JACK KEROUAC: LAS ESTRELLAS SON PALABRAS
Carlos Bedoya

Llego al País de la Libertad, y por Dios que todo es tan limpio y aburrido.
William Burroughs

 

Podemos señalar un signo característico tanto de la vida como de la obra del novelista norteamericano Jack Kerouac. Es este el signo de un impulso vertiginoso e incesante: la pasión de viajar. Toda clase de viajes emprendió Kerouac decidido a conocer cada lugar, a vivir todo acontecimiento y a distinguir en ellos lo sorprendente, como parte de nuevas aperturas a lo desconocido. (Pasión nómade común a casi todo el grupo beatnick, en especial a Allen Ginsberg y Gregory Corso).

Opuesto al formalismo academizante de su tiempo, Korouac reivindicó una sensibilidad visionaria, una búsqueda del éxtasis, fundiendo a partir del zen-budismo la experiencia surrealista con la escritura automática y un metódico desarreglo de los sentidos. Su pasión por los viajes le condujo a través del planeta, pero también a través del universo imaginario, ávido de sensaciones imprevistas, loco por el imposible de la vida, a semejanza de algún personaje suyo en El Ángel Subterráneo, a quien “todo lo que le pudiera dar una buena sacudida lo atraía, a cualquier hora…”. Kerouac nos abre un ámbito de misticismo extrañamente ligado a un sensualismo frenético, pasando de la benzedrina y el opio a la supresión del mundo fálico y despótico, mediante el autoconocimiento desintegrador del ego, aunque sin jamás apartarse del vino. Sus contradicciones, lo opuesto de sus posibilidades, sus diferencias con otros beatnicks llevaron a algunos despistados a considerarlo fascista, instaurador de una nueva moral, adjetivo que resulta más bien risible si nos adentramos en sus textos y captamos hasta donde descubrió nuevas tierras para la imaginación, si confiamos como Benjamín Peret en el poder renovador y la sed de misterio que distinguen al gran poeta: “El poeta actual no tiene otro recurso que ser revolucionario o no ser poeta, pues debe lanzarse de continuo a lo desconocido…Para él no existe ninguna imposición de padre de familia, sino el riesgo y la aventura indefinidamente renovadas” (Citado por Manuel Alvarez Ortega, en Poesía Francesa Contemporánea). Escritor sin origen , separado del deseo por una máquina aniquilante, o sea por aquel hervidero del tedio, la competencia y la coherción encarnadas en el “sueño americano”. Habitante del mundo tras un origen seguramente inexistente para quien se halla destinado al exilio, sujeto por la fatalidad de ser un viajero solitario, un nómade siempre en tierra extraña. Un hombre sin hogar, contra el cual todo parece confabularse. Espíritu beatnick, el cual es para Keouac “beatitud, no abatimiento”, puesto de presente en su libro El Viajero Solitario, que agrupa escritos sobre sus experiencias en distintos lugares del mundo (USA, México, Túnez, Francia, Inglaterra, entre otros).

Desde los dieciocho años de edad (e impresionado por la lectura de la vida de Jack London) Kerouac se entregó a la pasión de viajar sin destino definido, poco después de decidirse también a ser escritor. Quizás algunas de las más hermosas páginas de su libro de viajes, sean aquellas en las que nos narra su primer viaje a México, adonde fue guiado por su “amor a los héroes de la frontera” y en busca del “centro mundial del opio” —Mazatlán–, la tierra india (“Campesinos Mexicanos”); aquéllas en donde revive su trabajo como guardabosques (“Solo en la cima de una montaña”) y las páginas en que retoma la imagen mítica del vagabundo norteamericano (“El desaparecido vagabundo norteamericano”). Valoración que no excluye en modo alguno la fuerza poética de las demás crónicas del libro.

“Campesinos Mexicanos”, culmina con el sangriento ceremonial de la corrida de toros y la iniciación en el sufrimiento infinito, primer vislumbre del éxtasis soñado como forma engendradora de vacío. México preserva (a pesar de sus autoridades) numerosos elementos mágicos, oscuros, purificadores. Signos y fuerzas (dioses y demonios) que implican una liberación de poderes, la disolución de la Cultura y el Progreso promulgados por el capitalismo a costa del cuerpo y el goce: “Hay la sensación de que se entra en la Tierra Pura, especialmente por su proximidad a las secas Arizona y Texas y todo el Sudoeste, pero puede hallarse esta sensación, este sentimiento campesino de la vida, esta eterna alegría de la gente no preocupada por grandes problemas de cultura y civilización”. Hay un umbral y un círculo emanador de nuevos sueños. Este umbral nos abre el camino del libre deseo, no importa que sean muchos los inconvenientes para vivir si se trata de hacer posible una “libertad absoluta”. Soberanía capaz de soportar todo suplicio para ser digna de los acontecimientos: “Yo estaba tan enfermo por haber tomado opio, que me quedé tendido, mirando a todo el mundo, sintiéndome como si me fueran a descuartizar, a cortarme los brazos, a crucificarme cabeza abajo, y a asarme sobre el alto retrete de piedra”. Muerte y resurrección, alegría devota brotando del dolor. Kerouac llega al paroxismo de su religiosidad tras la visión de aquella primera corrida de toros. Cristo se le manifiesta semejante al toro, encuentra al hombre como víctima de una crueldad inexorable. En el ritual sadomasoquista asociado a nuestra pasión, el torero se le aparece como imagen de la razón dominante, asesina de la animalidad: “Y yo veo como muere todo el mundo, sin que a nadie le importe, y siento lo terrible que es morir, sólo para morir como un toro dentro de una vociferante arena humana”.

Nos desarma la soledad en la cima de una montaña al colocarnos en frente de lo que somos, mostrándonos ocultas fuerzas presentes en nosotros. Dicha y miedo, aburrimiento, éxtasis de soledad en el instante, como en el jazz de Charlie Parker o Miles Davis, ritmo sincopado, a la espera del lugar sin tiempo. Kerouac, devoto zen, amante del vacío circular donde resplandecen las cosas. Sus estudios del arte de la jardinería, o la preparación del té. El espíritu intuitivo y azaroso, tras una concentración prolongada estalla en el ser, florece por todas partes convertido en vida espontánea. Recordemos en alguno de sus libros, la senda oblicua alusiva al libro del té y los cuatro momentos de consumo de esta bebida: júbilo, serenidad, locura y éxtasis. Así mismo transcurre el viajero en la fría soledad del Pico Desolación, a 8.080 metros de altura, habitando un ruinoso albergue, en compañía de la vieja estufa, el viento, las ratas y un tumultuoso silencio. Un silencio cortante como una cascada de diamantes. En este silencio, la nada deviene visión, imagen que discurre fugaz en la oscuridad junto a la infinita llama de aceite. Un oso merodea detrás de la cabaña, su imagen aproxima lo inesperado que nunca llega, ilumina el viento su emanación anunciando: “las estrellas son palabras”.

En Jack Kerouac reaparecen, de manera diversa, pasiones y obsesiones características de la vida y la obra de Walt Whitman y Henry Millar. Los viajes en la geografía y en la imaginación, el deseo por la vida al aire libre, la amistad, el vino, la soledad, el olvido, e incluso puede hablarse de su afinidad en un goce entre místico y erótico de la vida. Goce místico, sensual, de las cosas allí donde el ego se transforma en la pluralidad, en el vagabundo ajeno a las identidades. Para convertirnos en Budas debemos atravesar todas las fronteras y alejarnos de ellas. O tal vez, como dice alguien, el poeta vive en el límite, violando aquella frontera que dice no al deseo. Solidaridad con el grupo humano, proceso constituyente de su ser singular. Relato de soledad que se vincula directamente, en la obra de Kerouac, a la tantas veces citada novela: Los vagabundos del Dharma, la cual concluye con el viaje de Japhy Ryder ( presumiblemente el poeta beatnick Gary Snyder) a un monasterio del Japón y con una iluminación (satori) experimentada por Kerouac en las montañas. El silencio nos remite, en ambos escritos, a un contacto con la ligera materia del goce y el sufrimiento en la primera mañana del mundo, rodeados de árboles, pájaros y manantiales, al paso de un venado que asoma por el camino del bosque. Para Kerouac, encontrar la iluminación, si bien resulta algo innombrable, inexplicable, puede asemejarse a un asistir al día de la creación del mundo. El budismo de Kerouac no se refiere al aniquilamiento en un sentido nihilista, puramente nirvánico (“El correr tras la extinción de acuerdo con el viejo sentido nirvánico del budismo es finalmente tonto…”). Se trata, en rigor, de hacer estallar los mecanismos de defensa construidos por la cultura, una conciencia esclava, temerosa de abrirse a las emanaciones de lo desconocido y sujeta por la memoria, incapaz de reír y olvidarse de sí misma. A semejanza de Desnoes o Artaud, Kerouac apunta al no-pensamiento, al no- yo donde “este pensar ha cesado”. Sueña con inventarse a sí mismo, o sea adquirir un nuevo cuerpo, llegar a ser un hijo de sus propias obras y permanecer en la Dicha del Nirvana, sobre las ruinas del mundo. Lo cual nos ayuda a comprender en que forma pudo conciliar su misticismo y su alcoholismo frenético, ese perpetuo ir y venir suyo entre el deseo de muerte y la visión renaciente del no-ser disimulado entre las cosas. Pues el ascetismo de Kerouac no podría entenderse a la manera del rígido ascetismo de las religiones occidentales, o al de ciertas corrientes budistas. La suya es una experiencia poética, de ahí que su riesgo le distancie de una disciplina de tipo coercitivo. Kerouac ve dioses por todas partes mas no reconoce en ellos una autoridad, dejándose poseer por una vibración cuyo rigor remite a leyes no consistentes. Para disciplinarse, persevera en su locura, sigue los impulsos de su individualidad, tomando la disciplina al modo de Jarry, negándola así como orden o norma: “no hay camino, en realidad, no hay disciplina, sino sólo el saber que todo está vacío y despierto, una Visión y una Película en la Mente Universal de Dios (Alaya-Vijnana) y permanecer en ello más o menos prudentemente. Como el silencio en sí es el sonido de los diamantes que pueden cortar todo, el sonido del Sacro Vacío, el sonido de la extinción y la dicha, ese campo santo del silencio, que es como el silencio de la sonrisa de un niño, el sonido de la eternidad…”.

Kerouac habla del vagabundo como amigo del silencio y la libertad, ser heterogéneo y errante, cuya desaparición señala una coherción ejercida sobre el movimiento de la imaginación por la ley y sus Sheriffs (que según Celine estarían compuestos por “una parte de crimen y nueve de aburrimiento”). Kerouac relata cómo una noche se vio en la carretera rodeado por tres autos patrulla y policías que le conminaban a retornar al rebaño, a meterse en algún pueblo. No podían comprender que él prefiriese dormir al aire libre bajo las estrellas, a estar metido en un cuarto de hotel mirando la televisión. Aunque Norteamérica se reconoce como la gran apologista del trabajo, a pesar de esa apología negadora antes que nada de la individualidad, Kerouac considera a su país como “ la Madre Patria de la vagancia”, en tanto el capitalismo genera una clase ociosa y otra trabajadora, mientras nos recuerda que el vagabundo ocupaba un sitio en antiguas sociedades, en otros tiempos. El vagabundo era recibido como un ser amable, sabio, enigmático. Un amante de la naturaleza, al igual que los ríos se hallaba siempre en otro lugar, su casa era el cosmos todo, poseedor de dos relojes (el sol y la luna) cuyas correas de cielo le señalaban el árbol o la gruta para escuchar las voces de la hoguera y comprender su destino de hombre sin morada fuera del lenguaje, extraño ser abandonado en el mundo, espacio abierto en la intimidad errante: “El sueño del vagabundo original tiene su mejor expresión en un hermoso poema mencionado por Dwikht Goddar, en su Biblia Budista:

Oh por esta ocasión rara

Daría gustosamente diez mil monedas de oro!

Un sombrero me cubre la cabeza, un hato sobre mis espaldas

Y por cayado, la brisa refrescante y la luna llena

Al igual que Miller, Kerouac encuentra en París el último refugio para los vagabundos, pues allí fueron tratados alguna vez con respeto, actitud que hoy ha desaparecido. Miller encarna también la figura del vagabundo filósofo chino, con bastón y campanita, experto en el arte de “hacer nada”. “Henry Miller dejaría que los vagabundos nadasen en su piscina”. Libertad absoluta es el sueño “idealista” del viajero, el hermoso deseo imposible en tanto predomina la prohibición: “En los Estados Unidos, el camping es considerado un deporte saludable para los Boy Scouts, pero un crimen para los hombres maduros que han hecho de él su vocación”. Si hoy el vagabundo se ve obligado a esconderse, ello es consecuencia del despotismo de la conciencia esclava y la sensatez sobre la imaginación: hoy vivimos en un mundo adulto, no en un mundo de niños. Y la razón está al servicio de la inteligencia entendida como cordura o sentido común (“Cuanto más inteligente se es, más estúpido”, escribió el novelista polaco Witold Gombrowicz). La estupidez, a la manera de la teología institucional, teme la novedad, el devenir. Intenta mantenerse en un punto y desde él suprimir las demás perspectivas. Yo es yo, quiere hacernos creer. Nos habla de un ego inmóvil. La estupidez teme la multiplicidad que acarrea el desorden de los sentidos, por eso nunca sale de sí misma, no viaja, se preocupa más bien por adquirir, acumular. Otro es el ego improductivo, tal vez, ocioso y disperso, de Kerouac: “El vagabundo carente de ego dará algún día a luz un niño. Li Po era un vagabundo poderoso. El ego es el vagabundo mayor. ¡Salve, ego vagabundo! Tu monumento será algún día una dorada lata de café”. Un ego mutable en nadie, es decir, en todas las cosas. Convertirse en una infinitud de máscaras, tras el paso de un territorio a otro. Hasta el corazón de los bosques llegan guardias y sobre los valles se deslizan helicópteros. Se prohíbe perder una identidad una identidad inexistente. Las ciudades funcionan como grandes centros de confinamiento, no se puede salir de ellas, se prohíbe estar solo. Ya no se puede saborear una sopa bajo la luna al calor de una hoguera crepitante. Nos obligan a ensimismarnos como caracoles, no queda espacio exterior para nuestras antenas. Como dice John Cage, necesitamos recuperar el espacio, crearlo de nuevo. Y para esto se requiere vivir, potencializar la sensibilidad, reabrir las puertas de la percepción. Las puertas que se abren vuelven a cerrarse automáticamente: “Hay todo el / tiempo del mundo para estudiar música, pero / para vivir apenas hay tiempo. Porque / la vida se da a cada instante y ese instante / siempre está cambiando”, (John Cage, Del Lunes en un Año).

Hasta 1956 se dedicó Kerouac a realizar sus sueños de vagabundo. Debió hacer a un lado este anhelo y dedicarse a la bebida encerrado en su cuarto, ante la proliferación de los guardianes de la propiedad, prestos a excluirlo tal como el automatismo de su prosa recibe con frecuencia la desaprobación de los profesores: “En los malos caminos, detrás de los tanques de gas, donde los perros feroces muestran los dientes detrás de las alambradas, surgen de repente los autos patrulla como coches de fuga, pero de un crimen más secreto y funesto del que puede expresarse con palabras. Los bosques están llenos de guardabosques”.

 
Carlos Bedoya (Colombia, 1951). Poeta, ensayista y traductor.
Ha publicado Pequeña Reina de Espadas (1988).
Desde hace más de diez años se dedica a la radio, sobre jazz y rock.
Contacto: nadja35@hotmail.com
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