ANDRÉS GALERA
Naturaleza mítica, jardim utópico

 

Habitualmente empleamos la idea de naturaleza en un difuso contexto general convirtiéndola en un escenario ilimitado materializado en unidades y procesos. Simultáneamente, el concepto resulta de la interacción de sus componentes y representa el espacio donde ellos se sitúan. La naturaleza simboliza una jerarquía omnipotente, todo lo abarca y todo lo puede, es una cosa y la contraria. Lo explica Cicerón con mesura y pedagogía: <<nunca ocurrió lo que no pudo ocurrir, pero si pudo, uno no debe admirarse>> (1). Esta imaginaria realidad constituye una manera de pensar propia del hombre, caracterizada por su valor sistemático. Al aplicarla diferenciamos dos categorías metafísicas: lo artificial, perteneciente al hombre por ser la consecuencia de sus actos; y lo natural, todo lo demás, incluido él por su condición de especie animal. La agrupación establece una diferencia de clase, la correspondiente al género humano, definida por su peculiar y exclusivo desarrollo cultural que le permite manifestar un comportamiento dominante utilizando el conocimiento para controlar el medio. Adaptación tecnológica. Tan particular actuación contraviene la actitud conservadora practicada por las demás especies en el seno de la naturaleza, canalizando su actividad hacia la supervivencia del individuo y del grupo mediante la alimentación y la reproducción. Simple adaptación biológica. La diferencia incluye al ser humano delimitando su estatus natural: el hombre salvaje, en armónica relación con una naturaleza, al mismo tiempo, madre y madrastra –benefactora al proveerle de los recursos que precisa, y malvada por ser la fuente de sus males-, se opone al irreverente hombre civilizado capaz de proyectar el futuro utilizando el saber para componer el mundo a su medida, transformándolo en un mero antropomorfismo de necesidades y deseos. Un tiempo fuimos los elegidos de Dios para el uso y disfrute de los bienes terrenales, más tarde descubrimos la indiferencia divina y aceptamos la orfandad con el firme propósito de reedificar el paraíso a nuestra conveniencia.

El contrapunto a este absolutismo humano consiste en observar la naturaleza como un proceso plural emergente en la relación que los organismos establecen con el medio (2). Aplicando esta interpretación polivalente habrá infinitas modulaciones correspondientes a igual número de especies, o grupos, que habitan la Tierra, modulaciones reguladas por la capacidad de los individuos para generar y transmitir información. Extremando la idea obtendremos una interpretación unilateral compuesta por tantas percepciones de la naturaleza como organismos la conforman, pues su relación es exclusiva. Fórmula individual que manifiesta todo su potencial cuando el colectivo comparte la información generando mem oria histórica, en caso contrario se disipa con la muerte del sujeto. En este escenario interactivo la naturaleza es un concepto centrípeto, gira alrededor de quien lo define y representa. Pero siendo imposible saber lo que piensan los demás contentémonos con mirarnos al espejo.

Para la humanidad, la naturaleza es un colectivo desconocido cuya identidad revelamos sumando pormenores. Los interrogativos qué, cuál, cómo, cuándo, dónde, porqué, pululan en la mente del hombre porque, como cualquier ser vivo, es un descubridor, primero inducido por la necesidad –cuestión de supervivencia–, luego, además, atrapado por la curiosidad y la vanidad; así aparecen los creadores y pensadores (3). El conjunto representa la utopía baconiana (4) de una sociedad construida por y para la ciencia. Un tropel de observadores, anuncia el matemático francés Condorcet (5), recorre sin cesar el globo terrestre para conocerlo; pretenden averiguar sus más íntimos secretos. Todos desenredan la misma madeja, tiran del hilo desvelando los misterios naturales. Hallazgos que aisladamente son poca cosa, pero es el conjunto lo que cuenta. El científico, opinaba Francis Bacon en el siglo XVII, debe mirar hacia adelante, <<no importa lo que se haya hecho: se trata de ver lo que podemos hacer>>(6). Somos, pues, deudores del pasado y artífices del futuro; somos, como anuncia el verso de un poeta contemporáneo, Caballero Bonald (7), el tiempo que nos queda, individual y colectivo. Durante la espera, el estudio de la naturaleza se formaliza como la tarea común, y la indagación falla cuando incumplimos la norma impuesta por el filósofo alemán Goethe: debemos conocer los fenómenos naturales apropiándonos de ellos mediante la reflexión (8). Progresivamente el hombre es capaz de investigar el universo y representarlo, se convierte en el animal simbólico idealizado por Ernst Cassirer como eje de una civilización en continua transformación sustituyendo al resquebrajado animal racional que éramos (9). Y aprendemos construyendo un mundo virtual, incompleto por el conocimiento parcial de unos hechos verdaderos mientras no se demuestre lo contrario. Usando el intelecto descubrimos una naturaleza inestable tanto por nuestras carencias mentales como por su mutabilidad. Fenomenología y composición varían durante la cronología terrestre caracterizándola como un proceso histórico sin fin. Y no lo tiene porque, como escribía Goethe, <<ella tiene, es, vida y sucesión desde un centro desconocido hacia un confín incognoscible>>(10). Criterio que no fue, ni es, ni será compartido por todos. Por ejemplo, Gayo Plinio Secundo, apodado el Viejo a diferencia de su sobrino Plinio el Joven, al redactar los treinta y siete libros de su magna Historia natural, ufano y pretencioso, sentencia: <<Sólo yo entre los romanos he descrito completamente la Naturaleza>>(11). En cierto modo tenía razón. Plinio cuenta lo que ha visto, oído, leído, e imaginado. Verdades, mentiras, sueños, fantasías, componen una memoria colectiva deficiente pero completa puesto que lo desconocido no puede nombrarse, existe pero es invisible, permanece oculto hasta que alguien lo vea, o se lo imagine, y comparta la información, sólo entonces el objeto se hace visible, tendrá su hueco en los anales de la historia natural. La cúpula de esta imaginada sala de espera es el universo intuitivo idealizado por Platón. Principio de plenitud se denomina. Bajo esta ley cualquier objeto capaz de existir lo hace realmente, aunque no lo veamos. Aristóteles fue reticente con la idea multiplicadora. Su teoría, es decir, lo que sus ojos vieron y su mente procesó, relaciona los objetos formando una naturaleza encadenada donde cada unidad comienza la siguiente. Consecuentemente, la variabilidad queda restringida y programada por esta conexión causal que limita la tipología, siendo innecesario <<que todo lo que es posible deba existir en la realidad>>(12). Es la voluntad de la naturaleza concede el filósofo Schopenhauer en tiempo y lugar diferentes y, aplicando el principio evolutivo que rige la biología desde las primeras décadas de 1800, analiza el problema desde otra perspectiva, utiliza otro enfoque, el de convertir la forma en una manifestación particular de la materia (13). Voluntad de la naturaleza que, por su parte, el sabio griego concibe como un continuo plan estructural relacionando los objetos naturales por su creciente grado de complejidad. Desde las piedras hasta el hombre, d esde el átomo hasta Dios –si hacemos caso al irreverente Voltaire (14) -. Juntos, los seres vivos representan una secuencia teleológica de organismos cada vez más dotados de vida y movimiento. El invento se conoce con el nombre de escala natural o cadena de los seres. Idea afortuna por los siglos, sintetizada por Linneo bajo el lema la naturaleza no da saltos que Darwin utilizó al formular su teoría evolutiva hilvanando la historia de la vida mediante la paleontología (15).

Escrita en la primera década de la era cristiana, Ovidio cuenta en su Metamorfosis que antes de existir la tierra, el cielo y el mar, la naturaleza estaba desnuda, era una masa informe, confusa amalgama de semillas de las cosas futuras. Caos se llamaba (16). Un relato mitológico donde los dioses ponen orden sobre la Tierra. Contrariamente, en De rerun natura, escrito por Lucrecio Caro unos sesenta años antes, leemos que <<cuando hayamos comprobado que nada puede surgir de la nada, entonces descubriremos más fácilmente lo que investigamos: de qué componentes puede cada cosa formarse y cómo se producen todas sin la intervención de los dioses>>(17). El ideario de Lucrecio se cobija en la el materialismo atomista teorizado por Demócrito, quien imaginó descomponer la naturaleza en invisibles partículas atómicas responsables de las propiedades del universo. Al contrario de lo que parece, la propuesta no renuncia al acto divino sólo lo anticipa, equivale a un desplazamiento temporal hasta el origen de la materia eliminándose toda participación externa en el posterior desarrollo del sistema. Planteamiento recurrente que, transcurridos diecinueve siglos, Darwin utilizó conciliando evolución y religión (18). Creer en dios o en el hombre, magia o ciencia, fue, es, la alternativa para una civilización atrapada por la incerteza. El hombre, como razonó Bacon (19), teme más a la duda que al error y se ilusiona con establecer principios infalibles, reales o no, que, aparentemente, salvaguarden su frágil existencia legitimando los actos. Indudablemente, magia y ciencia enfocan el problema desde ángulos opuestos pero sirven a un mismo fin, representan etapas consecutivas de nuestras peculiares maneras de conocer siendo su objetivo general hallar el antídoto contra la situación de incertidumbre y desconocimiento que caracteriza la convivencia. Tal y como explica el sabio napolitano Gian Battista della Porta, los milagros dejan de serlo cuando descubrimos por qué lo son (20). El conocimiento sustituye a la ignorancia, y durante el intervalo sentimos la tentación de adornar los hechos con propiedades sobrenaturales que nos conforten la existencia. De esta manera hemos transformado la naturaleza en un intemporal teatro natural donde la vida cambia materializándose en seres de mil formas y colores que, cronológicamente, pasan de la fantasía a la realidad, o viceversa. El jardín es uno de los escenarios donde ocurren estas sesiones de magia natural. Preguntémonos por su identidad.

El concepto de jardín es inmediato e intuitivo, para comprenderlo no precisamos un razonamiento lógico pero no por ello carece de trasfondo. Desde un enfoque exclusivamente material, el jardín es una composición vegetal limitada territorialmente, caracterizada por la variedad de las plantas cultivadas por el hombre en ese espacio. No hay jardín sin jardinero, pues, y esta es la clave. De este vínculo nace una ideología; por este vínculo el jardín se convierte en un antropomorfismo con fondo y forma. El fondo lo componen valores representativos de la sociedad a la que pertenece; mediante la forma, a su estructura vegetal y arquitectónica nos referimos, se escenifica la presunta hegemonía que la civilización ejerce sobre el resto de la naturaleza, alterándola a su capricho en función de la capacidad tecnológica del momento.

Los orígenes de esta artificial relación hombre-planta se remontan hasta la prehistoria, durante la transición del Mesolítico al Neolítico. Pero no necesitamos retroceder tanto. 3000 años antes de Cristo, los habitantes de Mesopotamia adornaban sus palmerales con flores y arbustos traídos de lejanas tierras. Otro ejemplo, dos milenios después Nabucodornosor II complacía a su esposa construyendo en la llanura babilónica un famoso jardín colgante elevado sobre terrazas para simular una colina. Seguimos, Platón y Aristóteles proclamaban su sabiduría paseando con sus discípulos por el jardín de Akedemos convertido en lugar de reflexión, en templo del saber. Y en China la doctrina taoísta integra el jardín como un espacio filosófico donde ocurre la unificación del universo mediante los sentidos. Después, tanto el paraíso persa, proclamado en el Avesta, como el Edén bíblico simbolizarán la perfección creacionista proclamando la hegemonía del hombre sobre todo los demás, y el Corán oferta a sus feligreses el eterno goce espiritual en el póstumo jardín de Adán.

Son sólo algunos de una amplia lista de ejemplos sobre cómo, material e ideológicamente, el hombre gobierna la naturaleza ordenándola a su conveniencia. Históricamente, el espacio ajardinado se desarrolla como un reducto natural antropologizado fruto de nuestros sentimientos, emociones, creencias, necesidades, ideologías. Y de este conglomerado de deseos nace la condición utópica de un jardín transformado en un espacio para la representación científica, religiosa, ideológica, pictórica, musical, literaria, urbanística, espiritual, arquitectónica. Son estereotipos que repetimos anhelando un ideal de perfección imposible del alcanzar porque pertenecen al utópico sueño de la vida humana.

(1) Marco Tulio Cicerón, De Adivinatione, libro II, XXII (cit. por la edición de México, UNAM, 1988, p. 96).

(2) Lo apuntó el biólogo Jacob von Uexküll iniciado el siglo XX. Véase Theoretische biologie, Berlín, Gebrüder Pastel, 1920; Ideas para una concepción biológica del mundo, Madrid, Espasa Calpe, 1922. También la recientemente reedición francesa de su obra Mondes animaux et monde humain (suivi de La théorie de la signification), París, Denoël, 2004.

(3) Véase la historiografía escrita por Daniel J. Boorstin: Los descubridores, Barcelona, Crítica, 1986; Los creadores, Barcelona, Crítica, 1994; Los pensadores, Barcelona, Crítica, 1999.

(4) Francis Bacon, Nueva Atlántida, Milán, Silvio Berlusconi Editore, 1996 (1ª ed. Nova Atlantis, 1627).

(5) Condorcet, Fragmento sobre la Atlántida (edición de Mauricio Jalón), Milán, Silvio Berlusconi Editore, 2005, p. 3.

(6) Francis Bacon, Scritti filosofici (edición de Paolo Rossi), Turín, UTET, 1975, p. 116.

(7) José Manuel Caballero Bonald, Somos el tiempo que nos queda, Barcelona, Seix Barral, 2004.

(8) Johann Wolfgang von Goethe, Teoría de la naturaleza, Madrid, Tecnos, 1997, p. 175.

(9) Ernst Cassirer, An essay on man, Nueva York, Doubleday, 1944.

(10) Goethe (1997), p. 207.

(11) Plino, Historia Natural, lib. XXXVII, 77, 3

(12) Ibídem, lib. 2, II, p. 73.

(13) Arthur Schopenhauer, Sobre la voluntad de la naturaleza, Madrid, Alianza, 1987, pp. 103-104.

(14) Voltaire, Dictionnaire philosophique, <<Chaine des êtres crées>>, t. II; en Oeuvres de Voltaire, París, Werdet et Lequien, 1829, t. XXVII, p. 560.

(15) <<Con la teoría de la selección natural podemos comprender claramente el significado del antiguo dogma de la historia natural, Natura non facit saltum. Dogma que, si consideramos sólo los actuales habitantes del mundo, no es estrictamente correcto, pero si incluimos los de épocas pasadas, debería ser, según mi teoría, rigurosamente verdadero>>. Darwin, On the origin o f species, Londres, Murray, 1859, p. 206.

(16) Ovidio, Metamorfosis, I, 5-20.

(17) Lucrecio Caro, La naturaleza, Madrid, Akal, 1990, lib. I, p. 106.

(18) Cf. Andrés Galera, <<Creating evolution>>, en M.A. Puig-Samper, R. Ruiz, A. Galera (eds.), Evolución y cultura, Madrid, Junta de Extremadura-UNAM-Doce Calles, 2002, pp. 13-20; A. Galera, <<Crear la evolución. El fundamento religioso del origen de las especies>>, Atalaia-Intermundos, Lisboa, nº 8-9, 2003, pp. 141-147 (también en www.triplov.com/creatio/galera.htm).

(19) Por ejemplo, cf. la presentación de Paolo Rossi a Francis Bacon, Dei principi e delle origini (edición de Roberto Bondi), Milán, Bompiani, 2005, p. 11.

(20) Gian Battista della Porta, Della magia naturale, Nápoles, Antonio Bulifon, 1677, p.5.

 

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Última Actualização:
06-Apr-2006