Vicente Aleixandre: Luz en la boca
Luis Bravo

Vicente Aleixandre escribe los textos del libro Poemas de la consumación (Plaza & Janés, Madrid, 1968) (1) entre 1963-1966, y dedica la primera parte del mismo a lo que, en conversación con José Luis Cano, denomina “la visión del viejo, en su presencia, desde dentro” (2). El poema, “Como Moisés es el viejo” (*) fue escrito, según la cronología exhaustiva elaborada por Carlos Bousoño (3), el 21 de agosto de 1965, a sus sesenta y siete años.

Si bien el tema de las edades límite (infancia-senectud) recorre toda la obra aleixaindriana, aparece en forma ya contundente en Historia del Corazón (1945-1953). Es justamente en ese libro de posguerra que Bousoño señala el pasaje del “poeta-cósmico” al del poeta cuya ocupación es “el vivir del hombre”, y así lo explica : “el vivir del propio poeta (...) pero también, y quizá sobre todo, el vivir de la indefensa criatura humana, el vivir de la inmensa criatura a la que llamamos humanidad” (4).

Si bien la poesía de Aleixandre se inscribe naturalmente en la primera línea de la Generación del 27, una de cuyas líneas puede ser caracterizada como “visionaria”, en esta etapa de su poética aparece con bastante frecuencia el tratamiento, siempre muy personal, de un motivo caro a la poesía greco-latina el fugit irreparabile tempus. No es ése, sin embargo, el único asunto desde el cual interpreto el poema en cuestión; hay otro que deviene en el texto como una “transparencia”, haciéndose visible una vez que se analizan unas posibles significaciones que, gracias a un estilo velado y sutil, está allí como camuflada. Se trata de una metareflexión que va de la poiesis (en torno al lenguaje y su composición) a la poietes (lo que atañe a la actitud del poeta). Esto, que implica una lectura relativa tanto a la estética como a la ética del poeta, puede interpretarse a la vez como un legado que V. Aleixandre deja en clave poética para lo que “verán” los otros, los venideros, en simétrica analogía con lo que hace el Moisés de su poema.El poema es apropiado para ser comparado con otro escrito en 1941, “El Poeta”, publicado en Sombra del Paraíso (1939-1943), vislumbrando entre ambos semejanzas y matices diferenciales que se operan de un texto a otro, en un período de veintitrés años de distancia.

Como Moisés es el viejo” ya desde su título, que funciona como un primer verso, pone en juego el valor bisémico del término “consumación”, que a la vez remite al título del libro en el que se incluye.

Desde la perspectiva del personaje (“el viejo”) la consumación adopta un valor negativo, de “extinción o acabamiento” del ciclo vital. Pero la lectura del siguiente verso (“Como Moisés en lo alto del monte”) se orienta a un valor de signo positivo, en tanto alude a la figura del profeta que en lo alto del Monte Sinaí selló el cumplimiento de una alianza o contrato con un Dios que — aún en plena etapa de desplazamiento de las monolatrías previas— representa el perfeccionamiento y el bien de la comunidad elegida. En tal sentido, “consumar” está más cerca del significado de de “dar cumplimiento a un contrato (...) que ya era perfecto”, o el de “redención del género humano” (5). Ambas acepciones se vinculan con ése primer verso que, aislado a modo de estrofa, se ofrece como un frontispicio de toda la estructura texual.

La imagen “en lo alto del monte” no es solo una coordenada topológica sino una presencia de alcance simbólico; expone al Moisés histórico en un “momento crucial” —otra variante del término “consumación”—, el de su tránsito hacia el Moisés místico, quien desde la soledad del retiro recibe en las alturas el mensaje de Dios y, por vez primera, lo inscribe. Hasta la cuarentena en el Sinaí, Moisés ha sido un líder y un libertador de las comunidades hebreas sujetas al yugo esclavista egipcio. Es quien ha devuelto la dignidad a la primera alianza de una tradición comenzada con Abraham. Ya en el desierto su lucha será más ambiciosa. No sólo irá en busca de hacer efectivo el contrato de fidelidad-tierra prometida, sino que su objetivo tendrá horizontes de más largo aliento. Intentará desplazar la monolatría fetichista en favor de un monoteísmo al que se agrega un desideratum ético de convivencia comunitaria. Al bajar del monte con las Tablas de la Ley, Moisés se habrá convertido en el primer “inspirado de Dios”: ha escuchado la voz del Creador y porta en sus manos un libro sagrado. El profeta (voz derivada de phemí, “yo digo”) continúa la creación comenzada por Dios a partir de la palabra, transfigurándose en el Moisés-poeta (voz derivada de poiéo, “yo hago”)(6).

Es, por tanto, el “que dice” y “el que hace” con ese decir, una escritura cuyo mensaje está conscientemente dirigido al bien de la comunidad humana.

En este Moisés-personaje, Aleixandre no destaca lo religioso sino que más bien pone en un primer plano su concepción de lo que es un poeta: un médium y un escriba de la sabiduría celeste, un vaso comunicante entre la Creación y sus criaturas.

En la segunda estrofa, dice: “Cada hombre puede ser aquél / y mover la palabra y alzar los brazos / y sentir cómo barre la luz de su rostro, / el polvo viejo de los caminos”. La imagen es desmitificadora, pues si “Cada hombre puede ser aquél”, entonces no se adjudica al mismo el carácter de elegido. Pero además alude al poder del lenguaje: “y mover la palabra”. Esa es la facultad del poeta por excelencia, trasladar de un lugar a otro, de un mundo a otro, de un hombre a otro hombre, el bien común del lenguaje, que adquiere nueva vida en boca de quien ejerce el decir poético. Otra actitud que caracteriza al personaje es un gesto de alabanza pero también de receptividad, ya que en ese “alzar los brazos” está implícito el desafío de escuchar las “palabras terribles”, las que luego hara suyas. Este Moisés recibe en su rostro una luz como señal del mensaje con el cual “barrer el polvo viejo de los caminos”, ya para erradicar creencias erráticas, ya para abrir nuevas sendas hacia el bien.

Similar actitud receptiva y de apertura espiritual, pero en relación con fuerzas de la naturaleza y del cosmos, aparecía más de veinte años antes en El poeta: “Para ti, que conoces cómo la piedra canta (...) para ti, poeta, que sentiste en tu aliento / la embestida brutal de las aves celestes”. El canto que aquél poeta conocía, como un augur de las fuerzas naturales (piedra, aves), es en este poema un canto que también viene de lo alto (de Dios) y se inscribe en la piedra de las Tablas de la Ley. Quien escribe, Moisés, está situado en la misma altura de la cual alguna vez provino “la embestida brutal de las aves celestes”, impacto recibido por el poeta y con el cual forja su palabra. La sabiduría de este Moisés- viejo, que Aleixandre delinea en proyección de su propia vejez, más la intuición cósmica de aquél poeta a quien aludiera años antes, se yuxtaponen de un poema a otro, de un tiempo a otro, conformando una actitud análoga: la de recepcionar una fuerza que los trasciende, la de ser portadores e inscriptores de una palabra arrebatadora.

Si bien hacia 1972 Aleixandre habría dejado de lado las preocupaciones de orden religioso al declararse agnóstico, según el testimonio de J. L. Cano (7), aun así es factible decir que el conjunto de su obra poética está atravesado por una impronta de alcance místico, o por lo menos trascendentalista, lo que un pensamiento de María Zambrano resume magistralmente: “el hombre es el ser que padece su propia trascendencia”.

Si se analiza el libro en su estructura interna, se hace evidente una contraposición temática en su primera sección — a la que pertenece el poema —, entre el universo de los jóvenes y el universo de los viejos. Por un lado, la “altura” en la que se sitúa desde el inicio al personaje de Moisés, semiotiza el vértice de la pirámide de la vida, representado en esa vejez aludida desde el título. Por otra parte, como toda “altura”, permite ver más claramente el camino recorrido. Esta ubicación permite entonces que desde una mirada amplia de la coordenada temporal, se pueda apreciar el pasado (“Mira hacia atrás: el alba”), pero también el futuro inmediato (“Adelante: más sombras”). Las sombras de la muerte están allí adelante, en el mismo sitio donde antes, en el pasado de la juventud, estaba la luz del futuro. Este trastrocamiento involucra a la vida misma del personaje, lo que se confirma ante la exclamación nostálgica: “¡Y apuntaban las luces!”. Pero en este consumirse del ciclo vital del viejo, es donde, paradójicamente, se consuma el canto: “agita los brazos y proclama la vida, / desde su muerte a solas.” Similar actitud aparece en el texto aludido de Sombra del Paraíso, cuando, tensado como una cuerda sobre el arco de la vida, el poeta toca el misterio, una vez a solas con la luna: “y mira a la luz cara a cara, apoyada la cabeza en la roca, / mientras tus pies remotísimos sienten el beso postrero del poniente / y tus manos alzadas tocan dulce la luna”.

Justo en la mitad del poema, que tiene 21 versos, se produce la declinación:

Porque como Moisés, muere./ No con las tablas vanas y el punzón, y el rayo en las alturas,/ sino rotos los textos en la tierra, ardidos / los cabellos, quemados los oídos por las palabras terribles, / y aún aliento en los ojos, y en el pulmón la llama, / y en la boca la luz.

En la forma de morir del personaje puede visualizarse una correspondencia esencial entre “el viejo” y “el poeta”: he allí la vertiente visionaria que implica una forma de consumar a la vez, la misión del profeta para con la vida, y la misión del poeta para con el arte de la poesía.

Las dos primeras imágenes de fuego dan idea de la destrucción física “(ardidos cabellos”, “oídos quemados”) provocada por las “terribles palabras”, mientras que las siguientes imágenes (“aliento en los ojos”; “llama en el pulmón”; “luz en la boca”) en su luminosidad vital, culminan en un acto de purificación y éxtasis. En ambas direcciones, aparentemente opuestas, la muerte física y el acto de proferir la palabra, se reencuentran en el doble significado de la consumación.

La valoración de la palabra poética, aquí heredera de la profecía, se cumple pero atravesando el ego de la figura pública y laureada del poeta. La verdadera consumación de la poesía, parece decir Aleixandre, radica en lo que las palabras puedan legar, aunque sea en trozos y fragmentos, entre los hombres (“los textos rotos en la tierra”); y en lo que de esas palabras quede ardiendo, primero en el cuerpo propio y en el espacio común después. Es que leixandre toma distancia de la vanidad engañosa, autoreferencial, de quien inscribe “las tablas vanas” con “el punzón”, así como del grandilocuente mito del profeta inspirado por “el rayo en las alturas”. No se trata de la negación de la escritura ni de la inspiración, sino de trascender el fetiche cultural que sirve de soporte a la palabra (las tablas, el libro sagrado), soporte sobre el que dejará de ser poesía para pasar a ser otra cosa (religión, dogma), algo que vacía de contenido a las palabras en su fuerza originaria. Al respecto de la deconstrucción de la cultura libresca como fetiche que sustituye y cosifica la libertad del envío poético, en el aludido texto El Poeta, Aleixandre es aún más explícito: “Sí, poeta, arroja este libro que pretende encerrar en sus páginas un destello del sol”.

Esta es la concepción según la cual la palabra poética adquiere un valor de proyección visionaria, pues se mueve desde un cuerpo divino y celeste hacia otro cuerpo humano y terrestre, y queda allí como brasa ardiente. Lo relevante es la permanencia de ese fluido, de ese movimiento resultante, algo que trasciende incluso a quien pronuncia la palabra, en tanto ésta ya no será de su exclusiva pertenencia. En esa línea interpretativa podría señalarse que Aleixandre ha decantado su juvenil experiencia en la estética surrealista, para quedarse con una de las más arraigadas esencias de dicha revolución en el plano ético, la de secularizar definitivamente el contacto del hombre y del artista con lo oculto, lo invisible, lo inconsciente, lo que proviene del otro lado de las cosas, en fin, lo visionario antes sólo adjudicable a algunos elegidos.

“El poeta” finaliza con una imagen de liberación cósmica: “y tu cabellera colgante deja estela en los astros”. La simbiosis del cuerpo propio, lo alado de la cabellera con la “estela de los astros”, se vuelve más terrestre y humana en el final del poema que nos ocupa. Lo que queda de este Moisés-viejo — a quien para morir sólo le basta un ocaso — está en el paisaje humano que proseguirá bullente y siempre renovado tras su desaparición física: “Un hormiguear de juventudes, esperanzas, voces. / Y allá la sucesión, la tierra: el límite. / Lo que verán los otros”.

En este caso el legado del poeta no está ya en lo cósmico, en los astros, sino en quienes proseguirán en el mundo, en la Historia y en las historias de sus propias vidas, todo eso que él dejará de ver pero que celebra pueda ser visto por otros, como si en ese “ver” de los otros también estuviera incluida, de alguna manera, su mirada. Importa señalar que el autor dice “Lo que verán otros” y no lo que leerán, reafirmando con ese verbo, el sesgo que define lo más universal de la palabra dicha, como un acto de enunciación que alcanza desde su potencial profético a “cada hombre (que) puede ser aquél”, como ese Moisés en lo alto del monte. Será ese “hormiguear de juventudes, esperanzas, voces” el espejo donde sus palabras puedan volver a consumarse, una y otra vez, donde vuelva a “darse cumplimiento a ese contrato”, perfecto en su complicidad, entre las criaturas que participan del lenguaje poético, de un lado y otro de la creación.

Desde la palabra que consume el cuerpo de quien escucha y escribe (“cabellos ardidos”, “oídos quemados”) hasta el cuerpo de la escritura, que se consuma para ser repartido entre quienes poblarán la tierra, hay una presencia: la del espíritu humano que, con luz en la boca, alienta la palabra poética.

(*)COMO MOISES ES EL VIEJO

Como Moisés en lo alto del monte.

 

Cada hombre puede ser aquél

y mover la palabra y alzar los brazos

y sentir cómo barre la luz de su rostro,

el polvo viejo de los caminos.

 

Porque allí está la puesta.

Mira hacia atrás: el alba.

Adelante: más sombras. ¡Y apuntaban las luces!

Y él agita los brazos y proclama la vida,

desde su muerte a solas.

 

Porque como Moisés, muere.

No con las tablas vanas y el punzón, y el rayo en las alturas,

sino rotos los textos en la tierra, ardidos

los cabellos, quemados los oídos por las palabras terribles,

y aún aliento en los ojos, y en el pulmón la llama,

y en la boca la luz.

 

Para morir basta un ocaso.

Una porción de sombra en la raya del horizonte.

Un hormiguear de juventudes, esperanzas, voces.

Y allá la sucesión, la tierra: el límite.

Lo que verán los otros.

 

[De Poemas de la Consumación,1968]

(1) Todas las citas de poemas de V. Aleixandre en este artículo, pertenecen a Antología Total, Vicente Aleixaindre, Seix Barral 2ª edición, Barcelona, 1977.

(2) Cano, José Luis, Los cuadernos de Velintonia, Conversaciones con Vicente Aleixandre (1951-1984), Seix Barral, Barcelona, 1986.

(3) Bousoño, Carlos, La poesía de Vicente Aleixandre, Gredos, Madrid, 3ª ed.1977.

(4) Ibídem, p.96.

(5) Real Academia Española, Diccionario de la Lengua Española, Espasa Calpe 21ªed., España, 1992.

(6) Corominas, Joan, Breve diccionario etimológico de la Lengua Castellana, Gredos 3ªed., Madrid, 1973.

(7) Op.Cit., p.199.

Este ensayo pertenece al libro Escrituras visionarias (Ensayos sobre literaturas iberoamericanas), de Luis Bravo, Premio Fondos Concursables del Ministerio de Eduación y Cultura, Editorial Fin de Siglo, Montevideo, diciembre 2007.
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