EDNA POZZI
El escritor y sus libros
Cada tanto, alguien viene y pregunta por mis libros, por mis autores preferidos, alguien trata de separar la literatura de la vida o descubrir en mis textos aquellos miles de voces y de rostros que suponen están poblando ese universo desvalido y efímero en el que me muevo, aun absorta y asustada de que alguien, cualquiera, pueda atreverse con esa madeja, con esos hilos secretos que tal vez no conduzcan a nada, sólo sean el inicio de otra madeja que esconde algunas de esas terribles certezas con las que es preferible no toparse, la vanidad o la vacuidad de toda acción que procure edificar una vida de reemplazo.


Generalmente eludo las preguntas, hablo de difusos autores que ninguno conoce, invento citas que atribuyo a maestros preclaros de cuya palabra nadie duda y así voy atravesando esa bruma, esa distancia que me sujeta a ese ámbito sagrado donde todo libro ha sido a la vez un peligro y una revelación. Una gloria y una caída.

Como casi todos los de mi generación, yo he leído demasiado y mal y hubo un instante, un parpadeo de la eternidad, un momento grácil e inasible, en que esa pesada carga fue
delineándose en un contorno apresable, el momento en que decidí alinear las palabras y salir a la busca de un lector abstracto, aquel que podía vivir a la vuelta de la esquina y para quien yo hilaba trabajosamente esas letras, esa suma de resplandores y heridas, esa intemperie acechante, ese lanzarse al bien con todas las potencias del espíritu y sin flaqueza corporal como enseña Teresa de Ávila.

Pero antes está la memoria, la memoria que divide y pulveriza y mezcla la realidad y el sueño y después elige sus gemas brillantes, sus miguitas de pan para marcar el rastro que permita el regreso al hogar común.

Cuando yo tenía doce o trece años, época en que comencé a escribir algunos versos horrendos que por suerte no me sobrevivirán, solía caminar por mi pueblo con un libro en la mano. Me dejaba apresar por las calles generalmente melancólicas pisando las hojas de los plátanos y siempre era atardecer y siempre era verano y siempre era sur como en el tango "íbamos tornados de la mano bajo un cielo de verano - soñando en vano", una tristeza quieta se desplegaba al llegar a los arrabales, los canteros con calas y malvones, el arroyo sucio y gente morena, como yo, detenida en la puerta de sus casas humildes, tomando mate, mirando pasar la vida.

El libro me diferenciaba y me excluía del paisaje, como una segregación ácida, eran las fuerzas de lo extraño, el otro paisaje ignoto que debía descubrir. Detrás de los tapiales con retamas, suponía la existencia de un pueblo secreto que crecía bajo las vías del ferrocarril, un pueblo con su iglesia y su cementerio. "Aquí duerme la noche de mi madre - con sus huesos de mariposa - y sus altos cipreses de tisis y de espanto - y también Alejandro - hacedor de cebollas milagrosas - viudo notable de una dinastía - de gente de luto y de cenizas - con las manos llenas de harina - y de pájaros sueltos" y su
lujosa biblioteca de altas estanterías de cedro, donde era posible introducirse por otro embudo violento, una succión del paisaje, un enfrentamiento con ese otro universo oscuro y deseado que siempre estaba más allá, siempre era la promesa de un grito que rompiera la opacidad, que astillara el tedio, que hiciera visible la realidad, verificable las astucias de la sombra.

Pregunto. He sido yo quién ha caminado por las calles de este pueblo con un libro de Paul Valery que hablaba de un cementerio marino que crecía bajo las aguas surcadas por barcos que semejaban palomas donde los ahogados discurrían en una eternidad de algas y peces sombríos, donde los muertos resplandecían y se oía un cántico, un jadeo, una permanencia de lo absoluto. Cómo y por qué asocio este Valery "ce toit tranquille oú marchent des colombes" que leía en el mal francés aprendido de una tía, con aquel otro paisaje inconmovible del pueblo dormido a la vera de un arroyo, que cada tarde se volvía del mismo color de los plátanos en otoño, como si le hubieran traspasado su condición vegetal, sus lenguajes secretos, sus fastos melancólicos.

Pensaba que había que hacer para unir esos extremos, la nostalgia del mar y de la terrible historia que yacía en sus profundidades, con esa otra extensión desolada donde sólo parecía transcurrir el polvo y el tedio de los días, los muertos borrados por el olvido que ya nada significaban, que cada vez eran más empujados hacia lo hondo, obligados a permanecer en la ignominia del olvido. Todos los libros hablaban de un reino apenas entrevisto a través de una fisura de la oscuridad, todas las palabras ajenas estaban llenas de esplendor y de brillos.

No sé qué versos podrían escribirse con los tristes nombres de esa lengua opaca, con las flores del suburbio, dócilmente enredadas en su destino de jarrones caseros, las calas, los malvones, los siete clavos de Cristo, los jacintos, la espuela de caballero, las dalias, las madreselvas, las retamas y las invariables violetas que se escondían entre los yuyos, cuando otros hablaban de la rosa profunda, las hojas de espliego y de acanto, las prímulas salvajes, las azaleas, todas palabras que ronroneaban al pronunciarse, como si alentaran entre paredes sedosas, cayendo en los versos con su fragilidad de espuma, con sus líneas rectas, sus perfumes linajudos, su esplendor vegetal.

Llegaba hasta la Biblioteca Pública y me sumergía en esos paraísos vedados, en ese extraño recinto de la música, en esa historia de pueblos muertos, en esa lengua de guerreros, de conquistadores, de poetas, de mercaderes, de doctores, de santos, de seres que convivían con las palabras y las alzaban en varas florecidas, pasaba mis manos por el canto dorado de los libros, el mundo hermético que me cercaba comenzaba a abrirse en brechas por donde la vida pasaba.

Me echaban apagando las luces, yo me resistía, era como clausurar la posibilidad de escape, de salida hacia un mundo de lujuria vegetal, de sonidos esplendentes, de torres alzadas y regresaba a la inmovilidad, la triste muchacha sin voces pisando las hojas de los plátanos. Muchas veces, al Ilegar a un pueblo o una ciudad extraña, he visto al pasar
con el auto el frente de una biblioteca popular y no he querido detenerme.

Entrar significaba perder la vida, desechar los amigos que me esperaban con sonrisas y vino, caminar por otras calles que se asomaban a un río o trepaban a una montaña, escuchar las historias de los locos del pueblo, pasearme entre mujeres dulces que siempre eran más plenas, más densas que el paisaje que las rodeaba.

Estos dos mundos enfrentados y paralelos han herido mi escritura, dejándome en el medio, olvidada, como esos fantasmas polvorientos que aún recorren las calles de un pueblo que hace años ha muerto, porque yo también he llegado a una estación vacía, he preguntado por los trenes y por los mendigos que cargaban bolsas de pan duro y por el
almacén de ramos generales y por la inscripción en una tumba olvidada que decía, "murió de un extraño morbo a la edad de cinco años" y me han respondido que todos, hombres y cosas, habían desaparecido y he visto las señales quebradas y las vías de hierro invadidas por los yuyales.

De estas caídas y de estas resurrecciones nos vamos haciendo, hasta que descubrimos esos hilos duros y brillantes que unen el pasado con el presente y estalla en lo que está por suceder, ese misterio gozoso de ser un tiempo inmutable y a la vez el espectador de la propia ruina, de la caída en lo fragmentario, de la dispersión definitiva. Quién puede quitarme, pregunto, esas imágenes de libros arrojados a una hoguera, ese frío estupor con que a los doce años vi quemar los libros prohibidos de la biblioteca de un familiar mío.

Los libros peligrosos que ya había leído, para espanto y fastidio de los depredadores "El Capital", "La propiedad es un robo" el "Manifiesto comunista", Marx y Hegel enfrentados a la vida de los santos, Tertuliano, Cipriano, Ambrosio, porque todo sucedía en un mismo tiempo cerrado, el martirio de los santos, vírgenes y confesores y la palabra de los que se oponían al orden establecido y resquebrajaban los sistemas, las normas, los procedimientos, introducían sus cuchillos brillantes en el plácido orden
familiar.

Pregunto como podría hacer ahora una separación entre los libros que cantaron en mi oído y aquellos otros que me precipitaron en la duda, en la incertidumbre o aquellos otros que hablaban de la fatuidad y la vanidad de todo conocimiento. De alguna forma secreta todos ellos cayeron en la escritura, fueron significantes cuando ya escribir me resultó una tares ineludible, cuando descubrí que yo podría integrar esas voces perdidas, arrojar el pasado en las basuras del presente, ajustarme a la maravilla y a la deshonra, hablar en el desierto y callar to que nunca debe ser pronunciado

Cuando visité Ávila, fui hasta el convento de la Encarnación, donde Teresa de Jesús solía escribir. Me impresionó el recinto frío, la nieve que golpeaba la estrecha ventana, el alto cirio que apenas alumbraba la mano de la escritora y los folios amarillentos. Recuerdo la desnudez de la estancia, el despojo y acostumbrada como estaba a pensar que todos los escritores trabajaban rodeados de libros amados, protectores, alineados en su dulzura secreta o arrojados a un azar de letras prietas, entre lápices, tinteros, cuadernos viejos.

Entonces aún no tenía el propósito de escribir sobre Teresa y apenas conocía su obra. Después supe que era mujer de muy pocas lecturas, novelas de caballería, vidas de santos y obviamente los textos sagrados, aunque sólo en pasajes fragmentarios y en lecturas precipitadas. Me preguntaba cómo pudo construir ese monumento formidable partiendo de tan exigua dote. Muchos años después, en un remate, compré un manuscrito de Teresa, un fragmento de las Constituciones de la Orden y que también por años creí haber perdido en el caos habitual que preside mis lugares de trabajo.

Recién cuando estaba escribiendo sobre ella reparé en ese episodio de su vida, cuando el Inquisidor General Fernando de Valdez, en el año 1559, prohibe la difusión de la Biblia y de todos los libros sagrados en lengua vulgar. Como Teresa no lee ni escribe el latín, acusa el golpe. No obstante, casi coincidentemente con esta noticia, le Ilega la voz de Dios, que atravesando toda la historia de los censores, entre prelados, príncipes, verdugos más supersticiosos que sus propias víctimas, le dice "No tengas pena Teresa. Yo haré de tí un libro vivo". Un libro vivo.

Tal la palabra y la monja que escribía a "vuelo pluma", sobre sus rodillas, balanceada por los carros que la Ilevaban de un pueblo a otro pueblo, de un convento a otro convento, de una posada a otra posada, encarna en si misma la verdad de los Evangelios. Se hace verdad en ella la palabra de Dios. Al escribir sobre este episodio pensaba cómo será ser un libro vivo. Cómo se logra esa unión, esa comunicación, esa esplendente forma de fundirse en el otro y darle vida.

Ella escribía entre los escritores a partir de una experiencia mística inalcanzable, por más que tratara de traducirla usando palabras menguadas, palabra cotidianas y apacibles, tal como si su conversación con ese interlocutor ancho y desmesurado pudiera relatarse con la misma lengua de las doncellas y los mercaderes, la lengua que nombraba las cebollas y las tinajas de vino profundas y hechizadas. Pero nosotros que no podemos ser "un libro vivo", viajamos entre los textos, apresurándonos para rescatar aquella verdad que yace bajo capas y capas de sombría retórica, juntamos palabras propias o ajenas y aún no sabemos si esa trama oscura recogerá un destello de la verdad, un rastro, una señal del Perdido.

Yo traje a Teresa a la América de la conquista a los himnos rituales de los quechuas y de los incas; entrelazé sus palabras con aquellas otras voces que en la América profunda hablaban de una tierra oscura y grave, ofendida por el saqueo y la matanza. La hice hablar entre los verdugos y los sacrificados, entre los que enhebraban jadeítas y se cubrían con cascos de corteza vegetal con penachos de quetzales. Quise saber si sus palabras resistían, si las palabras de sus libros resistían, atravesando 400 años hasta llegar a la orilla de un río ancho como el mar, donde una mujer triste, sin instrucciones previas, se había topado con sus textos y ahora no sabía qué hacer con una tristeza que la sobrepasaba.

"Porque es una flor nuestro cuerpo, da algunas flores y se seca". Eso es lo que he hecho con los libros. Escribo rodeada por esas voces, soy la adolescente nerudiana que repetía "Juan come-frío, hijo de la Turquesa, Juan pies descalzos, hijo de estrella verde, sube a nacer conmigo, hermano" y la de Vallejo y la de Valery y el esplendor de la poesía que me tocaba "ese techo tranquilo que surcan la palomas" y la de los versos de un cuaderno de mi abuela que borroneaba poemas de amor con una letra picuda y mezclaba los títulos con guirnaldas de flores y angelitos.

Soy la que fui y vine del dolor y la dicha sabiendo al fin que "para qué sirven los versos si no es para esa noche en que un puñal amargo nos averigua". Me veo en el valle del Elqui, en Chile, atravesando los altos cerros para descubrir el sitio donde Gabriela Mistral había abierto los ojos, en la claridad de las altas cumbres y sus libros que memorizaba en cada giro sorprendente, en cada estremecimiento de las letras; "si tú me miras, yo me vuelvo hermosa, como la hierba a que bajó el rocío..." y después Pablo de Roka y Chile de pronto, al abrir un libro de un poeta desconocido, descubría una línea, un fulgor, un vidrio oscuro que alguien había limpiado y permitía presentir, más que ver, el rostro dulcísimo y secreto de la poesía.

Y los libros olvidados que fueron quedando abandonados en las estanterías, cubiertos de polvo y de insectos voraces, los libros desdeñables o simplemente superfluos, los libros que ya nunca abriré y todos aquellos que esperan, envueltos en su terco silencio, en todas las casas, en todas las bibliotecas y que nunca leeré, los libros que nadie me alcanzó, aquellos escritos en lenguas extrañas que se evaden de mi codicia y guardan sus secretas fuentes, su posible esplendor, porque también las palabras son alcanzadas por la muerte y hay días en que los pájaros cantan y se niegan a descender al fondo de los libros.

Es por todo esto que me resulta tan difícil responder cuando alguien trata de inquirir acerca de mis libros o autores preferidos, cada elección es un renunciamiento, es
como si uno fuera a ser dividido y abjurara de parte de su vida, renunciara a reconocerse como un ser íntegro aunque caótico y no asumiera ese universo poblado que es el que en definitiva trato de traducir cuando escribo. Además, para escribir es necesario olvidar muchos libros, nadie escribe jaqueado por esos grandes fantasmas que ya han encontrado y registrado la frase precisa, el adjetivo exacto.

Que son capaces de convertir en escoria todo lo que se escribe y de reducir a cenizas textos que no merecieron ser escritos y tampoco leídos. Pero el olvido es sólo aparente, los libros alguna vez volaron, se desprendieron de nuestras manos, no quisieron o no pudieron compartir la impotencia y la desdicha.

Ahora también mis libros, que he dejado en la intemperie para que sobrevivan o sobremueran, me miran desde las estanterías, son demasiados, podrían ser reducidos fácilmente a cuatro o cinco poemas y algún texto en prosa excepcionalmente feliz. Nunca vuelvo sobre ellos, sé que alguno fue escrito en homenaje a un amigo muerto, otro nació del dolor por la injusticia y la opresión.

Alguno intentó abrir caminos en el lenguaje poético, casi todos quisieron conjurar a la muerte y hablar del amor posible y de la ancha casa de los hombres. En casi todos ellos hay una niña perdida que corre tras el rostro final de la inocencia, se pierde en los laberintos del miedo, busca un reparo y está sola en la lluvia y en el frío. Ninguno dice "lo que nunca fue dicho", aquello que los hombres merecen, aquello que vale la pena ser escrito y leído. No obstante, son míos y vienen de otras grandes voces, de las que quizás recogieron hilachas, fragmentos, una tensión para recuperar la vida, para cargarla de significados.

Quiero expresar, para que quede claro, que no todo se reduce a un laborioso montón de palabras, la literatura es algo más que una expresión de refinamiento o en todo caso, si no es más que eso, sencillamente no vale la pena. Hay una mujer o un hombre que está vivo detrás de la obra y por eso la literatura puede cambiar ciertas cosas, un libro puede influir en la vida, en la condición moral, en la actitud frente al mundo, en la conducta. "Yo soy escritor nada más que cuando escribo - El resto del tiempo me pierdo entre la gente". Yo también me he perdido entre la gente, pero más me he perdido entre los libros.

Hubo un tiempo en que me apasionaron los libros lujosamente encuadernados, cualquiera fuera su contenido y me detenía en las vidrieras de las grandes librerías a mirarlos, como si se tratara de extraños objetos inalcanzables; en otros días fueron los ejemplares de las librerías de viejo donde se podían encontrar primeras ediciones, un tratado sobre el amor con las tapas guarnecidas en metal, la historia de una cortesana del siglo XVI, sepultada en una iglesia y otras veces, cuando amigos ricos y cultos me enseñaban sus colecciones y tal vez sus incunables, un deseo de robarlos, de hacerlos míos.

Hoy cuando algún escritor, generalmente son poetas, me alcanza un libro, lo recibo con la misma reverencia y amor. No demoro en su lectura, siento ansiedad por abrir ese universo ancho y ajeno que otros han construido laboriosamente, a veces cruzado por rafagas de talento. Quiero encontrar, lo sé, lo que yo hubiera deseado escribir, quiero que ese "saber" a los que otros llegan tan livianamente y como sin esfuerzo, me revele sus claves secretas, las claves secretas de la escritura.

Hace algunos anos cuando todavía estaba vivo el poeta Alejandro González Gattone, solía venir a Pergamino, para la primavera, coincidiendo siempre con la primavera, un poeta santafecino. Lo visitaba a Alejandro y me visitaba a mí, para vender ejemplares de su nueva obra (no ya sus obras ejemplares) porque cada año el desgraciado escribía un nuevo libro. Por supuesto que le comprábamos entusiasmados el ejemplar anual, que, al igual que los anteriores, llevaba un título ostentoso. Voy a dar algunos de ellos, entre la espeluznante lista de engendros que se le ocurrían a nuestro amigo.

Uno se llamaba "El Panteón de los suspiros" y su tapa estaba ilustrada obviamente por un sepulcro, otro, más lírico, se llamaba "La amada inmortal" y en la tapa o contratapa, no recuerdo bien, había una señorita de malla de lana, rezumando antigüedad, picardía y hasta un poco de tristeza; otro llevaba por título "El banquete celestial" y en la portada había un señor de barba (supongo que Dios) dialogando con el poeta. El contenido correspondía a los títulos; no puedo pensar en sus libros, sin oír, en la distancia, la risa de Alejandro, sin escuchar su voz leyendo esos poemas horrendos, con fingida solemnidad; esos libros eran un tesoro preciado para nosotros, pero entre tantos escritores que llegaban a Pergamino, supo venir Julio Nicolás de Vedia, que también se especializaba en bodrios semejantes; se entusiasmó con el hallazgo; en un alarde de su prodigiosa memoria, retuvo en una tarde un sinfín de poemas, que pensaba recitarle a sus tías de San Isidro, atribuyéndose la autoría de los mismos.

Cuando volvió a Buenos Aires, los libros de nuestro poeta preferido, habían desaparecido de mi biblioteca. Sin la menor preocupación moral, me los había robado. Coincidentemente con estas apariciones primaverales del poeta, salían entonces en el Diario La Opinión, todos los días, unas cuartetas que con insuperable ingenio pergeñaba un comerciante local para anunciar los productos que vendía.

Fue al poco tiempo que Julio murió. Tenía 36 años y ya había escrito una densa obra poética. Me pidieron un texto en su homenaje y entonces escribí, no sobre su obra, sobre el hondo significado de su amistad, sobre el dolor de la pérdida, sino sobre aquel episodio perdido en la memoria. Escribí entonces un texto que titulé. "Sobre bardos cotidianos y primaverales y un homenaje secreto a Julio Nicolás de Vedia". Yo no soy Borges, ni me preocupa el destino final de mi obra, pero si algo quisiera salvar, quizá fuera este texto, salvarlo de la escoria del tiempo, de las cenizas olvido.

Y éstas eran las cosas que quería contarles, algunas tan claras, otras supongo más oscuras y misteriosas, porque estoy con amigos y puedo permitirme hablar desde otra zona azotada por el desconcierto, lacerada por la memoria.

No crean que vanidosamente he venido a hablar de mí misma, de mis esfuerzos y desdichas. Sé que la delicada atención con que ustedes me han seguido, es sólo parte del cariño que siempre me rodea cuando hablo con gente que amo. Gracias entonces.