Santiago Montobbio nació en Barcelona en 1966,
es decir, veinte años después de nacer yo; así
que lo miro desde esa distancia horizontal. La
primera vez que tuve noticia de él, fue en
Brasil, en la revista literaria Letraefel, de la
doctora y profesora Renata Bomfim; donde
publicábamos los dos, uno a continuación del
otro, por iniciativa de una amiga común, la
profesora, escritora, poeta e hispanista Ester
Abreu. Lo suyo, poemas; lo mío, prosa poética.
En la revista de la Academia Espirito-santense
de Letras, también en Brasil, volvieron a
encontrarse nuestros trabajos.
Tres años después lo conocí en persona. Sucedió,
recientemente, en Madrid; donde él presentaba en
esos días sus libros. Al encuentro, propiciado
por Ester, llevaba yo mi libro suma de cuatro
poemarios y una novela, desarrollada en
Extremadura pero de ambiente catalán. La joven
que lo acompañaba, nos hizo una foto con los
libros cruzados, testimonio que debíamos a Ester
Abreu por el empeño puesto en unirnos en algún
lugar de Madrid o Barcelona. Lo primero que
descubrí fue un hombre sencillo, un buen hombre;
no, mejor aún, un hombre bueno. Un poeta que
creía en sus poemas, y se esforzaba lo indecible
para difundirlos. En el Círculo de Bellas Artes
charlamos amistosamente sobre la escritura,
durante el tiempo que el próximo acto poético le
permitía; y salimos a la calle de Alcalá
conociéndonos de toda la vida.
Por correo recibí, días después, tres gruesos
volúmenes que completaban la tetralogía de su
regreso poético. “Brasil, sístoles y diástoles”,
libro bilingüe en portugués y castellano de
poemas y relatos, recién dado a la estampa, fue
mi regalo enviado. Nos habíamos intercambiado lo
fundamental de nuestras respectivas obras.
En la nota a la edición de los nuevos poemas,
escritos veinte años después de publicar con
éxito el primer poemario, muestra Santiago su
sencillez personal, el decir sincero. Cuenta la
manera en que empezaron a fluir los poemas,
crecientes en número, en los primeros momentos
de la resurrección creativa: hasta medio
centenar en un solo día. Se debe destacar que
los libros han sido publicados, tras alguna
lectura, tal como fueron escritos, sin necesidad
de enmienda. También, que fueron publicados en
el orden en que nacieron; de modo que al leerlos
paseamos con Santiago por Vía Augusta o la
Diagonal, nos paramos ante un banco de la calle,
nos apoyamos o vemos apoyarse a Santiago en un
árbol, o en el libro que lee en la sala de
espera del médico. Le vemos concentrarse y
escribir como si escribiera al dictado, como si
sacara monedas de una hucha vuelta del revés,
receptáculo que había ido llenando en esos
muchos años de silencio poético.
Al esperar de los lectores nuestra opinión sobre
su poesía, consciente Santiago de que no es él
la persona indicada para interpretarse, por
formar parte del poema y no querer ser juez y
parte; al pedirnos la opinión nos está pidiendo
noticia del efecto causado, la consecuencia de
su poesía en nosotros. Y no es por egoísmo sino
como información para saberse, para conocerse,
para estar seguro de si lo que hace está bien o
debe mejorar. En el fondo, lo entiendo así en
esos primeros poemas, busca su transcendencia en
el decir, no solo en lo dicho. Es el poema un
síntoma, una señal, un indicio; además de un
fluido que escapa. Es hálito vital y respiro a
un tiempo, es soplo y resuello para Santiago el
poema, cuando el autor se confiesa en esos
papeles sencillos que reciben los versos en
cualquier instante, día o noche. Es lava
sulfurosa a veces el poema, a veces es sueño o
despertar inocente.
Y si sucediera que Montobbio solo ha escrito un
poema de cuatro volúmenes gruesos…
Pero no, no es eso: el poeta es el niño que se
desliza por el tobogán, triste porque el
descenso acaba; y es el tobogán que siente no
poder alargar su inclinación. El dolor, como el
poema, es presagio, es reflejo, es prueba que
evidencia una existencia incierta o insegura. El
dolor está en el no estar, en el no llegar, en
el no alcanzar; y en última instancia en el
temor a no ser. Llenar los días con los días
produce sosiego pero, también, desasosiego;
porque, ¿cuántos días quedan para llenar los
días restantes? El poema es flecha que lleva el
dolor lejos, arrancándolo del corazón, que es
arco. Oh, la metáfora de la vida en Santiago…,
que bella metáfora, llena, a su vez, de vida.
Tomando formas diversas, bailando en la
calistenia de las mariposas, la metáfora de la
vida se produce, se reproduce y se alimenta de
ese yo poético, que salta y se yergue inseguro
en el brusco despertar de los sueños
inconclusos. El dolor para Montobbio es
antídoto, revulsivo que defiende del roce
continuo del tiempo, y del temor a que el tiempo
deje de fluir suavemente, infiel a su compromiso
de eternidad.
Los cuatro tomos de la colección El Bardo de
Poesía, numerados 30,36 39 y 40, escritos por
Santiago Montobbio, se diferencian, más que por
el grosor, por el color de la cubierta. Son
colores planos, serios, resistentes. Las letras
de título, autor y editorial, todas ellas
mayúsculas, forman bloque en rectángulo
vertical. En blanco el título central. Aparentan
solidez, pero, también, hermetismo. Es como si
se ocultara el contenido hasta la lectura. Es
como si la lectura de esos poemas fuera un acto
subrepticio. Y es posible que lo sea en el
concreto caso de los versos de Santiago:
intimidad violada la lectura: esa es, con
frecuencia, la impresión que tengo al leerlos.
Retrato en gris: blanco y negro, mezclados.
Búsqueda de la aguja en el pajar, sabiendo que
la aguja, una vez encontrada, resulta ser de
oro, y entrecruza hilos de oro sujetando las
letras en las palabras, las palabras a los
versos, los versos a las estrofas y las estrofas
a los poemas, versos primero y último, resquicio
y cerrojo. Gris dominante de la amanecida; sus
versos son rayos de sol dispersos sobre la
colcha nocturna. En el fondo de la cueva, hay
una fiera herida por colmillos desconocidos.
Osadía de la timidez que se sabe capaz de morder
la propia soledad hasta convertirla en el otro.
El otro es uno múltiple en
los versos de Montobbio. Y si el otro fuera
un lugar esquivo…, pero no: silente, respira
para hacer notar su presencia indefinida. No
obstante, ese lugar esquivo existe, se agita
buscando el espacio preciso para anidar, cual
ave que sabe llegado el momento de incubar la
postura. Ida y vuelta en una misma trayectoria:
cansancio y deseo de seguir hacia una nada que
se confunde con el todo, dos lados, acaso, de
una misma moneda reiteradamente acuñada.
La biografía de Montobbio, parece estar escrita
en hexámetros deconstruidos intencionadamente:
posterior sencillez de lo cotidiano,
simplicidad
del complejo día a día, vista desde el hoy
tolerante con lo antiguo. Nos presenta Santiago
a la madre, al padre, a la hermana; nos dice sus
diálogos, nos dibuja sus espacios; y todo ello
casi sin palabras. Un amor también deja
vislumbrar en el otro. Una amiga, y algunas
personas más, que parecen personajes de Las
señoritas de Avignon, pintadas por Picasso.
Quizá Carmelita, quizá no. Una amiga de la
hermana que pone al poeta con los pies en el
suelo. La simplicidad del relato que Santiago
Montobbio hace de su vida, me trae a la memoria
los poemas de mi amigo, enorme poeta boliviano,
Gabriel Chávez Casazola, algunos de cuyos poemas
llevé al portugués. Herida y silencio, palabra y
humildad, espada que nunca fue desenvainada. El
arte como contrapunto, como tabla de salvación
en el naufragio. El sueño y el ensueño
quitándose y poniéndose las letras comunes o las
diferencias sutiles. Insomnio quizá, en una casa
enorme y en una niñez viva, equilibrada; que se
fue diluyendo en la juventud de los amores, para
convertirse en nostalgia intangible tiempo
después, mucho tiempo después. Lluvia interior y
tierra fértil donde arraigan, crecen, florecen y
fructifican los poemas.
Cuando los poemas se encarnan y toman cuerpo, se
puede hablar de la forma. Porcelana de Sèvres,
ánforas griegas recuperadas de un naufragio,
cúmulos y nimbos antropomórficos. La naturalidad
los convierte a mi vista en aquellos utensilios
de cocina, arcilla cocida en horno de leña, que
el alfarero exponía para la venta en el Callejón
de Castaño de Valdepero. Un ritmo suave de
cantiga, un decir pausado de quien habla de lo
suyo con amor ya sedimentado. Versos cortados,
no con la tijera inaugural, sino con el rasgado
lento de la madre que coloca un apósito sobre la
herida recién abierta del hijo. El tamaño del
poema no es cosa del albur, si no de la
intensidad. La intensidad hace de los poemas
breves, poemas penetrantes. Y es cosa de la
premura, convirtiéndolos en poemas urgentes.
Bajo la apariencia de primer verso, los títulos
de los poemas son declaración de intenciones,
promesas; también asomos, vislumbres, ayudas,
resumen del contenido. Los últimos son
ciertamente concluyentes, punto final y firma. Y
en el centro hay cangilones de noria, que van
trasegando el agua surgida en el manantial hasta
las acequias de riego.
El alpinista triunfante respondió, cuando le
preguntaron la razón de escalar ese pico tan
alto: “Subí, porque me parecía inaccesible”. Esa
es una de las razones, que me impulsaron a
indagar en los versos cuantiosos de Santiago
Montobbio.
PSdeJ El Escorial a 8 de Julio de 2016
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