
un personaje que progresa, en estas dos
narraciones en un mismo libro, desde una
frescura picaresca (desaprensivo, frívolo,
ventajista, jactancioso y superficial) hasta un
lugar oscuro y melancólico, el lugar del
cronista o del escritor, quien viene finalmente
a narrar lo inenarrable, aquello que nadie se
atrevería a hacer. Podría decirse que se da en
“Los excomulgados”,
en esa necesaria contigüidad con
“La deuda”,
una mediación y a la vez un salto cualitativo,
que es ese pasaje de la realidad a la ficción,
la hipérbole de la vida, su parodia bajo la
figura del crimen, más precisamente, del crimen
organizado en torno a un chivo expiatorio.
“‘Los excomulgados’
—escribió
Alberto Laiseca en un artículo para el
suplemento “Radar/Libros” de “Página 12”—
es la historia de un
asesinato jolgorioso. Alguien (el elegido) debe
pagarla por todos. Esto es, ciertamente, muy
cristiano. La parodia del cristianismo también
es cristiana. Se elige una víctima con la excusa
de que es incorrecta, inexacta e imperfecta,
como si no todos lo fuéramos”.
Si uno piensa que un
personaje es a la persona lo que la ficción a la
realidad, en esos pasajes o saltos el autor
termina resultando ser una suerte de puente, y
algo de esa persona, a través del autor, pasa
indefectiblemente al personaje. El pasaje
inverso es lícito también de ser considerado.
Bajtín decía, en su
“Estética de la
creación verbal”,
que
“la lucha de un
artista por una imagen definida y estable de su
personaje es, mucho, una lucha consigo mismo”.
Pero claro, los últimos grandes héroes que
requirieron de una imagen definida y estable
fueron los del realismo literario del siglo XIX.
Stendhal, Flaubert, Balzac, Tolstoi,
Dostoievsky, Galdós, Baroja, Dickens, Austen.
Cabe pensar la importancia del héroe por encima
de la fábula en la literatura de los siglos XVII
al XIX. La nómina de novelas cuyos títulos se
corresponden con el nombre propio del
protagonista es inagotable. En el siglo XX, a
partir de los nuevos paradigmas, la teoría
psicoanalítica de Freud, y su escisión del “yo”
en los planos consciente e inconsciente, los
personajes dejan de ser esas sólidas
construcciones monolíticas cuyo
miglior fabbro
quizás haya sido Balzac. Ahora
“los personajes
—decía
Nathalie Sarraute—
tal como los concebía
la antigua novela (y todo el aparato que servía
para darles valor), no logran ya contener la
realidad psicológica actual. En lugar de
revelarla, como antes, la escamotean”.
Pero volviendo a tu
pregunta sobre D. D., hay en él cierto arquetipo
o imaginario del joven novelista de los noventa,
un escritor que apuesta al golpe de suerte, a la
posibilidad de lanzamiento a una fama intensa,
aunque efímera, mediada por una gran editorial
cueste lo que cueste. Pero el D. D. de
“Entrañas argentinas”,
pasado por la experiencia de
“Los excomulgados”,
ya es otro. Menos previsible, más sombrío,
vaciado de toda certeza. Se diría que D. D.
evoluciona, desde
“La deuda”
a
“Entrañas argentinas”,
según aquella vieja tipología, es decir, dejando
de ser ya ese “personaje plano” para pasar a ser
un “personaje redondo”, lo que es lo mismo, de
un héroe arquetípico a otro de mayor complejidad
psicológica. Se podría pensar incluso esta saga,
de no ser D. D. ya un muchacho grande y…, como
una novela de aprendizaje, una
Bildungsroman,
donde el héroe, tras sortear una serie de
pruebas iniciáticas, deja de ser ese sujeto que
conocimos en
“La deuda”,
eso tan parecido a lo que el ignaro da por
sentado, aquello que vendrían a ser
supuestamente los escritores de novelas:
“sujetos que gustan
dilapidar, por lo general en vicios, el poco
dinero que poseen; que aunque son verdaderos
seres asociales se las arreglan para trabar
relaciones con cuanta mujer ajena se les cruza;
que no son gente seria; que prefieren haraganear
a buscar algún empleo respetable y que siempre
—para
colmo de males—
encuentran una manera más o menos elegante de
eludir sus deudas”.
|
|
7 — En “La deuda” el narrador va
mencionando a Tabucchi y a Auster; páginas
después, a Kenzaburo Oé; cinco párrafos más
tarde a Kennedy Toole; por último, a Aretino.
¿Cómo posicionás vos, el autor del cuento, a
estos cinco escritores según tus preferencias?
LB —
Me interesa más tu
pregunta, Rolando, para tentar alguna reflexión,
de ser posible, acerca del lugar que ocupa el
nombre de autor en la ficción literaria y sobre
aquello que pareciera estar habilitando o
autorizando, que para hablar de mis preferencias
sobre estos autores u otros. No es que no las
tenga, sino que suelen ser demasiado cambiantes,
arbitrariedades cuyos podios por lo común son
tan inestables como la valoración que podamos
tener de un mismo autor leído en distintos
momentos de nuestras vidas o de una novela cuya
relectura difiera de la lectura primera digamos
en unos diez o quince años. Aunque prometo
atender a estos dos frentes, hacerlo sería una
manera de ir contra esa promesa, ya que una
promesa cumplida lleva a su propia muerte, la
clausura de una diferencia en uno de los
sentidos que Derrida atribuía al neologismo o
neografismo
“différance”,
el de “diferimiento”, “diferir”, “posponer”. Eso
que demoramos proyectándolo a un porvenir que
nunca acaba de llegar. Y sobre el espacio de
esto que nunca llega podemos empezar a decir
algo, a fijar algo respecto a tu pregunta
inicial.
Este grupo de autores
que mencionás y que, efectivamente, son
nombrados en
“La deuda”,
autores que entonces debí de leer o releer más o
menos apasionadamente (Aretino, Oé, Kennedy
Toole), más o menos críticamente (Auster,
Tabucchi), si bien no encabezan la lista de mis
predilecciones literarias, algunas de sus obras
me han hecho pasar esos momentos indecibles a
los que aspira todo lector. Tal vez el que menos
llegó a interesarme entonces haya sido Antonio
Tabucchi, de quien leí sin embargo algunas
novelas (“Sostiene
Pereira”,
“La cabeza perdida de
Damasceno Monteiro”,
“Nocturno hindú”)
inobjetables.
“Sostiene Pereira”
parecía venir a traer cierta novedad, esas
novedades que se disfrutan de principio a fin.
Pienso que tanto Oé como Auster son escritores
“superiores” a Tabucchi, más allá de que
discrepe conmigo mismo respecto de esa vana
valoración.
“Una cuestión
personal”,
la novela del Nobel japonés citada en
“La deuda”,
es una gran, oscura novela con una marcada
impronta autobiográfica. Y aunque Oé no es
Mishima, este declaró que “la
cúspide de la literatura japonesa actual había
que buscarla en Kenzaburo Oé.”
Me parece que Mishima era un artista, un esteta,
un escritor literario, culto, cuya particular
sensibilidad se respiraba en toda su obra. En
cambio, hay en Oé algo duro y áspero que me
remite a Dostoievski. Carece de esa nostalgia
oriental, ese lirismo a lo Kawabata.
“Leviatán”,
“El palacio de la
luna”, son
grandes novelas de Auster. Es indudable que Paul
Auster es un gran escritor. En los noventa,
Auster es un nombre ineludible. En cada momento
el mercado editorial dispone del puñado de
escritores que hay que leer. Entonces había que
leer, entre otros, a Paul Auster, Antonio
Tabucchi, Kenzaburo Oé, y a otro gran escritor,
más ilegible, próximo a ese texto de goce del
que hablaba Barthes, distinto a todos, austríaco
y genial: Thomas Bernhard. Quizás Bernhard sí
estaba entre mis preferencias. Como también
Kennedy Toole, o mejor
“La conjura de los
necios”,
entrañable, inteligente, sarcástica, tierna y
bellamente contaminada de esa nostalgia sureña
de Nueva Orleans. Creo que es una de las grandes
novelas norteamericanas contemporáneas, e
Ignatius Reilly, ese aparatoso antihéroe
extemporáneo, lector de Boecio, de su memorable
“Consolación por la
filosofía”,
uno de los héroes épico-quijotescos más logrados
en la segunda mitad del siglo veinte. La
historia de Kennedy Toole es conocida por todos,
es una triste historia, y esa historia está
parodiada, anticipada de algún modo en esta
novela casi visionariamente. Ignatius es un
alter ego de Kennedy Toole. Kennedy Toole, un
triste muchacho que soñaba ver su precoz y
genial novela editada. Pero solo conoció el
rechazo de los editores (gente mediocre y
perversa). El libro se abre con una cita
premonitoria de Jonathan Swift, nada menos, una
suerte de abuelo literario de Kennedy Toole. La
cita dice así:
“Cuando en el mundo
aparece un verdadero genio, puede
identificársele por este signo: todos los necios
se conjuran contra él.”
Hoy
“La conjura…”
es un clásico de la literatura contemporánea.
Este libro lo leí hacia fines de los ochenta. Es
de esas novelas que se constituyen en un
universo autónomo, con sus criaturas, su
naturaleza y sus leyes propias. Todo eso está
ahí dentro y se reconoce en su integridad y en
su inmanencia, en sus engranajes, dinámicas y
solidaridades. Sin embargo, nos evoca algo que
creíamos haber visto ya, haber vivido en un
pasado lejano. Creo que esto sólo ocurre con las
grandes narraciones:
“Tom Jones”,
“Tristram Shandy”,
“El Quijote de La
Mancha”,
“Gargantúa y
Pantagruel”,
“Moby Dick”,
“Las aventuras de
Huckleberry Finn”,
“Sonido y furia”,
“Ulises”.
Kennedy Toole tiene una novela anterior, muy
buena, pero lejos de la cumbre a la que escaló
la historia de Ignatius. Esta primera novela,
“La Biblia de neón”,
la escribió a los dieciséis años (quién
pudiera), narrada por un niño que termina
matando a su madre. Esta fuerte relación que
existe con la madre en ambas narraciones es sin
duda una marca claramente referencial,
biográfica, de Kennedy Toole.
“La Biblia de neón”
es un libro tierno, triste y nostálgico, como
“La conjura…”,
aunque este, distintivamente, estalla en
sarcasmos, absurdos y destellos de una jocosidad
delirante.
Aretino, que es el
nombre con que se lo conoce, es gentilicio de
Arezzo, su ciudad natal.
“La licenciosa vida
de las monjas”
y
“Las cortesanas”
son dos libros leídos en mi adolescencia. Eran
como esas escrituras prohibidas de juventud,
excitantes y graciosas a la vez. El Aretino fue
hijo de una prostituta, como gustaba decir
“figlio
di cortigiana, con anima di re”.
Tanto Kennedy Toole como Aretino son escritores
de una gran vena satírica. Me gustan
particularmente estos escritores excesivos, nada
atildados, en el mejor sentido rabelesiano.
Estos autores son, salvando distancias casi
insalvables, quienes responderían más a las
preferencias del joven Diegues, aunque sus
modelos de modernidad o posmodernidad literaria
se encontrarían en autores como Auster, Tabucchi
y Oé, quienes estarían respondiendo a un patrón
institucional de mercado, promociones de gustos
y tendencias, y legitimados naturalmente por la
crítica periodística y, en menor grado,
académica. Son las sugerencias, las novedades
literarias de las que un personaje como Teresa,
compañera de la carrera de Letras de Diegues, se
vale para seducirlo a él o a quien fuera. Ella
es lectora de esos autores vastamente reseñados,
pero una lectora de grandes frases, de grandes
síntesis, una lectora “contratapística”. Las
contratapas de los libros le proveen la
necesaria información para que ella pueda hablar
de los escritores de los cuales el mercado
induce a hablar. Es, por esta hiperbólica
economía, entre otras cosas, una lectora
moderna. Es interesante ver cómo circulan los
nombres, la literatura subsidiaria que se hace a
partir de esa circulación. En el tiempo
contraído de los años noventa, las
especulaciones y circulaciones eran de otro
tipo, menos ocioso, pero no por ello más
productivo. No había disposición para leer sino
libros ágiles y amables, libros que nos
enseñaran a vivir mejor con nosotros mismos y el
mundo que estaba a nuestro alcance, el pequeño,
miserable mundo que teníamos delante de las
narices. En pocas palabras: no había margen para
la lectura de una literatura que no fuese
pasatista o no respondiese a urgencias
prácticas, operativas, instrumentales,
funcionales. Sinopsis, contratapas, solapas sí
de novelas más o menos problemáticas. Después de
todo es la vestimenta de un libro. Creemos saber
de las personas por sus aspectos, por lo bueno
que ellas dicen de ellas, y por lo malo que
otros dicen de otros. Por qué no saber de los
libros por lo que ellos mismos dicen de sí, por
esos paratextos que lucen con los brillos de
esos accesorios baratos pero muy llamativos.
Esta jibarización de la literatura,
periodística, reseñadora y un tanto snob,
suscita en la sociedad de masas más interés que
las cosas en sí. La sinopsis de una película
puede despertar más interés que la película en
sí, y ese interés tiene el aditamento de la
economía temporal e incluso monetaria. Esto se
llama neoliberalismo.
Esta
frivolidad, este modelo de escritor que plantea
Diego Diegues está montado sobre cierto ideal
marquetinero, de dudoso prestigio, pero
prestigio al fin, circulante en la institución
literaria a partir de los años noventa. Es
inobjetablemente paródico tanto el héroe como el
relato. “La
deuda” no es
un título casual. Es probable que Diegues pueda
sentir alguna afinidad y hasta experimentar un
parentesco incluso edípico con Ignatius, pero
este ha conseguido conformar su propio universo
y renunciar a él, mientras que Diegues es una
figura que parece haber encarnado en un vacío
propositivo, en un hueco tibio como una
madriguera. Hay algo del orden de la rapiña en
él, de la política del fraude…
|
|
8 — Recuerdo que en
su momento llamó la atención que en un mismo año
(1989) y a través de una misma editorial (Último
Reino), aparecieran tres poemarios de tu
autoría.
LB —
Sí, creo que ocurrió algo de eso. Pasaron
veintisiete años desde que publiqué
“El relumbrón de la
claraboya”,
“Las purpurinas”
y
“Madagascar”
bajo el sello “Último Reino”. Tres libros
inscriptos dentro de esa tendencia que se dio en
llamar “neobarroco”. El escenario donde tuvo
lugar esta suerte de curiosa perplejidad fue el
“Diario de Poesía”. Desde 1987, este periódico
convocaba a poetas y críticos a participar de
unas encuestas sobre los libros de poesía que
más les había interesado entre los leídos y
editados ese año. Quienes participábamos
proponíamos, recordarás, dos o tres títulos y
dábamos de manera sucinta las razones de
nuestras preferencias. Era bien clara la
filiación del “Diario…” a la poética
“objetivista”, más allá de las peculiaridades y
matices de los poetas que integraban tanto su
dirección como su redacción, y era claro también
que flotaba en aquella atmósfera un falso
antagonismo objetivismo/neobarroco que alguna
miopía o, digamos, incapacidad de leer textos
desenfocados por las lentes de una u otra
preceptiva alimentaba. Los primeros tres años,
desde su inicio hasta la fecha de la que estamos
hablando, yo había sido convocado a participar
en estas encuestas, pero en 1989 también
participan, de algún modo, los tres libros en
cuestión.
Desde el mismo
“Diario…” hubo hacia ellos, o mejor, hacia el
hecho de que aparecieran tres en el término de
un año, algún sarcasmo que venía a poner en
evidencia un malestar. Hubo también una nota
firmada en la sección “Crítica” dedicada al
conjunto de mis tres libros, como si en sesenta
o setenta líneas de una columna estrecha se
pudiera decir algo de cada uno de ellos que no
diera la impresión, ligera al menos, de que se
los estaba metiendo a todos dentro de una misma
bolsa, dando cuenta así de una torpeza crítica
rayana en el desprecio. Curiosamente en la
encuesta de ese año estos tres libros y cada uno
de ellos fueron favorecidos por el voto de una
buena cantidad de poetas y críticos, al punto
que el “Diario…” debió publicar un fragmento de
“Madagascar”
en ese número, ya que éste, y los otros dos,
habían estado entre los más votados.
Para bien o para mal,
a muchos les había llamado la atención que
alguien publicara en un año tres libros de
poesía. Nunca terminé de entender qué había de
extraño en eso. ¿Cuántos se llegaron a preguntar
si yo los había escrito en un mismo año o en el
término de, por ejemplo, diez? Sospecho que muy
pocos. ¿Estaría loco? En el fragmento inicial de
su texto de contratapa para
“Madagascar”,
Luis Chitarroni había escrito:
“Bacigalupo se ha
vuelto loco por la poesía. La situación no sería
tan grave si no fuera correspondido…”.
Y Luis Thonis, más tarde, ya comentaba
sintomáticamente en su intervención en la
encuesta:
“Sé que debería
omitir un libro peculiar: ‘Madagascar’, de L. B.
Por fin alguien se atreve —‘¿está
loco?’—
en la vía del mar, lugar del interdicto, del
miedo, del dominio esotérico. Bacigalupo
recuerda que hasta el más alto río es impotente
ante la ‘trémula insania de la sal’, que escribe
un efecto de infinito respecto de lo paródico
anterior.”
Es interesante pensar
de qué hablamos cuando hablamos de un libro o
mostramos la imposibilidad de hacerlo, el
malestar que provocan determinadas lecturas. Qué
es eso que llama la atención, molesta, perturba
e irrita incluso. Me parece que había una
cuestión con la escritura, la escritura como
productividad, libertad, resistencia a cierto
control o fiscalización de la institución
literaria (reseñas críticas, suplementos
literarios, revistas…) en su pretensión de
legitimar otras poéticas. Creo que eso hablaba
entonces, entre otras cosas, de
“una incapacidad de
leer (lo otro como otro)”,
según Susana Cerdá. En la encuesta del año
posterior (1990), para la que ya no soy
convocado, ella decía también, entre otras
cosas, refiriéndose a la mentada nota:
“… Notita que intenta
empaquetar a los tres libros, a quienes los
votamos y al goce mismo de los que nos detuvimos
en su lectura, en un único, agraviante paquete,
que hasta ahora el ‘Diario de Poesía’ no ha
intentado ‘desempaquetar’”.
Y cierra:
“…En atención al
alarmante tono persecutorio de la referida
notita y considerándola un agravio al espíritu
de toda lectura, o sea al otro como tal, e
intentando no contribuir a la proliferación de
estas maneras de desprecio a la vida, me
abstengo de hacer de mis preferencias literarias
un hecho público que pueda ser utilizado por
juegos de poder ex libris…”
Siempre valoré la valentía que había en estas
palabras de Susana Cerdá, esa honestidad
intelectual insobornable.
En fin… una
anécdota de aldea en las arenas poéticas de
finales de los ochenta. ¿Acaso no se hablaba
entonces de la “revolución productiva”?
|
9 — “Explosión de afectividad”
es el título de una crítica bibliográfica de
Daniel García Helder a propósito de
“El relumbrón de la
claraboya”;
“Íntimo y retrospectivo” es el de otra firmada
por Mónica Sifrim respecto de
“Yo escribía un
poemita”.
LB —
Ambas críticas
aparecieron en el suplemento “Cultura y Nación”
del diario “Clarín”.
La de Sifrim es de 1989 y la de García Helder,
de 1990. La primera de ellas, sobre
“Yo escribía un
poemita”,
fue una reseña que intentaba explorar, desde una
lectura perspicaz, algunos tópicos puestos en
juego en mi poema épico-paródico sobre la
infancia: la escritura, el deseo, la sexualidad,
la cultura, la educación, la ley del padre, el
parricidio... Un poema de iniciación y
educación, educación sentimental en el sentido
flauberteano…
Con respecto a la
reseña de Helder sobre
“El relumbrón de la
claraboya”,
mi libro de mayor complejidad, y tal vez más
ambicioso, se advierte una perspectiva algo
limitada o sesgada por los mismos presupuestos
desde los cuales, como ya he observado, fui
leído por el “Diario de Poesía”. Helder, cabe
recordar, era uno de sus redactores. Hay un
programa, pongamos por caso (el que sigue esta
lectura y también la que se había insinuado
contemporáneamente en el “Diario…”), que dice
más o menos lo siguiente: “vamos a leer este
libro,
“El relumbrón de la
claraboya”,
desde los postulados teóricos o pseudo-teóricos
de Ezra Pound o de Eliot y su “correlato
objetivo”. Ahora bien, lo más probable es que me
encuentre en dificultades. Un texto barroco es
inconcebible desde las recetas del “imaginismo”,
como más tarde lo será también desde el
“objetivismo” de un William Carlos William, Carl
Rakosi o Louis
Zukofsky.
Por consiguiente, no logra pasar la prueba…
¿Quién? ¿El texto o la torpeza dogmática de su
lectura? Es absurdo pretender legislar sobre
estos asuntos: qué es poesía y qué no lo es.
No me resulta
interesante hablar sobre las críticas a mis
libros: en general han sido halagüeñas (perdón
por la palabra). Sí, en cambio, me parece
importante reflexionar acerca de ese lugar entre
curioso y confuso que caracteriza a la crítica
de poesía ejercida, como fue el caso y suele
serlo, por los mismos poetas. El riesgo de la
crítica de poesía hecha por poetas es que
tienda, más o menos solapadamente, a postular
que poesía es aquello o algo muy parecido a lo
que ellos escriben. Creo no estar diciendo nada
nuevo. De todos modos, los escritores estamos
para escribir al margen de las lecturas de las
que nuestros textos son objeto, al margen de
esas influencias, de las aprobaciones o
desaprobaciones de la crítica. No podemos ni
debemos ocuparnos de aquello que un comentarista
dice acerca de nuestros textos, porque
estaríamos ejerciendo una meta crítica, una
crítica de la crítica. Y ese no es nuestro
trabajo. No nos pagan por ello. A los críticos
sí, o debieran hacerlo. Ahora, no hay que ser
ingenuo, y tener la capacidad de discernir desde
dónde un crítico lee un texto, cuál es su
paradigma, su recorte, dónde hace foco, en qué
lugar pretende situar el texto o al autor,
dentro de qué genealogía lo ubica y dónde
procura situarse él.
Es importante
que nuestros libros sean leídos por la crítica,
pero tengamos bien en claro que la crítica
siempre está leyendo desde un lugar preciso,
determinado. Personalmente creo que el crítico
debe establecer un vínculo con el texto estrecho
y distante, pero apasionado, ejercer una pasión
a distancia. No concibo que se despilfarre un
espacio de lectura con un libro sobre el cual no
tengo más que decir que una sarta de retóricas
descalificaciones, no me parece que surja un
texto crítico serio, responsable o de algún
valor siquiera literario de la lectura de un
libro que no me movió un pelo. Claro, puedo
enfrentarme a un texto y hablar más de mis
presupuestos sobre ese texto que del texto en
sí, más de lo que ese texto debiera o le
convendría ser que de lo que es.
Enrique
Pezzoni alguna vez dijo en una de sus exquisitas
clases de “Teoría y análisis literario”, algo
así como que él hacía crítica a partir de un
texto cuya lectura le suscitara goce. Y esto,
ostensiblemente, se advierte en sus lecturas de
Borges, Vallejo, Alberto Girri, Pizarnik,
Silvina Ocampo, Felisberto Hernández, Octavio
Paz, Henry James y tantos otros autores de su
devoción. Este vínculo amoroso que el crítico
propone con su objeto, es el mismo que el lector
probablemente vaya luego a entablar con ese
nuevo texto en que se constituye toda lectura
crítica. No se puede hablar de lo que no se
quiere, a no ser que se digan cosas muy
contrarias al querer. Es así. Y esto pasa tanto
en la literatura como en la vida.
|
|
10 —
¿Qué papel dirías que juega la fabulación en tu manera de afrontar una
novela? ¿Qué tipo de lector procuran ellas?...
LB —
Yo hablaría de “ficcionalización”. “Fabulación”
es un término un tanto equívoco y problemático,
menos apropiado por su pertenencia a las jergas
psicológica y psiquiátrica. De todas formas,
mientras pienso sobre este asunto de poner en
marcha un texto narrativo, creo me sienta mejor
o más cómodo para dar rienda suelta a esta
reflexión de entrecasa, desembarazarme incluso
de esta palabrita lo bastante trillada que es
“ficción”, con sus variantes al uso:
“ficcionalizar”, “ficcionalización”, etcétera,
para hablar mejor de un proceso constructivo que
el discurso en su expansión da cuenta. Este
despliegue de materia narrativa permite el
pasaje del campo referencial al puramente
lingüístico. Fuera de esta lógica toda
intervención del autor da lugar a un forzamiento
necesario para que sus marcas encaucen, de algún
modo, el discurrir del texto, según eso que hace
que una novela posea un registro, en el sentido
estrictamente vocal del término: timbre, caudal
de voz, volumen. Tal metáfora sería comparable
con aquello que damos en llamar estilo.
Lo grotesco, la
carnavalización en
“Los excomulgados”,
como otros aspectos que aparecen en mis novelas
inéditas, en
“Élitros”,
por ejemplo, lo que llamaría “delirio gótico”.
Una exacerbada melancolía sarcástica en
“Entrañas argentinas”.
Y ese oscuro absurdo becketteano, tras las
huellas de un texto como
“Molloy”,
en
“La enfermedad”.
En cualquier caso, hay un forzamiento que opera
contra el imperativo realista, que estaría
excediendo por momentos los márgenes de la
verosimilitud, es un tono hiperbólico,
barroquizante, o el desvío, lo digresivo siempre
presente como una dilatación o dilación, una
descongestión de las tensiones de algunas
intrigas, algunos clímax que piden aire o
remanso.
Hay una
materia marcadamente literaria en mis novelas
que, sin embargo, no requieren de un lector
especializado, competente para su asimilación.
Sí, creo, que mis novelas, por lo que acabo de
decir, más su sentido decididamente paródico,
porque apelan a otros saberes, a la ironía, a la
elisión, al sobreentendido y porque además
tienden a mostrar el revés del guante de la
verdad, la moral y otros disfraces e
hipocresías, modelan o construyen un lector no
sólo perspicaz sino libre de todo prejuicio,
incluso de aquellos pertinentes a cómo se
concibe o debe concebirse una novela.
Los elementos
de la realidad tienen un peso importante en toda
ficción. Ese pasaje de un plano a otro no es
fácil de percibirlo ni de explicar de qué manera
y en qué momento se realiza, cuál es su
mecánica, si la hay, cuál, su lógica, su ley y
cómo y desde dónde participa de ese pasaje el
sujeto escritor. Sí podría afirmar que mis
novelas no partieron, o no tomaron un dato
preciso de la realidad, de la realidad empírica
de la que yo participo, entre otros tantos
aspectos, como escritor. Soy un observador
ocasional, atento a veces, distraído otras,
compulsivo excepcionalmente. No soy un
observador obsesivo ni relativamente constante y
metódico. Mi mirada de las cosas no es la del
cronista. No recorto un fragmento de la realidad
para construir una ficción, no tomo notas ni
busco contar historias para las que necesite
documentarme. No requiero de ni creo en esas
apoyaturas, al menos no para mi escritura, para
mi idea de escritura novelística. Quizás el
lector que mis novelas se procuran no sea muy
distinto de aquel que se procuran mis libros de
poesía, no porque mis novelas estén constituidas
por una cuantiosa masa de prosa poética, en
absoluto, son todas proyectos narrativos con una
historia, intrigas, personajes, diálogos: en ese
sentido bastante clásicas o canónicas y el
lenguaje, aunque renuncia a una austeridad
cercana a la indigencia del mal émulo
hemingwayneano, también, a la joyesca
suntuosidad lezameana.
|
|
11 — Definió así a
“la comedia” Martin Opitz von Borerfeld
(1597-1639):
“Mala gente y malas
cosas, reuniones de borrachos, de jugadores, las
estafas y engaños, los criados descarados, los
caballeros matones, las intrigas, la
indiscreción juvenil, la ancianidad tacaña, la
alcahuetería, y todo lo que a esto se parece,
como ocurre a diario entre gente común.”
¿Qué te promueve recorrer estas líneas?
LB —
Dos milenios antes de
Martin Opitz, en los apogeos de la Antigua
Comedia Ática, Aristófanes ya había definido en
sus obras los caracteres universales del género.
Poco después Aristóteles en su
“Poética”
apunta, entre otras de las distinciones entre
tragedia y comedia,
“que esta quiere
imitar a personas peores que las de ahora, y
aquella en cambio a mejores”.
A partir de este elemental concepto clásico las
cosas no han cambiado demasiado, es decir, la
comedia, a lo largo de los siglos, ha tendido a
pintar a los hombres peores de lo que son.
Hacia el
renacimiento, y con orígenes en el medioevo, la
Commedia dell’Arte, quizás la expresión más
popular de teatro de la que se haya tenido
conocimiento, muestra, en una de sus temáticas
típicas, el antagonismo entre el campesino
(palurdo) y el hombre de ciudad (pícaro). Aquí
vemos a la burguesía ridiculizando al labriego,
al tosco infeliz de una clase en vías de
extinción. La Commedia dell’Arte hace su aporte
al drama con su pintoresca galería de rufianes y
pícaros tan entrañables como Arlequín,
Colombina, Brighella, Pierrot, Polichinel, cuyos
lugares en la escala de valores éticos o morales
no difieren de los que ocupan los caracteres que
más tarde describiría Opitz.
La comedia,
como se sabe, tuvo origen en los primitivos
cultos a la fertilidad, en honor del dios
Dioniso. El carnaval quizás sea lo más parecido
a aquellas antiguas fiestas rituales que hayamos
conocido. En ellas se daba rienda suelta a todo
desenfreno regado por abundante vino. En el
marco de esos festejos populares tenía lugar la
comedia, una representación para la diversión y
la risa en la que todo sujeto, cuanto más
distinguido mejor: político, filósofo,
aristócrata o poeta, terminaba siendo objeto de
burla. En oposición a la tragedia la comedia
representaba historias con final feliz. Era un
género derivado del ditirambo y estaba asociado
a los dramas satíricos y al mimo.
Desde aquellos
orígenes dionisíaco-aristofánicos el héroe
(antihéroe) de la comedia ha estado signado por
estos caracteres que bien describe Opitz (poeta
alemán laureado por el emperador Fernando II de
Habsburgo), y
cuyos vicios deben finalmente recibir el castigo
aleccionador del ridículo. Esta concepción
didáctica y correctiva para estos transgresores
de la ley del aristócrata (cercana al héroe
trágico) muestra el profundo sentido político
que tiene la comedia. Sus personajes, propensos
a alterar el orden moral a través del cual el
hombre y toda una comunidad pueden ejercer
control y vigilancia de sí mismos bajo el patrón
de un puñado de virtudes, reciben oportunamente
la humillación de la condena estigmatizante
encarnada en la burla pública.
Reivindico la
comedia como el lugar de la risa, la parodia, el
carnaval, el cuerpo, la procacidad, el chiste,
la réplica, el retruécano, la transgresión, la
política, lo popular, lo vulgar, lo sensual, lo
festivo, lo comunitario, lo vital, el exabrupto,
la sexualidad, lo grueso y grosero. En
definitiva, pienso la comedia como el drama de
la gente común, la forma en que la gente común
representa en la vida, en el teatro de la vida,
el sentido trágico de su existencia, que es
también político, en tanto pertenencia de clase
o social.
|
Luis Bacigalupo
Foto de
Daniel Grad |
|
|
Luis Bacigalupo selecciona poemas de su autoría
para acompañar esta entrevista:
|
|
LA LIBACIÓN
Y LOS OFICIOS
Precisamente altivo había ido
a oír misa.
Descansaba
mi pueblo según la siesta lo quería.
Lateral y
supino,
sin otra
recompensa que el cuerpo de la virgen
de regreso
del cepo y de la pira.
La libré
del mal
cuando en
blando mal dormía
como
cordero que en pradera pace y se tiende
boca
arriba.
En víspera
del séptimo día
doblaron
las campanas
y ardió el
cirio envuelto en ancho resplandor.
De los
sepulcros se alzaron los muertos,
bien
dispuestos.
Anhelaban
beber la sangre de la herida
vertiente
de la vida.
Y era
fatigosa la imprecisión de esa fatiga
y codiciada
cuando su
sangre me anegó.
Harto y uno
volví donde moraba sin morada.
Mi pueblo
descansaba en paz.
(“Mixtión”,
2014)
|
|
|
EL GRIFO
Me fui
o quise
hacerlo y no supe
el agua
caía del grifo gota a gota
tinc tinc
replicaba la chapa acanalada
era un
viento que luego soplaría con furia
el que
golpeó tu espalda
yo solo si
había atinado a golpear tu puerta
pero ya era
tarde
te habías
ido
o habías
querido hacerlo y no supiste cómo
o no
pudiste
el silencio
silbaba una melodía inaudita
era
maravilloso esperar el sol en la esquina
podía
detenerse allí junto a nosotros
y decirnos
sus cosas por un rato
sabíamos
que no se demoraría en proseguir
su camino
al cementerio
nos daba su
calor y eso era todo
como estas
gotas que no dejan de caer del grifo
y a su modo
nos dan también su música inaudita
y mientras
sigan cayendo
la chapa
tendrá algo que decir
siempre lo
mismo
volveremos
a la estación donde no debimos descender
volveremos
a subir al tren que nunca debió detenerse
y algunos
pájaros dicen sus cosas todavía
en otra
lengua que el tinc tinc de la chapa ignora
sus cosas
son y no son las mismas que nos importan
mientras
oímos caer una gota y otra y otra más
del grifo
incesante
mañana el
sol se detendrá en la esquina
o seguirá
su camino directo al cementerio
las nubes
dirán…
¿qué dicen
las nubes cuando dicen algo acerca
de esas
cosas que les importa?
el día es
una mano que se agita
un adiós
dicho antes y después de la lengua
en esta
esquina
en este día
estamos aún esperando
¿seguimos
juntos todavía, todavía?
golpeé tu
puerta y ya no estabas
alguien tal
vez debió de golpear la mía
toc toc
siempre la
misma manera
¿cómo no
vamos a saber de qué se trata?
¿cómo no
vamos a terminar nunca de entender?
esta
estupidez, esta necedad decís
esta
necedad, esta hipocresía digo
esta
hipocondría decís
y entonces
empezamos a
entender de qué se trata.
(inédito)
|
|
EL LAGO
El silencio es
elocuencia incesante
Ramana Maharshi
Se
ha visto una cicatriz en la abertura
en su
orificio falto de boca a lo largo del lago
a lo ancho
en su reflejo más demorado
relente de
una hora maniatada
que no
llega a expandirse con el rayo
del
perfecto idiota
que no
llega
con la
garganta en cabestrillo
postrada la
nuez en un decir adánico
aunque
yermo como un lunes mal despierto
y cruzado,
con dios y con el mundo,
con la
sarna de no aguantar calmosamente
la monodia
de una hermana ínclita
de
anonimato y verdad
ayer no más
siendo hoy
un día menos
nos
habíamos dejado morir al alba
tras hablar
de sus reluctancias
y su luz
negra a lo ancho
del lago
ahora lacio
como una
mentira de remota intensidad
o una
enfermedad contraída en las orillas
donde es
mejor desovar que extraviar la lengua
o
enfermarla de vislumbres no dichos
en tanto
locuaz cabrillea el lago
su silencio
más escandaloso
y más
socavado se
hace.
(inédito)
|
|
AGONÍA
El cielo se
desentiende de nuestros asuntos
un poco de
lluvia y el aire huele de otro modo
esos niños
están viendo a sus hijos nacer.
Han dejado
de ser pequeños los niños nacidos de la infancia
y en estas
horas de lluvia
otro animal
ha iniciado su agonía.
Por mucho,
el sufrimiento no llega a las nubes
y aunque
permanezcan bajas
todo ha de
alcanzar la lejanía
porque el
cielo nunca ha puesto interés
en los
negocios de aquí.
Antes de
que la lluvia las toque
estas
mercancías habrán de ser polvo
mañana
será el
mismo día
es cuestión
de horas.
(inédito)
|
|
SENSACIÓN
DE MUNDO
En la
sensación de este mundo, está el mundo.
En el dolor
de las piedras, la humanidad.
No puedo
existir hoy sino en la presunción
de una
tristeza unánime.
Y
multiplicarme
en la
mentira que encierra toda verdad.
Bajo el sol
se disuelve el amor y sus vínculos
se afianzan
bajo la lluvia.
Es movido
por el viento, el viento.
Y el fuego
vive en el fuego y recibe su calor.
Nada en
verdad es cierto
cuando
hablamos en nombre de la verdad.
Hoy las
raíces del jazmín han muerto
pero sus
dos únicas flores permanecen intactas.
Esa hoja,
ese brote aspiran y no aspiran a vivir
a no morir.
Porque nada
de lo que ha de ser importa
ni nada
importa lo que es.
Lo que ha
sido no es más que aquello
que no ha
de venir.
Es
consolador saberlo
mientras el
fuego viva en el fuego
de este instante.
(inédito)
|
|
LA URNA
El fuego se
enzarza en el hueso más largo de esta vida
bajo un
rumor que habla de una remisión al polvo.
Rumor de
ardor de un pensamiento que no cesa
de
enzarzarse en la espina de su repetición.
Un bordado
medular de la lengua
en el
teatrito de los quebrados
al saltar
una intencionalidad
forzada a
plegarse
en las
asperezas de una presunción.
Esa
ortopedia mental asiste
en su
inclemencia
a un tiempo
que arde y se enzarza
en la urna
cineraria
rota.
De allí
surge.
Y de allí
escapa.
(inédito)
|
|
Entrevista realizada a través del correo
electrónico: en la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires,
Luis Bacigalupo y
Rolando Revagliatti, julio 2016.
http://www.revagliatti.com.ar/010808_bacigalupo.html
|
|
|
|